Vienen hacia mí recuerdos de las coordenadas que compusieron los senderos indelebles de mi infancia, en el barrio de Almagro que me vio crecer, todos ellos articulados por la avenida Corrientes: el café La Orquídea con sus tostados con café con leche, aún hoy inolvidables; El Club del Arte con sus misteriosas escaleras empinadas hacia el cielo y un señor de larguísima barba blanca y sus clases de títeres; el local de videojuegos apodado “Los caños rojos” con la bandita que rancheaba en la puerta, el olor a pucho y la complicidad de mi viejo que me llevaba a jugar unas fichitas. Y justo enfrente, emergiendo como una enorme mole de hierro, el Mercado de Flores (hoy vuelto una monumental iglesia evangelista de durlock). 

Recuerdo caminar por la calle Acuña de Figueroa y, como si se tratara de una danza, atravesar un infinito desfile de carros y canastos de mimbre que llevaban flores de todos los colores y formas imaginables. Y en la esquina, ya sobre la calle Sarmiento, hacer unos metros hacia la izquierda para sumergirme en mi coordenada predilecta: “el videoclub de Tato” (no sé si se llamaba así, pero es el nombre que tiene en mi recuerdo). El lugar, empapelado con posters –estrenos de la época y algunos clásicos–, estaba compuesto por enormes anaqueles rotativos que exhibían las cajas de los VHS como llaves a mundos fabulosos por descubrir. También recuerdo el orden: las que estaban más bajitas eran las infantiles, las que estaban a mayor altura eran las de adultos. Junto al mostrador, donde atendía el joven Tato, el dueño del videoclub, los estrenos más esperados (y las películas más difíciles de conseguir, había que reservarlas). 

Ahí es donde aparece mi madre, gran cinéfila y responsable en parte de mi pasión por el cine. Ella tenía la costumbre de alquilar películas los fines de semana y desde muy chiquito la acompañaba y me alentaba para que eligiera “una para chicos”. Como de pequeño obedecer no era lo mío, miraba por encima de lo que me estaba permitido. Fue así como en lo alto vi un demonio rojo e imponente que me miraba sonriente desde una portada. Arriba el título: Leyenda. Una mezcla entre terror y atracción me hizo apuntar con el dedo hacia la misteriosa caja donde el demonio aún me seguía mirando ante la pregunta sobre qué película había elegido. Y ante su negativa rotunda, Tato –increíblemente– la convenció de que era una película que podía ver un niño de cinco años (algo que hoy por hoy, dadas las restricciones parentales de las plataformas, sería imposible). Desde ese momento, la película se convirtió en una obsesión que me acompañó a lo largo de la infancia y abrió una puerta sobre la que nunca me había detenido a meditar.

Recuerdo algunas impresiones que generó en mi ser pequeño. La fascinación de ver duendes y hadas expuestos en su lado oscuro y vil, y demonios seductores que componían presencias de una ambigüedad poco transitada en los relatos que estos seres protagonizaban para las infancias. Recuerdo también el magnetismo que me generaban los peligros que los protagonistas debían atravesar: una aldea congelada y detenida en el tiempo, paisajes de bosques tenebrosos repletos de fantasmas, un pantano custodiado por una peligrosa bruja narcisista, y un sombrío castillo iluminado por el fuego que albergaba al enorme demonio de la portada del VHS. 

Pero por sobre todas las imágenes maravillosas y escalofriantes que habitan en la película, hay una secuencia que se quedó conmigo para siempre: la princesa Lily, secuestrada por las fuerzas de la oscuridad, corre con su ajado vestido blanco por un castillo, intentando escapar sin darse cuenta que está siendo conducida hacia el corazón de ese mismo castillo. Llega a un salón donde queda atrapada junto a una enorme chimenea que alberga un fuego imponente. Comienza a sonar un vals demoníaco y de la oscuridad emerge una sombra danzante que se descubre como un ser sin rostro, de forma humana, cubierto de telas negras y brillantes. Lily, entre confundida y aterrorizada, se esconde y observa a este ser que atraviesa el salón realizando un baile hipnótico. La princesa, como poseída, baila una coreografía demoníaca con este misterioso ser: la luz y la oscuridad en un mismo movimiento. En el clímax de la danza, Lily y el ser sin rostro se funden en uno: la princesa lleva ahora las prendas negras y brillantes que la oscuridad eligió para ella. La princesa, abrazada a su lado oscuro, se mira en un espejo gigante que hay en el medio del salón y sonríe, descubriéndose bella y sensual. De pronto, del espejo, emerge majestuoso el demonio rojo en una aparición terroríficamente atrapante.

Esta secuencia me hace pensar en mi permanente interés por los mundos ensoñados, en los desprendimientos de recuerdos o memorias diurnas que vuelven con mayor claridad a través de un cristal nebuloso. Ese reflejo que permite atisbar por un instante a ese otro que hay en nosotros. Un poco de agua se convierte en un lago, un soplo de viento en una tormenta, un puñado de polvo en un desierto, un pequeño grano de azufre en la sangre en un fuego volcánico. O cuando de niño jugaba con muñecos, ese salir a buscar en el mundo destellos maravillosos de lo infinitamente grande que se esconden en lo infinitamente pequeño. En lo que motoriza la imaginación de un infante, en la invención de un terreno sagrado y un tiempo fabuloso que es el de la ficción. Pienso en cómo una obsesión de niño puede volverse un vínculo existencial con el cine. Lo que retorna insistentemente. Pienso en mi madre y en mi padre que se exasperaban y me reclamaban “¿Otra vez?” cuando aparecía con el VHS de Leyenda bajo el brazo. Y pienso en Tato, quien después de tantos años de ver cómo alquilaba una y otra vez la misma película, ya simplemente y sin que se la pida, me la entregaba con la sonrisa de quien entiende algo de todo esto: hay películas que miran nuestra infancia.

Nicolás Torchinsky nació en la ciudad de Buenos Aires en 1984. Estudió Dirección Cinematográfica en la Universidad del Cine (FUC). Sus cortometrajes Simulacro (2012), Érase una vez en Quizca (2021) y sus películas documentales La nostalgia del centauro (2017) y El polvo (2023) participaron de numerosos festivales internacionales de cine como Mar del Plata, Visions du Réel, Jeonju, Thessaloniki, Dok Leipzig, Dei Popoli, Toulouse, entre otros. Como sonidista trabajó en proyectos de Juan Martín Hsu, Alejandro Rath, Pablo Lamar y Mariano Llinás, entre otros.