El surrealismo que propone Roberto Aizenberg es como un cover del que se estudia en los libros de historia. Es decir, un poco distanciado del clásico que se enseña en las escuelas, el de André Bretón, pero más cercano a ese otro con el que resonaban algunos artistas argentinos que coqueteaban con ese estilo y también con la abstracción geométrica. Pero que sea un cover no significa que sea malo, o que no funcione; de hecho, existen cientos de canciones cuyas versiones son mejores que las originales. Pero lo que importa no es la discusión musical que pueda suscitar la muestra de Aizenberg que actualmente tiene el Museo de Arte Contemporáneo de Buenos Aires (MACBA), sino más bien destacar la forma en la que este artista creó su propio estilo, uno muy claro, muy identificable, muy él. Cualquier espectador que se pare frente a una imagen que tenga un edificio hipergeométrico –pintado de colores plenos–, o delante de una figura levemente suspendida del suelo, no puede no pensar en este artista entrerriano. Quizás esta reversión que él hizo del surrealismo tenga que ver con que su llegada a ese universo fue bastante tardía: recién en la década del cincuenta, el pintor Juan Batlle Planas lo ingresó en ese mundo, cuando lo tenía de alumno en su taller. La distancia con el pico de rating del surrealismo funcionó acaso como una posibilidad para que este artista pueda inventar su propio lenguaje surreal. Y es en ese mismo momento donde aparecieron sus torres, esas pinturas con largos edificios misteriosos y perfectos, ubicados en la mitad de la nada, reunidos otra vez en esta muestra titulada Babel.
El taller de Batlle Planas marcó para siempre el estilo de Aizenberg. Fue en ese contexto donde descubrió a otros artistas surreales que marcaron su trabajo, como el italiano Giorgio De Chirico. Si de su profesor tomó el surrealismo, de este otro sacó la pintura metafísica y la inclusión de edificios y figuras geométricas en paisajes desérticos. (Una curiosidad: la pintura que alberga el Museo Nacional de Bellas Artes del artista italiano muestra una plaza y en el fondo, en la mitad de un desierto, se erige una gran torre, muy parecida a las de Aizenberg). La habilidad del argentino fue lograr una combinación de todo aquello que le fascinaba para sintetizarlo en un estilo propio en el que todo eso pudiera convivir sin que pareciera forzado.
La exhibición muestra un conjunto de edificios que este artista pintó en diferentes momentos de su carrera y a lo largo de varias décadas. En casi todos los casos Aizemberg presenta un único edificio descontextualizado, en un territorio indefinido, todo pintado con una misma paleta de colores, tanto la edificación principal como el fondo. Su manera de trabajar era considerada por él como un “automatismo psíquico”: su objetivo era pintar asociaciones libres del pensamiento, dejando de lado la intervención reguladora de la razón. En una entrevista que le dio a la curadora Inés Katzenstein en 1995, un año antes de morir, Aizemberg definió su técnica de la siguiente manera: “Trabajo desde hace muchos años con un método, el automatismo; un modo mediante el cual es posible lograr un máximo de información con un mínimo de interferencias. La idea es que hay que crear como lo hace la naturaleza, sin ideología y sin dogmas. Sin preconceptos. Hay que pintar con la naturalidad de la respiración, como fluye la sangre”. Con esa premisa encaró todas las series de su trabajo, incluida la que ahora está en exhibición y que también apareció en cartas y cuadernos, en cuyos márgenes se extendían los bocetos de estas torres.
Este conjunto de obras generan un extrañamiento profundo y albergan un misterio, quizás porque esa asociación libre que pasaba por su cabeza no quedó plasmada en las pinturas de manera literal –las interpretaciones pueden ser infinitas y no hay forma de saber si lo que flotaba en la cabeza de Aizenberg era la imagen de una bañadera en el desierto o la mismísima torre de Babel bajo una noche estrellada–. Tal vez esa sensación que produce ver sus pinturas nace del vacío que tienen estas obras, esas tierras sin nada alrededor en la que los edificios viven. El crítico Aldo Pellegrini definió a esta obra como una “geometría metafísica que deja de ser un signo material para convertirse en signo espiritual”. Esta característica atravesó todo su trabajo y se puede ver en los diversos formatos con los que trabajó. Se vislumbra en sus pinturas, sí, pero también aparece en las esculturas con formas geométricas coronadas con cabezas de personas o a veces sin cabeza, pero con un elegante par de piernas adornadas con unos hermosos tacos, como el caso de “Estatua N°5”, la pieza que alberga la colección del Museo Moderno de Buenos Aires. Esta es la gramática de Aizemberg, su manera de escribir con imágenes, su propio lenguaje altamente reconocible.
Mirar las pinturas de Aizemberg es como mirar las fotos de Bernd y Hilla Becher, los fotógrafos alemanes que durante la mitad del siglo XX se dedicaron a fotografiar edificios industriales de su país natal, comparando la morfología de cada uno. En esas fotos también hay grandes construcciones levantadas sin nada alrededor, como si fueran espacios abandonados o edificaciones fantasmas. Tomas hechas de una manera perfecta, completamente en foco y sin errores. En este sentido, la obra del argentino también está emparentada con la de los Becher porque no hay ni una pincelada de más, ni tampoco nada fuera de las líneas. Esta perfección en parte también fue lograda gracias al material que usaba, óleo diluido en aceite, un tipo de pintura que tarda mucho tiempo en secarse, por lo tanto, trabajar en una obra significó dedicarle una infinidad de horas. La contracara de esto fue que Aizemberg sólo logró pintar unos pocos cuadros por año. Pero todos perfectos.
Babel, con curaduría de Rodrigo Alonso, se exhibe en el MACBA, Avenida San Juan 328, de miércoles a lunes, de 12 a 19, hasta el 4 de marzo. Entrada: $4000.