En un tiempo no muy lejano, la verdad era una categoría que funcionaba como un principio ético, una aspiración que ordenaba el lazo social y orientaba la producción de saberes. Era un regulador de la relación entre dos o más “yoes” permitiendo el discurso, el vínculo, la construcción de comunidad y cierta unidad en el seno de la sociedad.

La verdad, siempre parcial, emerge en un decir; tiene estructura narrativa, argumentativa y se pone en juego como entendimiento al permitir el pacto intersubjetivo, ya sea como acuerdo o desacuerdo.

Si este ordenador desaparece --como sucede hoy en la sociedad de la información--, se produce un escepticismo generalizado que trae como consecuencia la desintegración social y del mundo común. Surgen tribus separadas por muros invisibles, entre las que no es posible ningún entendimiento y emerge una violencia fundamentada en la impotencia, consecuencia del déficit simbólico del pacto.

La pérdida de la verdad, síntoma de la sociedad de la información, va acompañada por un nítido proceso destructivo de los lazos sociales. Ese fenómeno trae aparejado un escepticismo generalizado, increencia en la política, crisis de la representación y, en definitiva, de la democracia.

La actual sociedad de la información, a diferencia de la que se sustentaba en la verdad, es desnarrativa: el lenguaje está siendo colonizado por el algoritmo, los datos y la sobreinformación desregulada. Nos acostumbramos a convivir con la reproducción de fake news, la desinformación y el auge de las teorías conspiranoicas.

La propagación rápida y sin regulación de cualquier contenido ha hecho que se pierda la fe en la verdad y la creencia en la facticidad, dando comienzo a la era de la desconfianza. La verdad resulta sustituida por relaciones humanas mercantilizadas y “carpetazos”, eslóganes vacíos, información falsa, planificada y calculada.

La verdad, como dijimos, es ordenadora de los lazos sociales, los discursos públicos, proporciona sentido y orientación en la comunidad. La sociedad de la información, por el contrario, está vacía de sentido y, paradójicamente, la hiperinformación produce mayor desorientación. Los individuos quedan fascinados, limitados o inhibidos para pensar críticamente el mundo.

El empuje homogeneizante de las redes obnubila, imposibilitando la realización de distinciones conceptuales claras, a punto de creer que la guerra es correcta, que la libertad es el individualismo, la ignorancia la fuerza, el remedio es la motosierra,  resultando el odio el fundamento del vínculo humano.

¿Cuándo fue que la sociedad perdió la relación con la verdad?

La pandemia del coronavirus, un trauma que cambió los modos de vida, fue coetánea con la revolución de internet. Desde entonces nos acostumbramos a convivir con “información acumulativa”, que bien haríamos en considerar basura informativa, con su reproducción de fake news, auge de teorías conspiranoicas y una impresionante sobreinformación desconectada de los hechos.

La verdad actualmente vale como impresión subjetiva carente de toda objetividad o solidez factual. La arbitrariedad que la constituye no se traduce como una mentira, sino como indiferencia hacia la realidad. Una “verdad” hoy se caracteriza por la afirmación de un saber intuitivo sólo porque alguien “se siente bien” con él, sin tener en cuenta la evidencia, la lógica, el examen racional o los hechos que constituyen la realidad.

Lo digital suprime o debilita la conciencia de los hechos, destruye la facticidad como verdad y produce una realidad que no existe. Es importante distinguir la mentira del rechazo de la facticidad. El mentiroso no pierde su relación con la verdad, la distinción entre verdad y mentira permanece intacta, su fe en la realidad no tambalea. En cambio, el fenómeno de las fake news, característico de la digitalización del mundo, implica un peligro para la verdad dado que ataca la facticidad y es indiferente a la verdad de los hechos.

En conclusión, la era de la posverdad no supone sustituir la verdad por la mentira sino por el utilitarismo, por la sola razón de obtener una legitimidad para preservar un poder o una rentabilidad. Las fakenews revelan las falacias de una gestión que estimula y se sirve de determinadas emociones, como la angustia, el miedo, la culpa y el odio, y está basada en la compra-venta de la verdad, imponiendo la desconfianza o la indignación moralista e hipócrita del sentido común.

A la pérdida de la verdad como un fenómeno global hay que agregarle, a nivel local, una ideología y un presidente que habla en nombre de la verdad, que encuentra su motor en las fuerzas del cielo y se considera “guardián de una verdad superior”. Veamos cómo impacta esta posición en el sistema democrático.

En el antiguo régimen, la figura del rey era el símbolo del poder, mantenía la unidad de los individuos y de los diversos estratos sociales. El monarca era la cabeza y representaba al cuerpo de la sociedad: su legitimidad venía de Dios. Como expresó Claude Lefort en su libro La invención democrática, el rasgo principal de la democracia moderna es que nadie que gobierne podrá esgrimir que el poder o el saber le pertenecen. El poder es un lugar vacío, un espacio de todos, que ninguna persona, camarilla o grupo puede legítimamente ocupar ni personificar.

Hablar desde un lugar de enunciación como “garante de las fuerzas del cielo”, Moisés, Arón, etc., implica ubicarse como el monarca, el elegido de Dios, e implica una regresión de la democracia a un sistema monárquico.

En Freud hay una conocida referencia para pensar el tema de lo prepolítico en el libroTótem y Tabú, donde pergeña un mito respecto de los tiempos primordiales de la humanidad, en el que los hombres y las mujeres vivían en hordas salvajes gobernados por un padre violento, poseedor de todos los bienes y las mujeres, que imponía su voluntad al resto con un poder absoluto. La civilización requiere la renuncia de todos: nadie será el dueño del poder, la verdad y el goce absoluto, la herramienta será el pacto permanente entre hermanos.

Retomando la cuestión de la pérdida de la verdad, hacemos pie en Foucault, quien en su última conferencia habló del coraje de decir la verdad, como previendo los tiempos actuales de crisis de la verdad. El pensador francés allí retomó del griego el término parresía, que significa «decirlo todo» y, por extensión, «hablar libremente», «hablar atrevidamente». Implica no solo la libertad de expresión, sino también la obligación de hablar con la verdad para el bien común, aún frente al peligro individual.

La parresía tiene sus orígenes en la Antigua Grecia, siglo IV a. C. y era la forma de comunicación utilizada por la escuela cínica, que resultó parte de su estilo de vida. Foucault desarrolló el concepto de parresía en dos sentidos: en lo público se refiere al derecho del ciudadano a hablar francamente al soberano o poderoso, y en la esfera privada se refiere al cuidado del sí.

Quien recurre a la parresía sostiene una relación con la verdad y por lo tanto resulta poseedor de ciertas cualidades morales: es crítico de sí mismo, de la opinión popular o de la cultura; sabe que revelar la verdad lo coloca en una posición de peligro, pero insiste en ello pues considera que es su obligación moral, social y política.

La democracia presupone la actitud honesta y valiente de la parresía, de ahí que decir la verdad es un acto político esencial para la vida democrática. Si en una democracia la mentira es total, se dice cualquier cosa y se afirma una opinión sólo porque es utilitaria o comprada, decir y amar la verdad se convierte en una acción revolucionaria.

Nora Merlin es psicoanalista.