La primera vez que fui a Mar del Plata tenía nueve años. Recuerdo el baúl del Fiat 1500 lleno, la sombrilla atada al paragolpes, el portaequipajes con las reposeras y la heladerita entre mi hermana Lucía y yo, como una enorme muralla de tergopol que nos separaba más que los cuatro años que nos llevábamos.

Durante el viaje la música la ponía papá. Siempre tenía abajo del asiento, una caja de plástico negra llena de casetes. Era lo primero que él subía al auto y lo primero que bajaba. Dentro de la caja convivían Louis Armstrong, Camilo Sesto, Roberto Carlos, Fausto Papetti.

A mí me gustaba Fausto Papetti. No la música, las fotos en las tapas de los casetes.

Aquella vez, aquella primera vez en Mar del Plata, fueron días con la arena pegándose a todo, con el sol caliente, con el mar frío, con la sal haciéndome arder en los raspones de las rodillas.

Recuerdo a mi hermana dormir toda la noche sin llamar a los gritos, recuerdo a papá desayunando con nosotros, recuerdo a mamá armando los sándwiches repletos de mayonesa.

Aquel viaje fue en enero, o febrero, al poco tiempo que había muerto la abuela. No podría asegurarlo, pero creo que nos fuimos uno o dos días después del velorio, y todo salió bien. Tan bien como salen las cosas que se improvisan.

Solo nos llovió un día, y ese día nos quedamos en el departamento.

Lucía miraba televisión, papá dormía y yo fui al baño. Encontré a mamá llorando. Era un llanto bajito y resignado que cuando me vio se convirtió en largos chorros de lágrimas que no paraban de caer.

La abracé.

Mamá era un colchón suave, esponjoso. Vi la foto de la abuela en su mano, sentí la tibieza de las lágrimas golpeándome en la cabeza.

No me importó quedarme un rato ahí.

Durante el viaje de vuelta, entre canciones de Camilo Sesto y Fausto Papetti, escuché a papá decir que el mar curaba las heridas.

No todas, dijo mamá.

Yo sabía que hablaban de la abuela. De su enfermedad. De “eso”, como decía papá.

Yo le creí a papá. ¿Por qué no? A mí los raspones en las rodillas me los había curado.

Tres años después volvimos a Mar del Plata. Ya teníamos el Peugeot. El 404. Mi hermana decía que cuando papá lo aceleraba, el motor rugía como un león. A mí me gustaba el Peugeot. Tenía los faros de atrás terminados en punta, igual que las orejas en la máscara de Batman, y el techo se abría dejando entrar el aire caliente de la ruta.

A papá no le gustaba abrirlo. Decía que no podía escuchar música.

Mamá le decía que lo hiciera por mí. Por tu hijo, decía. Y cuando de mala gana él lo abría, mi hermana protestaba porque el viento la despeinaba y no la dejaba leer, entonces mamá decía: un rato cada uno. Era cuando yo gritaba que era mi turno y mi hermana gritaba más fuerte que era el de ella y mamá pedía silencio sobre nuestros gritos y papá cerraba el techo de un golpe. Y entonces, sí. Todos nos quedábamos en silencio y papá ponía la música más fuerte, mamá prendía un cigarrillo, mi hermana se dormía apoyada contra la ventanilla y a mí la trompeta de Armstrong se me volvía insoportable.

Era febrero.

Mediado de febrero.

Lo sé porque la tía Noemí se murió en esos días de mediados de febrero, un día de muchísimo calor y después de tres meses de haber recibido el diagnóstico.

La última vez que vi a la tía fue en casa. Desde hacía un tiempo estaba separada del tío Roberto y había venido a visitar a mamá.

Yo venía del colegio, entré a la cocina y la vi.

Ella había corrido una silla y se había sentado contra la heladera.

Mamá de espaldas la escuchaba y lavaba la lechuga.

La voz de la tía era pálida. Tenía los ojos grandes y secos. La cabeza inclinada a un costado daba la sensación de que estuviera a punto de desprendérsele del cuerpo. Igual que una fruta pasada, un instante antes de caerse de la rama.

Cuando me vio, sonrió y los dientes parecieron querer salirse de la boca.

Mamá no levantaba la vista de la lechuga, la repasaba hoja por hoja. Una vez, y otra vez, y otra vez. El chorro de agua salpicaba gotas sobre la mesada.

El último viaje que hicimos los cuatro a Mar Del Plata yo tenía dieciséis años.

A papá le habían prestado un mono ambiente cuatro días a finales de marzo.

Mamá armó tres valijas. Decía que en las noches de marzo el frío en el mar era insoportable.

Recuerdo que salimos un rato después de cenar. Papá se sentía confiado con el auto nuevo: un Peugeot 504. Viajamos toda la noche como si estuviéramos escapando de algo y solo paramos a cargar nafta. Cuando llegamos el sol empezaba a salir, allá, lejos, donde el mar parece que nunca termina.

Durante todo el viaje Lucía se había sentado en el asiento del medio. Con una mano en el hombro de papá y la otra en el hombro de mamá. No sé qué miraba. Adelante solo estaba la oscuridad de la ruta.

Yo apoyé la cabeza contra la ventanilla. Tenía la revista Pelo entre las manos convertida en un tubo. Con Fausto Papetti, o Louis Armstrong, o Camilo Sesto de fondo, miraba a mamá. El pañuelo en la cabeza de mamá.

Esa vez, esa última que llegamos los cuatro a Mar del Plata, papá no bajó la caja de casetes, tampoco descargamos las valijas del auto. Estacionamos y fuimos a ver el mar.

Caminamos apurados y en silencio. Como si el mar fuera a desaparecer y tuviéramos la última posibilidad de verlo. Recuerdo la playa vacía. Los armazones de las carpas eran esqueletos frágiles de maderas blancas donde se hamacaban restos de sogas, de lonas rotas.

Yo llevaba un gorro de lana y guantes. El viento impregnaba todo de arena, de sal, de frío.

Caminamos por la escollera. El mar golpeaba furioso las piedras y en cada golpe parecía ir más lejos, con más fuerza.

Al final del camino había un hombre pescando.

Papá lo saludó.

El hombre no.

Nos quedamos un momento ahí, al lado del hombre, mirando el mar, la tanza casi invisible, la caña precaria resistiendo el viento.

Después de un rato papá tomó a mamá del hombro y a Lucía de la mano. A mí me hizo señas con la cabeza y volvimos al auto, descargamos sin hablar y cuando terminamos, subimos al departamento.