En “Políticas de la amistad”, el filósofo francés Jacques Derrida enuncia el pacto que debiera ser fundante de toda amistad que se precie de tal: “de dos amigos, uno de los dos morirá antes y el otro deberá recordarlo”. Y agrega: “Esa es la verdad desde el primer saludo, es algo que los amigos saben desde el momento en que se conocen. El duelo está adelantado, está siempre allí, antes de la muerte. No hay amistad sin la posibilidad de que uno de los dos amigos muera antes que el otro, tal vez incluso en su presencia o ante sus ojos. Pues incluso cuando los amigos mueren juntos o, mejor dicho, en el mismo momento, su amistad habrá estado desde el principio estructurada por la posibilidad de que uno de los dos vea morir al otro, y que el sobreviviente se quede solo para enterrarlo, para recordarlo y guardar luto por él… Al sobreviviente le toca la responsabilidad de llevar el mundo del amigo muerto, después del fin del mundo, de ese mundo singular y único que se ha muerto”.
En “Lemebel sin Lemebel. Postales amorosas de una ciudad sin ti” (Alquimia, Editorial), el escritor y activista chileno Juan Pablo Sutherland emprende, como quien debe cumplir con un compromiso insoslayable, la amorosa, ardua, nostálgica, costosa y necesaria (para el cuerpo y el corazón), y humana demasiado humana tarea de recordar a su amigo muerto.
El amigo muerto es Pedro Lemebel, el escritor, artista visual y pionero activista que devino símbolo de la resistencia LGTB del vecino país trasandino (junto a Francisco Casas Silva conformaron el paradigmático colectivo Yeguas del Apocalipsis que solía poner el cuerpo en los espacios públicos santiaguinos para intervenciones artísticas subversivas) en los estertores de la dictadura de Pinochet. Es la Pedro épica que, en 1986 se presentó en una reunión del Partido Comunista en la Estación Mapocho cuasi montada, maquillada y con tacones y que, harta del machirulaje de izquierda, declaró: “Yo no pongo la otra mejilla, yo pongo el culo, compañero”. La que supo declararse orgullosamente indígena, marica y pobre. Aquella que, con su literatura –especialmente “Loco afán. Crónicas del sidario” (1997)- elevó los padecimientos por el sida de las locas y las travestis a la categoría de obra de arte. La que denunció que, tras el sida, no sobrevino el apocalipsis para las locas, sino el triunfo gay de la estética neoliberal y la dictadura de la cultura del gym y la belleza norteamericana al estilo Calvin Klein. La misma loca que hoy hace exactamente diez años dejó el plano terrenal, para elevarse al cielo pleno de chongos y de estrellas, diamantes y lentejuelas que merece, que desea y que sueña nuestra comunidad.
Pedro vive… (en cada loca desmesurada)
Apelando a los géneros del ensayo y la crónica y utilizando recursos tales como anécdotas personales y hasta extractos de conversaciones telefónicas y de chats de Whatsapp, Sutherland logra que circulen estos y otros Pedros. Todos los Pedros, el Pedro, diríamos, con excepción del Pedro institucionalizado que ya forma parte del canon artístico o aquel que tantos otros quieren inmortalizar (e inmovilizar) en el mármol o la piedra. Por el contrario, en sus escritos, Sutherland opta por el Pedro eternamente marginal, el Pedro de las borracheras y de los infinitos yiros y carreteos concupiscentes, el Pedro que nunca se arrodillaba frente al poder político y/o económico y solo se inclinaba (el tiempo estrictamente necesario para la satisfacción sexual mutua) ante la belleza proletaria y mal alimentada de los chongos. El Pedro que sentía destellos de orgasmos ante cada manifestación de protesta interseccional (por clase social, por género, por etnia, entre otras). El Pedro criticón o que ponía sobrenombres a las otras locas y a todo el mundo; el Pedro que compartió con él “las líneas de la vida”: en definitiva, el amigo de carne y hueso de Juan Pablo o, sea, su prima. Es el mismo Pedro, cuya poesía aún es cantada en los barrios populares. Por ello, en la crónica titulada “Ojo de loca no se equivoca” Sutherland ironiza sobre la visita de la presidenta Michelle Bachelet a la clínica donde agoniza Lemebel. O en el extraordinario texto “El funeral de mi prima” –notable descripción de las pompas fúnebres- se burla de la Ministra de Educación que, con su panegírico elegíaco aburrido y formal quiere elevar a Lemebel a la categoría de artista nacional de panteón. "Lemebel sin Lemebel" conforma una serie de instantáneas de Polaroid, unas postales que constituyen las fotos borrosas de un tiempo mejor.
Entre la nostalgia y la broma risueña, Sutherland escribe: “Tú te has ido, Pedro, y este libro es un viaje sin ti, una ciudad que caminamos juntas con las amigas. A veces, te veo convertido en una chapita, en una polera pirateada o en un imán vestido en Lastarria como souvenir del barrio. Te reirías de eso, pero niña por dios, soy un imán ¡¡qué falta de respeto!!! Yo que me gané una Gugui (Beca Guggenheim) y ahora termino en el refrí de las locas y la familia chilena progre de Nuñork”.
Sutherland tiene la portentosa y extraordinaria virtud que parece privilegiada potestad de la verdadera literatura y que Walter Benjamin titularía compromiso político de los supervivientes: la de darle voz a los muertos. En efecto, en muchos pasajes, la sensación del que lee es que Juan Pablo –cual un Cristo de las palabras- produjo el milagro de devolver la vida y la voz al amigo muerto. En esos fragmentos pareciera que el autor dejó de lado su propio y particular estilo, para, simplemente dejar hablar a Pedro.
A partir de múltiples, estrategias y artificios, Sutherland cumple también con otra de las prerrogativas derridianas que constituyen una responsabilidad del superviviente: cargar sobre sí mismo con el amigo muerto. No, con el recuerdo del amigo, sino con el amigo tal como si éste continuara vivo. Y sobre todo, con ese mundo –de recuerdos, secretos, lenguajes silencios compartidos- que se muere con un amigo. Por ello insiste en que, después de Lemebel, nadie volvió a llamarlo “Chequita” o "Chequera voladora"...
San Lemebel de los mingitorios
A diez años de la muerte de Pedro Lemebel, Juan Pablo Sutherland compuso uno de los más bellos libros jamás escrito sobre el activista marica chileno y, sin dudas, el más conmovedor, melancólico y sincero, con páginas que se desgranan a corazón abierto y duelen como los amores perdidos. Han pasado diez años y, quienes no nos morimos jóvenes, acumulamos otros duelos, pérdidas y ausencias. Juan Pablo no es la excepción: solía compartir charlas interminables por teléfono fijo tanto con Lemebel como con Malú Urriola (1967-2023), la poeta, académica y guionista de televisión feminista fallecida en 2023. En “Lemebel sin Lemebel”, frecuentemente los dos duelos, (por el amigo y por la amiga) se confunden en uno (“pues, el tiempo del teléfono fijo había partido tan rápido como los amigos”). Y, en la crónica titulada “Los dos girasoles”, Pedro Lemebel y Malú Arriola se transfiguran en girasoles. No se trata de una metáfora, de una alucinación, de un nuevo devenir o de una licencia poética, sino que evocan un recuerdo personal trágico de Sutherland. Cuando Juan Pablo no podía aceptar el suicidio de su hermano mayor, sendas amigas se presentaron en su casa portando en las manos dos girasoles. Ahora que ellas tampoco están, evoca los tiempos que esos dos soles iluminaron su vida, sobre todo en momentos de oscuridad.
En el texto “El regreso de la prima”, como una nueva versión de la “Evita vive” de Néstor Perlongher, Lemebel vuelve de la muerte para asistir a sus propios funerales. Entonces, ese Lemebel redivivo se vanagloria de manera insoportable de los honores y de las multitudes de sus exequias, aprovecha la ocasión para echar a las oportunistas de turno y a quienes no quiere que estén en sus pompas fúnebres. Y, finalmente se queda con las amigas reales de toda la vida, las pobres guerrilleras del sexo y del bicho que la vindican como lo que fue: ni más ni menos que la compañera de parrandas y la guía luminosa de las perdidas y del under, la madre travesti de las locas y las trans, la santa gay y travesti de las que aúnan revolución social con revolución sexual.
Será por eso que, entre tantas despedidas definitivas que le hicieron a Lemebel, Sutherland elige la que le hizo Paul Preciado: “Tú me criaste y de ti salí como un hijo, de los cientos que tuviste, inventado por tu voz. Tú eres mi madre y te lloro como se llora a una madre travesti. Con una dosis de testosterona y un grito. Tú eres mi madre y te lloro como se llora a una madre comunista e indígena. Con una hoz y un martillo dibujado sobre la piel de la cara…” Pensando solamente en el estallido chileno del 2019 o en los reciented exabruptos homofóbicos de Milei en Davos, basta darse cuenta de la necesariedad de su presencia, de un mundo de Lemebel con Lemebel.