El cuento por su autor
Cuando se acerca el verano se enrarecen las cosas en mi familia. Mi gata se sube a la biblioteca y me mira ir y venir, todo el día, con los ojos bizcos. Mi hermano me escribe más seguido, me pregunta cómo se llamaba la canción de Raffaella Carrá que bailábamos de chiquitos. Mi cuñada se hace un viaje express a Buenos Aires, me ceba mate. Hasta mi ex, que estaba ofendido, cae con un regalo de navidad. No festejo, le digo, soy judía. Hace veinte años que me conocés. Sí, sí, me dice, pero un regalo no le hace mal a nadie. Y después, como quien no quiere la cosa: ¿te llamaron?
–¿De dónde?
–Del Verano 12.
–No sé, no es todos los años.
–Ah. Pero si te llaman...
–Qué... ¿el cuento de la mujer sin orgasmos?
–Por favor te pido.
Ya te dije que el marido no sos vos, le explico una vez más. Pero él me ruega, que no sea así, que me ponga en su lugar, que la gente puede pensar que es.
Como si todos intuyeran que ya rompió el hielo, se desatan. No vas a publicar ese donde mamá queda como una chusma, ¿no? El que hiciste con lo que te conté de la quinta de Lobos. El del día que me descompuse en el avión. O ese donde pusiste que Ariel no se baña.
Pero si no es Ariel, digo, ¡Ariel se baña! ¿O no te bañás? ¿Ves que se baña? Y lo que me contaste de la quinta lo tendrían que saber todos, no sé por qué te avergonzás. Además es un cuento que pasa en Noruega, no en Lobos. ¡Y la descompostura es una metáfora de la decadencia del capitalismo! Pero la presión crece con los días, la gata me sigue mirando y nadie quiere verse dibujado por Rep.
Así que para este año elegí el cuento más alejado de toda experiencia real posible. Me documenté leyendo historias de colegios pupilos católicos y me dijeron que tiene un clima parecido al de los irlandeses de Walsh. A mí, desde la técnica, me gustan dos cosas. El abuso está velado, o mejor dicho, mal escondido. Y quien lee entiende más que quien, como puede, nos cuenta la historia.
El glorioso martirio de Santa Úrsula
No tendríamos que haber hablado con las olivetanas. Ni siquiera sé cómo hacían para colarse en nuestro patio, si el colegio de ellas estaba a media cuadra. Dos colegios de monjas en el mismo predio. Eso ya no estaba bien. Si fueran de la misma orden, todavía, pero olivetanas con ursulinas grises, evidentemente no pegan.
Pienso que estaban celosas de la historia de Santa Úrsula. Era mucho mejor que la de ellas. Úrsula fue una princesa de la región de Britania que prometió su virginidad al Señor.
–Prometió su virginidad al Señor –leyó Dora– hasta que el príncipe pagano Etherius la pidió en matrimonio.
–¿Era linda?
–Sí –Dora bajó el libro y mostró. Una princesa blanca de pelo dorado.
Si se negaba al matrimonio, ponía en peligro a su patria. Entonces pidió tres años para prepararse, y se embarcó con once mil de sus compañeras hasta remontar el Rin.
–¿Once mil?
–Sí, once mil –siguió leyendo Dora– y el inmenso cortejo viajó a Roma para conocer la tumba de mártires y santos. Luego de ver el celo de las vírgenes, el Papa y varios obispos se unieron a su peregrinaje.
En esa parte hicimos silencio. Yo me quedé pensando en el celo de las vírgenes. El celo de las vírgenes hizo que el Papa y los obispos las siguieran.
–El Papa y los obispos las siguieron –leyó Dora– y el peregrinaje acabó cuando fueron atravesadas por las flechas de los hunos. Entonces Úrsula y el cortejo de vírgenes sufrieron un glorioso martirio.
Claro. Había muerto pura.
Después del Ángelus volví a pensar en Santa Úrsula. Los hunos la habían pretendido, pero ella tenía el celo de las vírgenes y sufrió el glorioso martirio. El atravesamiento de la flecha. El glorioso martirio.
Vino Sor Isabel y nos ordenó formar y volver al aula para la clase de matemáticas. Sor Isabel era la hermana más mala de todo el colegio. Si hablabas en clase te hacía arrodillar sobre las baldosas, y si en la segunda ronda de comedor no tenías el plato limpio te decía que pusieras los dedos en montón. En el centro de los dedos te pegaba con la regla. Tres veces. Una por cada vez que Pedro había negado a Cristo.
En esos momentos era cuando más me venía la imagen de esa noche. Con Amparo nos habíamos metido en la misma cama, para no congelarnos. Si nos quedábamos quietas, la centinela no se daba cuenta. Me estaba durmiendo cuando sentí que Amparo se movía.
–¿Qué tenés?
–Tengo que hacer pis.
–¿A esta hora?
–No me aguanto
–¿Tomaste agua antes de acostarte? ¿Por qué te dio ganas?
–No sé, me estoy muriendo.
Decidí acompañarla porque tenía miedo de que mojara la cama. Cuando la centinela llegó a la punta salimos. Gateamos tan rápido que no sentí el frío ni las lastimaduras que me vi después en las rodillas. El claustro estaba todo negro. No se veía el pasillo de la izquierda ni el baño.
De pronto apareció una luz amarillenta. Pensé que era el baño, pero cuando nos acercamos, era la ventana de un dormitorio.
Había un espejo. Yo creía que estaban prohibidos. Un candelabro, y una ursulina gris sentada, aunque no podía darme cuenta de cuál era. Amparo me lo dijo: Sor Isabel.
–Es Sor Isabel.
Se miraba en el espejo. Las velas le iluminaban la cara. Agarró la cofia, la desabrochó, se sacó el velo. Era pelada.
Yo creo que a Amparo se le metió el pis para adentro porque ninguna dijo nada más.
Últimamente me venía seguido la imagen de esa noche. Cuando Sor Isabel caminaba entre los pupitres moviendo despacito la regla. Cuando le veía los tajos de la cara. No eran tajos de verdad. Era la forma de la cara, hundida a los dos lados de las mejillas. Los ojos finitos y grises igual que el hábito. O ese día de Corpus Christi, cuando llegaron las botellas de licor de la clausura. Las de secundaria estaban saltando a la soga. Sor Isabel se agarró el hábito con dos broches, entró en la ronda y saltó. Mejor que todas.
***
A la tarde venían las olivetanas a molestar. Ya nos dábamos cuenta a la distancia por el uniforme negro. Primero se hacían las lindas contándonos cosas de su catequesis, pero cuando Dora sacaba el libro de Santa Úrsula ya les veíamos las caras. Yo creo que tenían bronca porque el fundador de la orden de ellas se llamaba Bernardo Tolomei.
–¡Un varón! –les gritábamos.
Normalmente se enojaban, pero ese día una se quedó paralizada mirando el libro.
Ella había visto esa flecha en su colegio.
–¿Qué flecha?
Nunca le habíamos prestado atención a las flechas. Siempre mirábamos a las vírgenes desparramadas por el piso, los varones que tenían agarrada a Santa Úrsula, como siete u ocho varones, y el que la atravesaba, los músculos del brazo, porque estaba haciendo fuerza.
–¿Ves esa colita al final? –dijo la olivetana.
–¿Esto de acá?
–Sí, esta parte como un pescadito. Así es la flecha que está en la sacristía.
Miraba el libro y miraba el edificio de su colegio. Decía algo sobre un desafío. Se le hacían globitos de saliva en la boca cuando hablaba.
–¿Y cómo sabés?
Se miraron entre ellas.
–A veces entramos.
¿Podía ser que al construir los dos colegios sobre el mismo terreno se hubieran mezclado las cosas? ¿Que la flecha del martirio de Santa Úrsula hubiera quedado del otro lado?
–Del glorioso martirio –dijo Amparo.
–Sí... ¿Cómo entran?
Las olivetanas se juntaron más, eran como un racimo de hormigas negras. Parecía que se estuvieran confesando con nosotras. De todo lo que decían al mismo tiempo, entendimos que pasaban mucha hambre, que les daban una comida de avena asquerosa, que casi siempre la vomitaban. Al parecer en la sacristía se guardaban quesos de la escuela agrotécnica benedictina.
–De la escuela agrotécnica benedictina... y algunas noches, si nos organizamos... y si pasamos el desafío final –se miraron otra vez–, nos podemos llevar una horma.
–Robar una horma.
–Sí... robar.
Agacharon todas la cabeza.
Nosotras no íbamos a robar. Íbamos a recuperar lo que les correspondía a las ursulinas por ley. La flecha del glorioso martirio.
Esa noche con Amparo no pudimos dormir. El celo de las vírgenes. La flecha que había atravesado el cuerpo de Santa Úrsula. Un huno la había sometido.
Sentí un frío tremendo y me apreté contra su camisón de lanilla. Cuando la centinela llegó a la otra punta refregamos un camisón contra el otro para que se formara calor abajo de la sábana. Nos mantuvimos apretadas para que no se evaporara.
–Me gustaría tener la flecha –dijo Amparo.
***
La olivetanas dijeron que no era fácil. Yo miraba esos globitos que se le hacían a la olivetana rubia en la esquina del labio mientras hablaba. Pasar por el hueco de la enredadera, caminar agachadas entre los árboles hasta la huerta de salvia, doblar a la derecha y levantar una piedra verde grande, entrar por ese hueco al atrio, meterse rápido atrás de la columna izquierda, pasar los confesionarios y el antecoro, doblar a la derecha, agarrar por el corredor del noviciado, las celdas del noviciado, el oratorio, el patio de la portería y entrar en la puerta color marrón.
–¿Y ahí?
–Ahí –volvieron a mirarse como antes– ahí es la sacristía.
–Qué les pasa.
–Nada... es que cuando entrás... bueno, ustedes vayan y vean.
–¿Es lo que dijiste del desafío final? ¿Hay un desafío?
–¿Es un perro? –me adelanté.
Las olivetanas rodearon a la rubia para protegerla.
–Dejalas –dijo Amparo–, son unas miedosas.
***
Y eran unas miedosas nomás. Porque todo el camino nos resultó de lo más fácil. No había ni una sola persona al entrar, ni una al salir. Y lo que ellas llamaban “el desafío final” era un cartel. Un cartel colgado en la puerta de la despensa que estaba atrás de la sacristía. Decía DIOS TE VE. Eso era lo que tanto las asustaba. Sería porque ellas robaban.
Nosotras no habíamos robado. Habíamos rescatado la flecha de Santa Úrsula de esa confusión horrible, que estuviera en territorio olivetano, en una orden fundada por un varón.
Ya la teníamos con nosotros. Tenía la punta de plomo y la parte de atrás, como una colita, también. Era pesada. Pero no tan grande. Más o menos del tamaño de la regla de Sor Isabel.
Será por eso que se nos ocurrió la idea.
Habían pasado varios días y a la hora de dormir nos llevábamos la flecha a la cama, pero no sentíamos nada del glorioso martirio. La flecha estaba ahí, muerta, pesada sobre el colchón.
–¿Vos sabés? –me preguntó Amparo durante el recreo de las diez.
–Qué.
–Aplicar el martirio.
–No... –le dije mientras trataba de imaginarme cómo sería, cómo sería en verdad aplicar el martirio, cómo sería sentirlo, que me lo aplicaran a mí, y entonces vi a Sor Isabel que atravesaba el patio con los tajos de la cara marcados, rápido, enojada porque ya serían casi las once, y tocaba la campana con fuerza, muchísima fuerza, primer toque para quedarse en el lugar, segundo para formar, quédese quieta, usted, quédese en el lugar, de qué se ríe, y agarró a una y le hizo poner los dedos en montón y le dio con la regla tres veces, y yo supe que si alguien podía aplicarnos el martirio de Santa Úrsula era ella.
***
Hicimos como habíamos hecho la vez que fuimos al baño de noche. La centinela en la punta, gateamos, el claustro oscuro, la luz amarillenta del dormitorio. Era el único iluminado a esa hora. Amparo golpeó muy despacio y vimos por la ventana que Sor Isabel se levantaba. La cabeza pelada moviéndose en el cuarto. Pegamos los cuerpos del miedo. Corría frío por el pasillo y estábamos ahí en camisón, con la flecha en la mano. Habíamos pensado mucho en qué le íbamos a decir, pero lo sorpresivo, lo milagroso, fue que no tuvimos que decirle nada, porque ella nos vio, y nos abrió.
Muy rápido debe haber entendido que esa era la flecha de Santa Úrsula y que nosotras queríamos experimentar el martirio, porque nos hizo pasar y cerró con llave. Sopló dos velas del candelabro. Con la única que quedó encendida veíamos su cara, y su sombra enorme sobre la pared.
Primero nos sacó la flecha de las manos, y después hizo un movimiento que sólo podía ser milagroso, porque venía de Dios, porque era fuerte sin ser fuerte. Nos puso la mano en la cabeza y nos giró hasta que quedamos arrodilladas frente a su cama, la cara contra la manta. No sé cómo hizo para girarnos así.
Fue pasando la flecha por la espalda de cada una. La punta fría sobre la nuca, sobre la espalda. Después la dejó y nos sujetó para que no nos moviéramos. Y Amparo y yo nos agarramos de la mano porque sabíamos que iba a venir el martirio, porque eso que nos estaba aplicando era el martirio. Lo sentí yo primero, pero enseguida se lo aplicó a Amparo también, al mismo tiempo a las dos, la manta me raspaba la mejilla, pero estábamos sabiendo lo que era el martirio de Santa Úrsula, hasta que Sor Isabel se paró y nos hizo parar y acomodar de nuevo y nos dio la flecha y nos ordenó que mañana a la misma hora se la lleváramos otra vez.
Durante varias semanas fuimos todas las noches a experimentar el martirio. A veces Sor Isabel hacía ruidos de posesa, o se le caía la cofia, y si girábamos un poco le veíamos la boca que parecía que hablaba, y su cabeza pelada que brillaba a la luz de la vela.
Yo no sé si fue por esa vela que alguien vio. No sé cómo se las ingeniaron las olivetanas si no les habíamos dado detalles del edificio. No sé si fue porque supieron que nos habíamos llevado la flecha o por qué lo hicieron. Por eso digo, ni les tendríamos que haber hablado. Aunque tampoco sé si fueron ellas, pero quién más podría haber sido. La puerta de Sor Isabel toda rota, rayada con palabras horribles, el cartel de DIOS TE VE colgando del picaporte, la charla en la dirección, nuestras mamás llorando y todo lo que pasó después.