El Cuento por su autor

Este cuento forma parte de un libro que se llama Cáscara negra. Allí reúno textos en los que los personajes, insertos en situaciones cotidianas, llegan a un punto de inflexión y traspasan límites que nos obligan a hacernos preguntas sobre cuestiones trascendentales. Mi búsqueda tiene que ver con encontrar en las estructuras que nos sostienen alguna fisura por la que se pasa un umbral. Los cuentos parten de preguntas como: ¿cómo llegaría alguien a hacer tal cosa?, ¿qué lo llevó hasta ese lugar? Y, en general, los disparadores de esas preguntas son las lecturas que me conmueven porque me invitan a pensar sobre la condición humana.

Para la época en la que escribí “Ternura infinita”, solía observar a mi marido cuando estaba con los ojos cerrados o cuando no me veía. Lo miraba fijamente a la cara mientras dormía o cuando pintaba frente al bastidor, o se estaba poniendo las medias. Él no se daba cuenta de que lo estaba mirando. O a lo mejor me ignoraba porque ya me conoce. Sabía que me examinaba al mirarlo. ¿Estoy sintiendo amor?, me preguntaba. ¿En dónde se siente el amor? ¿Qué es lo que sentimos cuando decimos estar enamorados? En definitiva, me preguntaba cuál es la esencia del amor. Fue entonces cuando me topé con “El gordo”, un cuento de Raymond Carver que me fascina, y “La naturaleza del amor”, un cuento de Luciano Lamberti que se transformó en uno de mis preferidos. Esos relatos -sobre todo el de Luciano, aunque él me diga que su texto va por otro lado-, me hicieron pensar que el amor –al menos para la concepción de un personaje como el que creé en “Ternura infinita”– puede venir de lugares impensados; incluso, de los más oscuros.

Ternura infinita

Empezó a transpirar ni bien me sacó el corpiño, pero continuó acariciándome los pechos mientras su boca descendía por mi cuello, húmedo por la saliva y por el sudor de su frente. Respiraba agitado y no me parecía que fuera por excitación sexual. Me aparté.

–¿Estás bien? –le pregunté.

La luz era tenue, pero me dejaba ver cómo se engrosaban las gotas de sudor que le rodaban desde la frente a la nariz y por los pómulos.

–Esperá –me dijo débilmente.

Fue hasta el baño y volvió con el pelo empapado. Me gustaba ver la silueta de su panza prominente, tenía la forma y el color de un bollo de pizza después de haber levado por horas. Nunca había estado con un hombre de ese tamaño.

–Qué te pasa –le pregunté recostando la cabeza sobre su panza; escuchaba los jugos gástricos moverse ahí adentro como si quisieran salir de esa especie de colchoncito de agua en el que se me hundía la cara.

–Ay, me pesás –dijo.

Me levanté inmediatamente, él estaba pálido y ojeroso. Más tarde confesaría que por los nervios le había bajado la presión. Pero en ese momento solo dijo que no se sentía muy bien y me volvió a besar.

–Si querés podemos dejarlo acá –le sugerí porque supuse que era lo que tenía que hacer, pero a mí me excitaba verlo esforzarse en seguir, arruinado como estaba.

Sin embargo, volvió a apretarme los pechos, mientras yo le acariciaba los mechones de la nuca. Después deslicé las manos hasta el huesito dulce; la raya de la cola era corta y sus nalgas estaban cubiertas de pelos, igual que el resto del cuerpo. Primero me besó con suavidad, como tanteándome: labio con labio; su boca cerca de mi nariz, el aliento húmedo, con olor a fruta fermentada; besé su entrecejo e hice presión cuerpo con cuerpo para sentirle la panza. Después me besó atolondrada y torpemente, como impostando ferocidad. Le acaricié la cara y la separé de la mía. Domé con mis manos al papel de león que él quería interpretar y se dejó hacer.

Le apoyé los pezones en los pectorales, los movía y me frotaba para sentir sus tetillas duras y oscuras, rodeadas de una pelusa negra que lo asemejaba a un simio. Todavía parados al costado de la cama, él buscaba mis orificios con los dedos y yo los esquivaba para verlo esforzarse en la tarea, para verlo fallar.

Le pasé las manos con esmero por los rollos de la cintura: estaban frescos y lucían pálidos, llenos de estrías blancas, parecía un mondongo. Mientras él me lamía la oreja, me pellizcaba los pezones, yo estaba pegajosa y mis manos, incontrolables, buscaron su sexo.

Me costó encontrarlo, estaba aplastado debajo de la panza hinchada. Era corto pero muy ancho, tanto que pensé que la penetración me iba a doler como a una virgen.

Me acosté sobre el colchón con las piernas abiertas y los brazos extendidos, invitándolo a subirse encima, y así lo hizo. Su cuerpo rebalsaba sobre el mío, me gustaba sentir que no tenía forma de abarcarlo, que me perdía entre sus carnes, que me pesaba hasta sacarme el aire. Lo abracé con todo el cuerpo y escondí mi rostro en su cuello, que tenía olor a piel sudada, algo ácida. Se lo lamí y las papilas de la lengua se me abrieron por la sal. Él movía la pelvis, el sexo sobre mi abdomen. Yo también me movía mientras me agrandaba como una flor carnívora.

–¿Querés venir arriba? –me preguntó con el poco aliento que tenía; respiraba agitado junto a mi oreja, con la boca hacía un ruido que me recordaba al de los cerdos.

No esperó a que le respondiera porque salió de encima. Se lo veía abatido, los labios mojados de saliva. Me miró y se sonrió mientras seguía jadeando. Me subí a su pelvis y me moví despacio. El cuerpo enorme debajo del mío me hizo sentir liviana y delicada como la pluma que me hubiera gustado ser.

Me ubiqué mejor e hice presión. Él entró fácil y yo comencé a moverme a más velocidad mientras lo observaba: cerró los ojos, gesticulaba con la boca apretada, las comisuras se le encogían y estiraban, como aguantando las ganas de decir algo.

–Mirame –le dije mientras le apretaba el mentón.

Él obedeció. Los ojos como muertos posados en mi rostro, la punta de la lengua en una de las comisuras, como rebalsado de una excitación silenciosa. Me moví más rápido.

–Gemí –le ordené.

Obedeció una vez más y yo lo acompañé en cada uno de mis orgasmos, hasta que él no pudo más.

Después hablamos mucho, pero no surgieron temas personales. Él no sabía prácticamente nada de mi vida y yo tampoco tenía demasiada información de la suya; compartimos reflexiones sobre películas, libros, noticias. Eso me gustaba porque me daba una idea de quién podía ser él sin que hubiera posibilidad de que algún dato suyo lo desmintiese.

–Soy el hombre más gordo con el que te acostaste, ¿no? –dijo mientras nos cambiábamos para irnos.

A lo mejor había notado que me llamaba la atención la forma en la que se ponía las zapatillas: sentado en la cama, la panza colgando entre las piernas bien separadas, hacía un esfuerzo tremendo para llegar al pie con las manos.

–Sí –le respondí con la verdad.

Él se pasó la mano por la cabeza una y otra vez, la mano iba y venía, nerviosa, de adelante hacia atrás y de atrás hacia adelante.

–Sos el hombre con el que mejor la pasé en la vida también, y no es poco decir porque estuve con muchos –me sinceré para consolarlo.

Él levantó las cejas, me pareció que no se había quedado conforme, pero no dijo nada.

Continuamos con nuestros encuentros semanales; esperaba a cada martes por la mañana para verlo. Era el único hombre con el que no podía controlar el deseo de hacerlo sin preservativo. Tuve que empezar a tomar pastillas. Se me aparecía su expresión compungida en cualquier momento y lugar, los ojos almendrados y tristes detrás de los anteojos de marco grueso.

Quería verlo comiendo con el torso desnudo, me lo imaginaba con los rollos debajo de las axilas, los pectorales como mamas sobre la panza, los brazos gruesos y blancos, la cabeza agachada hacia un plato de fideos con tuco, respirando por la boca con los dientes enchastrados de rojo como un animal que acaba de morder a su presa, acercando la cabeza al manojo de pasta enroscado en el tenedor, tan grande que casi no le entraba en la boca, que abría cada vez con más furia.

No nos habíamos encontrado nunca fuera de ese lugar, así que no había tenido la oportunidad de verlo comer, ni siquiera un caramelo: su boca usualmente estaba inmiscuida en los recovecos de mi cuerpo. Para el encuentro del martes siguiente llevé en la cartera un salamín.

Después del sexo, me levanté de la cama y me dirigí al silloncito que estaba al fondo del cuarto. Me gustó caminar desnuda con la misma naturalidad con que hubiera caminado vestida. El cuerpo de él estaba abandonado, me imaginaba que no podría tener una mirada maliciosa respecto del mío.

Le mostré el salamín sin decir nada, solo sonreía. Cuando me acerqué a la cama, él continuaba mirándome con desconcierto, pero se arriesgó a agarrarlo y darme vuelta: estaba a punto de usarlo para penetrarme por atrás.

–No –le dije–. Comételo.

Se lo saqué y se lo puse cerca de la nariz. Él me tiró un tarascón como perro hambriento. Nos reímos los dos.

–¿Tenés un cuchillo? –preguntó.

Me insulté para adentro. Él debió notar que estaba reprochándome el olvido, porque me besó la frente con bondad.

–No importa –me dijo y me sacó el salamín de la mano; se lo llevó a la boca y tironeó con los dientes de la punta para sacarle la piel.

Lo comió a mordiscones. Yo lo miraba masticar con la boca abierta, desaforado, mientras me tocaba: primero el clítoris, en redondo; después introduje los dedos.

El orgasmo llegó cuando él tragó el último pedazo y vi su boca entreabierta, la lengua algo salida, los labios y las comisuras brillantes por la grasa. Se acostó de cara al techo; estaba desnudo, se lo veía hinchado, su sexo era una miniatura debajo de la panza. Hizo la digestión sin hablarme, solo inhalaba y exhalaba fuerte, como después de una actividad física intensa. Me gustaba verlo así: a punto de reventar. Le besé el ombligo tirante y él hizo presión con la mano sobre mi cabeza, como ordenando que también lo besara ahí abajo.

–Mejor vamos. –No me había gustado su actitud.

Se vistió con dificultad, le costaba moverse. Yo también estaba como si hubiera tenido un festín: ver comer me daba saciedad.

A los encuentros que siguieron, llevé un pote de dulce de leche, un paquete de nachos con salsa cheddar, una porción de fideos chinos salteados con lomo y verduras, comprados de camino… Llevé todo lo que se me ocurrió que le gustaría comer. Él aceptaba lo que le ofrecía con entusiasmo, y cada comida marcaba una impronta diferente en la forma de relacionarnos sexualmente.

Con el correr de las semanas lo notaba todavía más rechoncho y eso me gustaba, me daba ternura; pero también estaba menos ágil. No me importaba, yo podía hacer el trabajo por los dos.

–La nutricionista me dijo que tengo obesidad grado uno. ¿Entendés, Chiara? Soy obeso –se lamentó cuando un martes le mostré media horma de gruyere; su expresión dejaba traslucir un pesar hondo. Hasta la voz se le había puesto más gruesa.

Ese martes no tuvimos sexo.

–No quisiera que se vuelva una rutina –me dijo.

Me asombré en silencio, temí que su estado de ánimo acabara con el deseo de verme.

Me contó que, de niño, su abuela le alcanzaba al baño el sánguche de jamón y queso, porque él llegaba de la escuela tan hambriento como apurado por ir a cagar. No se aguantaba ninguna de las dos cosas, así que las hacía al mismo tiempo.

–Siempre fui un gordito –repetía.

Yo no entendía con qué fin me contaba algo como eso, me pareció que buscaba que lo compadeciera. Sin embargo, a mí me gustaba imaginármelo sentado sobre el inodoro, haciendo sonidos de chanchito para no respirar por la nariz.

No supe qué decirle y no dije nada, solo le sonreí, agradecida, porque sentía un alivio que nunca había experimentado: ya no era yo la preocupada por mi físico. Le besé cada uno de sus dedos con ternura y dedicación, empecé a lamerlos. Su mirada descolocada no me inhibía. Incluso me acerqué la mano para que me tocara el sexo. Él no se opuso, pero tampoco me siguió. Empezó a contarme en qué consistía la dieta cetogénica que empezaría al día siguiente. Yo me desconcentré y entendí que no era momento más que de acompañar. Él estaba muy triste y eso a mí me ponía en un lugar extraño, como de supremacía.

No hubiera podido sostener dos horas escuchándolo hablar si no fuera porque, mientras me hablaba, comía el queso que yo le había llevado, lo mordía como un ratón, desde el corazón hasta la cáscara; cada vez que terminaba de tragar, lo miraba buscando por dónde seguir mordiendo.

–Igual el queso es keto –se justificó como si yo le hubiera pedido alguna explicación.

Tenía aliento rancio, a lácteo en mal estado, y eso me volvió a excitar. Interrumpí sus palabras con un beso y, aunque esta vez él puso voluntad, no logré que tuviera una erección.

A la semana siguiente, no sabía qué llevarle de comer. Tenía que ser un alimento keto. Busqué una lista en una página de dietas y me decidí por los huevos duros. Fácil de transportar y dentro de lo permitido en su nueva dieta. Preparé doce ya sin cáscara en un tupper.

Me aguardaba en el cuarto, sentado en la cama, desnudo y con el pene erecto. Estaba más flaco. Yo no esperaba que la dieta diese resultados tan rápidos. Tuve ganas de irme. Se le había borrado su característico semblante nostálgico, tenía una expresión entusiasta y segura que me distanciaba. Se acercó con los brazos abiertos, la cabeza ladeada y una sonrisa que me llamaba y parecía decirme, con pedantería, “mirá cómo estoy”.

–Traje huevos duros –le dije.

Él me enredó entre sus brazos y apoyó su sexo en mi abdomen como para que sintiera su tibia dureza. Yo no me resistí. Me llevó hasta la cama. Cuando estuvimos allí sentados, dejé el tupper con los huevos sobre una almohada. Después, desnuda y algo desganada, me subí a su pelvis para frotarme. Me meneaba mecánicamente y con parsimonia, como a trote lento arriba de un caballo. Esta vez, él era el que me había agarrado el mentón como para inmovilizarme. Sacudí la cabeza con suavidad para sacármelo de encima y estiré los brazos hacia el tupper. Lo abrí. El olor a huevo duro invadió el cuarto y eso, de alguna manera, me animó. Los huevos estaban apelmazados, todavía algo tibios.

–¿Tenés hambre? –le pregunté sin dejar de moverme.

Asintió con la cabeza y abrió grande la boca. Le introduje un huevo entero y me dejé penetrar. Él masticaba con dificultad, pedacitos de yema se le acumulaban en las comisuras, se le quedaban pegados en la barba. Tuve que moverme más rápido.

Cuando terminó de tragar, le puse otro huevo en la boca. ¿Cuántos podría comer? Estaba sintiéndome a punto de llegar al orgasmo. Pasaban los minutos, pero faltaba algo: su cara, ahora más ovalada que redonda, sin esa papada rolliza, era un anticlímax.

Antes de que él terminara de tragar, le puse otro huevo. Empezó a sudar como en nuestro primer encuentro. Los ojos le sobresalían y sus movimientos eran ahora espasmódicos.

–¿Querés más? –ofrecí entre gemidos, mientras le aplastaba un huevo tras otro.

Él negaba con la cabeza.

–Comé –insistí.

Él tosía e intentaba decirme algo que a mí no me interesaba entender.

–Vamos, comé.

Él siguió tosiendo, se estaba ahogando. La cara se le había puesto roja, era fuego y se movía como si recibiera descargas eléctricas. Yo atravesaba un orgasmo interminable.

Su sufrimiento duró lo que mi éxtasis. Después, salí de arriba suyo y le levanté la cabeza. Él me agarró fuerte la muñeca. Había sufrido derrames en los ojos, tenía el globo ocular inyectado de sangre. Se movía como un pez al que acababan de sacar del agua. Tuve que hacer mucha fuerza para sentarlo en la cama. Le di unas palmadas en la espalda con la mano ahuecada para hacerlo expulsar lo que lo atragantaba. Tenía los labios de un azul violáceo precioso. Aclaró su garganta como hacen los viejos, con un sonido rasposo y grave, a un volumen que me hizo reír por lo exagerado. Puse una mano sobre su cabeza, acerqué mi rostro y lo observé detenidamente. ¿Cuál es la naturaleza del amor? Buscaba en sus ojos la respuesta. De repente él echó su cabeza al costado de la cama. Escupió y vomitó largamente lo que había ingerido. Le quedaron los ojos llorosos, incluso le rodaron algunas lágrimas. ¿Cuál es la naturaleza del amor? Lo vi con la cabeza baja, un hilo de baba espesa le colgaba del labio inferior, y sentí una ternura infinita.