El cuento por su autor

El síndrome de Núremberg fue escrito durante el año 2024, a pedido del escritor y editor Víctor Malumián, para ser incluido en el libro de la FED, un volumen que se obsequiaba a todos los concurrentes a la feria y que agrupaba textos de distintos géneros cuyo tema era la violencia. Como sucede a veces en estos casos, la escritura de este cuento en particular disparó otras ideas y el El síndrome de Núremberg terminó por convertirse en el título de un libro de cuentos, aún en proceso de escritura. Los relatos de este volumen, por el momento ilusorio, se inspiran en los cuentos de hadas clásicos recopilados por los hermanos Grimm, aquellos buenos cuentos de nuestra infancia, los que nos contaban nuestras madres o nuestras abuelas antes de dormir: historias bastante terroríficas y crueles, incluso para lectores adultos.

El síndrome de Núremberg


Y los hijos se levantarán contra sus padres, y los matarán.

Mateo, 10:21

Let the children lose it

Let the children use it

Let all the children boogie

Starman

David Bowie

No hubo advertencias, nada que nos preparara para lo que iba a suceder. Comenzó en Núremberg, Alemania, pero el síndrome se extendió tan rápido que podría haber sido bautizado con cualquier otro nombre de cualquier otra ciudad del mundo, y si se le dio esa desafortunada denominación fue solo a causa de la urgencia y porque las primeras noticias llegaron desde allí.

Los hechos: el primero de diciembre del 2033, dos hermanos, de cinco y siete años, asesinaron a sus padres. Era domingo, temprano por la mañana. El matrimonio todavía dormía, cuando los pequeños entraron al cuarto y mataron a sus progenitores a martillazos. Luego del crimen, los dos niños salieron a la calle y atacaron al primer adulto que se cruzó en su camino, una anciana que terminó gravemente herida antes de que unos transeúntes lograran, a duras penas, detener a los atacantes.

En pocas horas, la noticia recorrió el mundo. Los niños asesinos se hallaban bajo custodia policial y estaban siendo examinados por expertos.

Ese mismo día, en la misma ciudad, se registró otro caso. Una niña de nueve años apuñaló a su madre. Apenas unas horas después, se conoció un hecho similar protagonizado por un chico de diez años que había degollado a su padre y a su madre. Entonces, como si de pronto se hubiese abierto una atroz caja de Pandora, un torrente de sangre inundó el planeta.

Amsterdam: tres hermanos despiezan a sus padres a golpes de hacha.

Atlanta: dos niñas acuchillan a sus progenitores.

Manizales: el hijo de un policía se apropia del arma de su padre y lo mata.

Nantes: un niño encierra a su madre en el cuarto y prende fuego a la casa.

Birmingham: dos hermanos ultiman a sus padres con palos de cricket.

Se registraban casos en distintas ciudades de Italia, Francia, Reino Unido, Estados Unidos, Bolivia, Argentina, Brasil, Colombia, Finlandia, India, Irak, Israel, Japón, China. Todos protagonizados por niños. Apuñalamientos, degüellos, disparos con armas de fuego, envenenamientos, ahorcamientos, cráneos destrozados por golpes efectuados con martillos, bates de béisbol, raquetas, palos, fierros, piedras y otros objetos contundentes, asesinatos por ahogamiento, fuego, escapes de gas, agua hirviendo. Parecía imposible. Y, sin embargo, el horror inundaba el planeta, golpeando en todas partes, en todos los países, en todos los continentes. Afganistán, Canadá, Rusia, Polonia, Paraguay, Nepal, Guatemala, México, Congo, Sudáfrica, Marruecos, Egipto, Australia…

Niños. Niños psicópatas asesinando a sus progenitores. Y a otros adultos. Niños de no más de quince años con una energía fuera de lo común y una determinación homicida excepcional.

Las noticias de los crímenes eran posteadas y re posteadas en las redes por millones de personas horrorizadas.

Ante una situación tan incomprensiblemente atroz, ciertos gobiernos, a través de sus servicios de inteligencia, expusieron la hipótesis de un montaje, una noticia falsa armada por hackers de alguna organización terrorista, con el objetivo de sembrar pánico y confusión, antes de lanzar un ataque masivo sobre ciertos blancos todavía desconocidos: guerra psicológica, fuerte y dura.

Aquella esperanza, si puede llamarse así, duró muy poco.

Los casos, y sobre todo las fotos -bestiales, aterradoras- seguían cayendo sobre las redes como un nuevo diluvio, una peste de proporciones inimaginables. Cuerpos tajeados, desmembrados, decapitados, destripados, desangrados, machucados, agujereados, asfixiados, calcinados, caras muertas, violáceas por los golpes, donde faltaban ojos y dientes y labios, rostros donde una última expresión de incredulidad, un postrero rictus de profunda incomprensión se veía aún, tan netamente marcado como las heridas que los desfiguraban. Sabíamos que, tarde o temprano, las malas noticias iban a ser aún peores. Los muertos empezaban a cercarnos. Y en esa tragedia colectiva, en esa turbamulta de vísceras, en aquellos titulares catástrofe y en esas inconcebibles fotos de cadáveres que llenaban las pantallas de nuestras computadoras y celulares, iban a empezar a llegar caras conocidas, amigos, familiares, vecinos.

Y llegaron.

Estremecedoras, aumentaban minuto a minuto, invadían nuestras pantallas a una velocidad demencial, al igual que los videos de ataques sorpresivos que se producían en la calle, en cualquier lugar y a toda hora, en los transportes públicos, bares, plazas, restaurantes, en las puertas de las escuelas, en playas y parques de diversiones, agresiones registradas por testigos ocasionales cuyas manos temblorosas apenas lograban sostener el celular con el que filmaban, imágenes que muchas veces terminaban veladas por un súbito chicotazo de sangre que caía sobre el ojo de la cámara. Con el objetivo de intentar contener el creciente pánico de la población, se programó un black out y, para justificar la caída de los servidores de internet, se inventaron diferentes explicaciones, ninguna muy convincente, todas incomprobables.

A partir de entonces, se instaló una férrea censura.

Al cabo de una semana de desquicio, algunos científicos salieron a hablar de un nuevo virus, bautizándolo con esa estúpida e inapropiada denominación, síndrome de Núremberg, ya que al inenarrable horror que nos tocaba vivir se agregaba aquel otro, más lejano en el tiempo pero omnipresente, relacionado con las huestes nazis y su credo de odio y destrucción. De todos modos, teníamos cosas mucho más importantes en las que pensar. El nombre cayó en desuso casi enseguida y la afección pasó a llamarse simplemente el síndrome. Expertos en otras disciplinas no dejaron de opinar al respecto. Los psiquiatras defendían la teoría de un trastorno del comportamiento de origen desconocido, mientras que algunos sociólogos y filósofos tomaron el tema desde una perspectiva teórica, para proponer la idea de una reacción defensiva frente a la deriva de un sistema sociopolítico y económico autodestructivo y completamente fuera de control, liderado y tácitamente avalado por adultos responsables. Para agregar más confusión al descalabro general, la iglesia católica no dudó en desempolvar el Apocalipsis, mientras que los referentes de otras religiones y sectas se alineaban todos con la misma idea y, esgrimiendo cada cual sus propios profetas y mensajeros celestes, invocando cada uno su propia escatología, repitieron en sus prédicas y sermones la misma sentencia: estábamos ante el fin de los tiempos.

No había síntomas que presagiaran la eclosión del síndrome. Irrumpía en los niños de manera sorpresiva, en cualquier circunstancia, sin anunciarse, liberando en ellos una explosión incontrolable de odio y furia dirigida en primer lugar a sus propios padres y luego a cualquier adulto. Fuera de esa manifestación inexplicable, que aparentemente no les generaba ni horror ni culpa, no había otro cambio visible en sus conductas. No se agredían entre ellos, seguían comunicando e interactuando con otros niños, liberados de cualquier mandato social y sin echar de menos la presencia de sus padres, asesinados por sus propias manos.

Las medidas preventivas que los adultos podíamos tomar -redoblar la vigilancia, cerrar con llave las puertas de las habitaciones al irnos a acostar, dormir por turnos en el caso de las parejas y matrimonios, vaciar nuestras casas de armas, cuchillos, herramientas o cualquier objeto que pudiera servir para herir o matar- eran, desde luego, limitadas. Nuestros hijos se acostaban a dormir arrullados por nuestras canciones de cuna y despertaban convertidos en asesinos. Eso es todo lo que sabíamos. Cada noche, al darles un beso, pensábamos que ese beso, esa caricia, era tal vez la última. Y en nuestros sueños intranquilos -si es que alguien en el mundo lograba conciliar el sueño- no podíamos dejar de imaginar la escena atroz: la de abrir los ojos y comprobar con horror que nuestro propio hijo nos estaba enterrando un cuchillo en la garganta.

Se tejieron cientos de hipótesis, algunas descabelladas, aunque no menos alucinantes que la realidad. Radiaciones desconocidas y alteraciones celulares estaban entre las teorías más aceptadas, equiparadas con la creencia de una posesión diabólica masiva y también con la idea de un ataque extraterrestre, pasando por algunas otras que sería demasiado extenso citar. La más plausible, sin embargo, aquella que la mayoría avalaba, era la del virus, un virus que solo atacaba a los niños. ¿Qué lo provocaba? Ni infectólogos, ni médicos lograban ponerse de acuerdo al respecto. La humanidad nunca se había enfrentado a una enfermedad de tales características. No teníamos ninguna experiencia previa que pudiera servirnos de guía en un tipo de trastorno tan insólito y radicalmente virulento. Tampoco había datos concluyentes. ¿El síndrome podía tener por origen la comida? ¿El agua? ¿El aire? ¿Algún insecto? Los estudios podían llevar años, mientras que los ataques y asesinatos se sucedían, sin interrupción, sin pausa, acumulando su creciente saldo de víctimas, día tras día.

Aquello fue solo el principio.

Ante al aumento exponencial de casos, algunos gobiernos propusieron una solución de emergencia: poner a los niños bajo vigilancia hasta que los estudios que estaban siendo realizados arrojaran algún resultado, una esperanza a la cual aferrarse. Dicho de otro modo: encerrarlos a todos preventivamente. Así fue que comprobamos en la realidad lo que, en teoría, nadie con un poco de sentido común podía ya ignorar; es decir, el perfecto, aceitado funcionamiento de los aparatos represivos a nivel mundial. Aunque requería enormes esfuerzos organizativos y estructurales, el operativo se puso en marcha en tiempo récord. No obstante, los responsables de la medida ignoraron, o decidieron ignorar, un dato relevante: Muchos de los militares responsables de la operación eran también padres, y si bien algunos decidieron acatar las órdenes, por penosas que fueran, otros no estaban dispuestos a hacerlo, tratándose de sus propios hijos.

Como la propagación del síndrome, el conflicto se extendió a una velocidad pasmosa y, después de algunas escaramuzas aisladas, derivó en una caótica guerra civil global. No había ejércitos, sino una multitud de facciones, clanes, corpúsculos, pandillas, tribus y sectas, la mayoría fuertemente armadas, que adoptaban sus propios nombres, consignas, reglamentos y banderas. Muchos de ellos cargaban con el enemigo a cuestas, ya que los casos de niños atacados por el síndrome continuaban multiplicándose, de modo que estaban obligados a luchar en varios frentes al mismo tiempo. Empezaron a escasear los alimentos y el combustible. Se combatía en todas partes, en cualquier lugar del mundo donde existieran seres humanos, sin control, ni objetivos precisos, ni dirección ninguna. Los campos de batalla se incrementaban día a día, en las grandes capitales, en ciudades de diversos tamaños y en pueblos y aldeas diminutas. Muchos decidieron abandonar las urbes para ocultarse en selvas y montañas, en islas y desiertos. Los hombres más ricos del planeta crearon sus propios ejércitos de mercenarios, los proveyeron de los armamentos más avanzados y se encerraron en fortalezas inexpugnables, pero todo eso concluyó cuando las grandes reservas de comida y agua que habían acaparado en previsión de un agravamiento del conflicto se terminaron, ya que para ese momento el dinero no tenía ya ningún valor, porque no había nada para comprar o vender. Las arengas de odio se mezclaban con desesperadas prédicas de paz y fraternidad, y mientras científicos de todas nacionalidades, en laboratorios improvisados, intentaban avanzar en la búsqueda de un remedio en condiciones cada vez más peligrosas y precarias, la destrucción y la muerte seguía su curso inalterable. Las ciudades ardían, la comida, el combustible y los medicamentos escaseaban cada vez más, y otras enfermedades vinieron a sumarse a aquella danza macabra, arrojando sobre la tierra más muerte y pestilencia.

Mientras tanto, guiados por algún instinto fuera de nuestra comprensión o quizás atraídos por el llamado de un flautista invisible, los niños infectados comenzaron a agruparse. Los que estaban encerrados escaparon con ayuda de los otros, que vagaban, muchos de ellos armados, entre las ruinas de las ciudades o en los campos. Poco a poco, aquellos reducidos grupos se fueron uniendo, como empujados por una agua invisible, hasta formar extensas comunidades que, desde entonces, no cesan de crecer. Se ocultan en los suburbios destrozados, en bosques y montañas. No sabemos lo que comen. No matan animales, sino que conviven con ellos. Las bestias parecen haber comprendido que no tenían nada que temer y no los tocan. No es común que permanezcan en las ciudades, pero nos han dicho que en Roma invadieron el Vaticano, y allí viven, entre cientos de gatos vagabundos, absortos en sus juegos, saltando en los salones saqueados, correteando por las galerías, durmiendo bajo la cúpula ennegrecida de la Capilla Sixtina. También supimos que en Grecia, el líder de una secta carismática se autoproclamó Jesucristo en su segunda venida y, con siete de sus acólitos, fue en busca de los niños que acampaban en la Acrópolis, repitiendo las palabras del evangelio: “Dejad que los niños vengan a mí, porque de ellos es el reino de los cielos”. Los niños los mataron a todos, con palos y piedras.

Sé que muchos han levantado la mano contra estas criaturas. Empleo a conciencia esta perífrasis, pues no puedo pronunciar el verbo que describe tal abominación. Yo, y otros como yo, nunca tocaremos un solo pelo de sus cabezas. Son niños. Niños furiosos, rabiosos, salvajes, pero niños, al fin y al cabo. Hacen lo que mejor hemos hecho los seres humanos durante siglos. Hacen lo que ninguna religión o filosofía han logrado hacernos olvidar. Hacen lo que mejor les hemos enseñado.

Quedamos pocos aquí. Enfermos la mayoría, con poca comida y agua, no creo que podamos sobrevivir mucho tiempo más. Lamento morir de este modo, entre la mugre y la oscuridad, y con tantas incógnitas. Pienso: ¿Alguien encontrará un remedio? ¿Lograrán exterminarnos a todos? ¿Qué sucederá con esos niños cuando crezcan y se conviertan a su vez en adultos? ¿Llegarán a esa edad? ¿Se reproducirán o el síndrome habrá anulado también el mecanismo biológico que nos llevó a esta situación? ¿Serán ellos los últimos? ¿Fundarán un mundo nuevo o todo terminará así, no con un estallido, sino con un gemido?

Durante las noches, en nuestras ciudades arrasadas, desde los escondites donde nos ocultamos para morir, los escuchamos reír y cantar. El sonido de sus voces suena tan inocente como siempre. Pero si alguno de nosotros llegara a caer entre sus manos sería despezado en cuestión de segundos. Después, en el crepúsculo, seguirían cantando y riendo y bailando entre los despojos, con voces cristalinas e inocentes, como si no acabaran de matar a otro ser humano, sino a una alimaña, como si nada importante hubiese ocurrido.