El Negrito

La mañana ya había nacido como parida por una diosa exultante de ardores. El cielo, como siempre, deambulaba sobre la humanidad con la llaga canícula recalentando lo creado o evolucionado. Sobre la vereda, entre arbustos floridos crecidos, yacía el negrito, como una mortaja inanimada. Su anima animal ya no lo acompañaba. Solo era un cuerpecito de felino arrebatado del cotidiano vivir.

Con las hojas del anticristo de Friedrich Nietzsche, envolvió aquel cuerpecito inerte hasta llevarlo hacia el patio donde alguna vez fue niño o creyó serlo. Con una pala rustica toda de hierro, cavo un pequeño hoyo en la tierra reseca por la ausencia de las lluvias de verano. Coloco al negrito acurrucado como un ovillo de lana en manos de una anciana ciega y frágil, corto unas flores que caían sobre aquel espacio silencioso, las echo sobre el cuerpecito y lo cubrió de tierra.

Arreglo aquel espacio terrenal como si nada cobijaría. Como lo dijo el Marqués de Sade en su testamento final; que las huellan de mi tumba desaparezcan de la superficie de la tierra, siembren grosellas sobre ella.

Delia Elena

La inminencia del mediodía arribaba como un niño desbocado e insaciable. Delia Elena cargaba noventa y dos años en su cuerpo. Pero aun así se la veía bien, con un poco de sordera típica de la edad. Es evidente que al envejecer nos volvemos niños. Como una regresión tan inmaculada como dramática. Una inocencia cargada con todo el fastidio y la resignación acumulada a lo largo de los años de convivencia con la raza humana.

Su mirada, con esos ojos celestes lino, aun mantenían ese ímpetu de saberse mujer, hermana, madre, esposa. No obstante, en su mirada, se translucía un inmenso desierto de lejanía abrumadora. Como si dentro suyo viajaran ala deltas como fantasmas desvanecidos.

La fe, como herramienta para sostenerse en su endeble existir le resultaba esencial. Su Dios, era próximo, cercano. En ocasiones, en su cansancio terrenal, exclamaba; Dios llévame contigo, ya no quiero vivir más. Esa sensación de hartazgo de dolores, padecimientos, exclusiones, que saturan la mente. Aun así, pronto reaccionaba y agradecía por un nuevo día, por el cielo, los árboles, los pájaros y por estar aun en el territorio de los vivos.

Colectivo helado

La tarde ardía afuera, adentro del General Urquiza con 22 grados era otra historia. Los aparatos digitales en sus variadas formas, como extensiones del cuerpo humano invadían el ambiente climatizado. A nadie se lo veía estar meditando en sí mismo, a excepción de las pocas personas que dormían. El resto estaba conectado con sus compañías digitales como hechizados en una lobotomía popular.

Los pueblos en fila iban sucumbiendo como galopes de un corcel desplegando sus crinas al viento. Casas, fabricas, escuelas, jardines, arboles, calles, semáforos, seres humanos, animales, pájaros. Las aglomeraciones sucedían y quedaban estáticas en sus dominios para el viajero.

Llegar al lugar donde se vive es como llegar a uno mismo. Esa dualidad no siempre encaja armoniosamente. Cuando sucede, el sentimiento de pertenencia es agradable. Tu ciudad, tu barrio, tu cuadra. Si bien se trata de espacios efímeros, cobijarse en esta hostil realidad, en reductos urbanos apropiados es reconfortante.

Desenlace místico

El crepúsculo quedaba en un plano secundario, cuando la luna, esa redondez idílica con su apariencia elegante, se elevaba dionisiaca sobre las aguas marrones de Paraná. El cielo muto a diversos colores suaves que reflejaban el calor del día abrumador. Muchas personas tiradas sobre la gramilla, otras en los bancos que daban hacia el bajo, algunas con sus celulares inmortalizando la postal, otras caminando con sus perrunos, parejas abrazadas, varios corriendo, el bar Lemon Park relucía tras las canchas de básquet, al borde del Planetario se escuchaban tumbadoras y redoblantes, las cotorras sonaban en las alturas de los eucaliptos.

El Parque Urquiza resplandecía en su propiedad urbana. Los destellos de la noche aparcaban en cada rincón del espacio natural. El día iba sucumbiendo, luego de algunas experiencias tan sencillas como reveladoras.

El Negrito, ese felino salvaje ya no está en la tierra, está en mi memoria. Delia Elena resiste, no sé si será una guerrera, solo sé que tiene algo que decir luego de más de noventa años en esta inhóspita residencia terrenal. Como el gran Pepe Mujica, su sencillez y sabiduría, que nos ilumina y avergüenza a toda la clase política nefasta y ambiciosa.

 

La noche asistió matemáticamente con su algoritmo eterno. Habrá que esperar el despertar. El inicio de un nuevo día. Como si fuéramos embriones pujando de un útero universal hacia planicies nunca descubiertas.