Javier Milei no es un hombre muy formado, pero es muy influenciable. Unos pocos días en Washington, rodeado de la gente que admira y lo adula, y el desmelenado se va a Davos a hablar de inmigrantes, gays y otros enemigos. Eso es comprarse la batalla cultural en el nivel más bobito, importarla acríticamente. No es la primera vez que ocurre y algo nos dice que no va a ser la última. Como decía el gran Tato Bores, esto es América, tierra permeable e imitativa que abunda en Mileis.
Lo de los inmigrantes es particularmente interesante porque pone en el centro de las cosas al racismo. Es que cuando se habla de inmigrantes, cuando Donald Trump habla de inmigrantes y Milei lo escucha, se habla de morochos. Nadie tiene en mente noruegos, griegos o alemanes, la ecuación es con africanos, haitianos, latinoamericanos y otros "más o menos blancos, más o menos negros", como cantó con exactitud Caetano Veloso. Es el viejo sueño de blanquear las Américas o, en su defecto, de mantener los enclaves blancos que ya existen.
Entre argentinos, el proyecto de traer inmigrantes nos quedó en la memoria como una manera de importar una modernidad europea a este lado del charco. El proyecto era traer mano de obra especializada -irlandeses y vascos para criar ovejas, italianos y españoles para cultivar y comerciar, alemanes para crear industrias, ingleses ferroviarios, franceses para que se coma mejor- y poblar un país de muy baja densidad. Por la economía, por las pampas, el proyecto fue un éxito relativo y la mitad de los emigrantes de Europa y Medio Oriente que tocaron Sudamérica vinieron a Argentina. Un cuarto se repartió en el resto de Latinoamérica y el otro cuarto fue a Brasil.
Lo de Brasil fue un proyecto bastante diferente al nuestro, con un contenido racial explícito. Ni el Imperio ni la República Vieja admitían necesitar europeos para desarrollar el país, aunque sí sus inversiones y tecnología. Hasta la abolición de la esclavitud, en 1888, el orden social era perfectamente estable, conservador, apenas alterado por la ley de Vientres de 1871 -los hijos de esclavos nacían libres- ni por la disminución del porcentaje de esclavos en la población total. En 1798, casi la mitad de los habitantes del país eran esclavos, para 1872 eran el quince por ciento, más que nada debido a una creciente tasa de fertilidad entre los brasileños libres. Pero en ese viejo orden, con una monarquía absoluta y cautelosa, una nobleza agraria y naturalmente esclavista, ciudades apenas en desarrollo y una industria en borrador, todo el mundo sabía su lugar y ahí se quedaba.
Lo que Brasil trató de hacer fue blanquearse. Explícitamente. El cuadro de Modesto Broccos, pintor de la Escuela de Bellas Artes de Río de Janeiro, fue utilizado en 1911 para ilustrar el proyecto en la tesis de Joao Batista Lacerda presentada en el primer Congreso Internacional de las Razas. El congreso fue realizado en Londres, pero tanto la tesis como el cuadro tenían títulos en francés. Broccos llamó su obra El negro pasa a ser blanco en la tercera generación, por el efecto del cruce de razas. Con menos arte, ese blanqueamiento se proponía hasta en posters que colgaban de hospitales y aulas universitarias, mostrando cómo de negro y blanco sale mulato, de mulato y blanco sale mulato claro, de mulato claro y blanco sale blanco... genética trucha, tal vez, pero que batía con el sentido común.
La pulsión por blanquearse no era simplemente racismo contra el negro, sino la convicción entre las clases dirigentes de que la mezcla de razas era un problema. Brasil en el siglo 19 ya era mulato, un "festival de colores", "una sociedad de razas cruzadas", el "espectáculo brasileño de la miscigenación". En 1887, el viajero francés Gustave Aimard se asombró de ver una sociedad totalmente distinta a cualquier otra: "lo que observé en Brasil es el cambio que se operó en la población por el cruzamiento de las races. Son hijos del suelo". El conde de Gobineau observó lo mismo cuando era embajador en Río, pero con pésima onda: "se trata de una población totalmente mulata, viciada en la sangre y el espíritu, y asombrosamente fea".
No era el único. Louis Agassiz escribió ya en 1865 que "quien dude de los males de la mezcla de razas y busque por mal entendida filantropía echar abajo todas las barreras que las separan, que visite Brasil. No podrá negar el deterioro que resulta de la mixtura de razas que es más general aquí que en cualquier otro país del mundo, y que va borrando rápidamente las mejores cualidades del blanco, el negro y el indio, dejando un tipo indefinido, deficiente en energía física y mental".
Como se ve, el mestizaje no sólo se describía sino que se adjetivaba con ganas. La historiadora brasileña Lilia Moritz Schwarcz, en su brillante libro El espectáculo de las razas, explica que "observado cuidadosamente por los viajantes extranjeros, temido por buena parte de las elites pensantes de la época, el cruce de razas era entendido como una cuestión central para entender el destino de esta nación". Schwarcz apunta a las teorías raciales, que degenerarían prontamente en eugenesia, como una herramienta de explicación del triunfo imperial europeo sobre el resto del mundo. La Europa blanca conquistaba a pueblos marrones, amarillos y negros con lo que parecía total facilidad. Engrupidos, los europeos comenzaron a teorizar sobre su "evidente" superioridad racial, física, intelectual sobre "the lesser breeds".
En las naciones postcoloniales americanas, estas teorías se usaron para explicar atrasos y modelar futuros. Por ejemplo, es el esqueleto ideológico de nuestras masacres de indios, la teoría que te permite dormir tranquilo tras ordenar genocidios: es por el bien de la Patria. Lo que entre nosotros fue un imperativo "civilizador", en Brasil fue un mandato racial, el de traer inmigrantes blancos, de preferencia hombres solos, para aclarar el futuro de la nación. Las expectativas eran altísimas, como se puede ver en un detalle del cuadro de Broccos: a la izquierda, la abuela negro levanta sus manos y sus ojos al cielo para agradecer que su hija mulata tenga marido blanco y le de un nieto blanquito...
Como sabe quien visite Brasil aunque sea de vacaciones, el proyecto de blanqueamiento fue un absoluto fracaso. En el sur del país se bate el record de blancos, algo así como el cincuenta por ciento, a fuerza de inmigrantes y de una economía agrícola más similar a la nuestra. San Pablo y Río tienen poblaciones blancas, pero quien enfile al interior o al Nordeste se encontrará con "o Brasil batata", marrón y negro. El orden social cambió, en particular con el despegue industrial y la migración interna, pero las tensiones continúan sin resolverse. Tanta violencia y tanta esperanza son su expresión.
En Argentina nos hicimos ilusiones y hasta inventamos esa tontera de que descendemos de los barcos, repetida hasta por un presidente supuestamente nac & pop. El mito, que Milei y sus zoncitos creen subjuntivamente, tiene el subproducto de la paranoia inmigrante. Hace mucho rato que Argentina no es destino de europeos, pero sí de peruanos, bolivianos, paraguayos, colombianos, venezolanos y senegaleses, ninguno particularmente rubio. Sólo el Uruguay, puede decirse, envía emigrantes blancos, más allá de las entradas anecdóticas de embarazadas rusas.
Con lo que nuestro melenudo reinante repite una zoncera norteamericana, pero con fuertes raíces argentinas. El miedo a que el país se amarrone es real entre muchos. En Estados Unidos siempre preguntan la raza en los censos y tienen los números afinados. En cosa de una década, los blancos no van a ser mayoría, apenas la primera minoría. Ya son para todos los efectos prácticos un país bilingüe en castellano. Por eso votan al tal Donald. Milei lo copia, pero no en el aire.