Estos son los días del duelo reciente, de los homenajes, y resulta increíble que, alguna vez, las películas de David Lynch hayan sido despreciadas. Pero pasó. En 1991, Fuego camina conmigo, la película origen de Twin Peaks, fue abucheada en Cannes, y esto sólo un año después de que ganara la Palma de Oro por Corazón salvaje. Quentin Tarantino, que se levantó y se fue, indignado, del estreno, dijo en una entrevista: “David Lynch ha desaparecido tan adentro de su propio culo que no tengo el deseo de ver nunca más una película suya”.
Ignoro si y cuándo cambió de opinión Tarantino; su disgusto visceral no era único, por otra parte. Lo curioso es que su objeción es, precisamente, lo que convierte a Fuego camina conmigo y a las películas que hizo David Lynch desde entonces en la era mitológica de sus imágenes. Esa Era había comenzado con la serie en 1991: Dale Cooper y Diane, la señora del tronco, el plástico que, al retirarse, dejaba ver a la asesinada Laura Palmer, la melena canosa del demonio Bob. David Lynch era una fanático del cine noir; él, siempre felizmente anticuado, lo llamaba “de crimen”. Si de la novela negra norteamericana se dice que presenta al crimen como una fachada, o una primera línea, la trama, que cuando se desarrolla revela los cimientos pútridos de la sociedad y del individuo, Lynch usa la narrativa negra para revelar la otra realidad que vive en esta, sea en la imaginación o en La Logia Negra, el lugar de las pesadillas, donde las fuerzas oscuras tironean de este mundo. “Las tumbas se abren como flores”, decía Hawk en Twin Peaks, y es imposible no pensar en las flores rojas de Terciopelo azul, contrastando con ese cielo límpido, espinas contra luz. El espacio liminal surge con sus pesadas cortinas rojas y la Venus de Milo, como las de un teatro o las de un cine, las de un cine de antaño, antes de que por la pantalla pidan apagar el celular. O sobre un escenario como el del Club Silencio, donde una vez más Roy Orbison, con su voz de fantasma, canta “Llorando” vía Rebeckah del Río y sirve para que caigan las máscaras cuando la intérprete se desploma, la canción continúa y las dos mujeres, Betty/Rita/Diane/Camilla se enteran de que ellas también son muertas enamoradas.
No hay banda. Los búhos no son lo que parecen.
El incendio devastador que se devoró gran parte de Los Angeles empezó el 7 de enero. David Lynch había avisado que, debido al enfisema pulmonar que padecía, estaba obligado a usar oxígeno y que casi no podía caminar, ni siquiera unos pocos metros. Fue evacuado de su casa: el movimiento y el humo empeoraron su condición. Murió el 15 de enero en casa de su hija, donde se había refugiado. Él mismo dijo que consideraba su enfermedad el pago por todo el placer que, en su vida, le dio fumar. Hay algunas fotos del rodaje de Carretera perdida donde se lo ve fumando fuera de un auto, cerca de la puerta abierta y, del otro lado de la calle, arde una casa. Es una casa de pesadilla en la película, que se incendia y también se traga las llamas, una casa que parece tan acogedora como siniestra. Que David Lynch muriese mientras la ciudad que tanto amó se quemaba es un final de ficción. “Amo Los Angeles y Hollywood”, decía, “porque amo la luz. Y Los Ángeles es una ciudad que se extiende en la costa, y no se por qué, para mi, me da una sensación de libertad. Además es la ciudad del cine, pienso en aquellos primeros años, ellos ni debían saber qué magníficos tiempos estaban viviendo”.
Como todo creador de mitologías, Lynch conocía y respetaba de modo reverencial las que lo antecedían. No era solo un cineasta: era un estado de ánimo, un tono, una estética. Amaba lo abstracto y, sostenía, el poder del cine para convocar lo abstracto es enorme. Se alegraba cuando alguien no entendía sus películas. O decía: “en realidad, sí las entendiste”. Para él no había cierres, pies de página, explicaciones: sólo preguntas. Un optimista perpetuo, nunca cínico, logró demostrar que un artista pide compañía en su camino, pero no debe dar explicaciones. Seguir a Lynch –y hay gente que lo ha seguido hasta la disección–, fue una epopeya porque a él nunca, ni se le hubiera ocurrido, aclarar o subrayar. Dejaba las líneas borrosas explícitamente. Cuando protagonizó Carretera perdida, Patricia Arquette le preguntó: “¿Estoy interpretando a dos personas distintas? ¿Una es una alucinación, la otra es un fantasma? ¿Qué estoy interpretando?”. “No sé, Patricia”, le contestó. “¿A vos qué te parece?”. A Patti Smith le dijo, sobre Twin Peaks: “No sabía que iba impactar en la gente de la manera que lo hizo. Pero lo primero es hacer lo que uno cree, lo mejor posible y después ver cómo va en el mundo. Tengo ideas en fragmentos. Es como si en otra habitación hubiese un rompecabezas, están todas las piezas juntas, pero hacia mi habitación arrojan una sola pieza por vez. Y la primera pieza es un fragmento, pero me enamoro de ese fragmento, que contiene la premisa para más. Me lo guardo, escribo. Ese fragmento atrae a los demás, cada vez más rápido”. En la pandemia, su “reporte del clima” que compartía en redes era de una increíble potencia vital. Nunca duraban más de unos 30 segundos. “Que tengan un gran día”, decía siempre, algo agitado y con sus anteojos negros, su extraordinario jopo blanco, esa voz irrepetible, nasal y simpática. Avisaba lo que estaba haciendo en su trabajo plástico –era pintor y escultor– y también dibujaba números de un bingo. Perdía el tiempo. Él mismo, como obra de arte, sabía habitar lo contemporáneo. Para muchos es extraño pensar en Lynch como un optimista y un hombre alegre. Sus actores lo amaban, en especial las mujeres. Estos días algunas mujeres intelectuales dijeron que él participaba en el culto de la “bella mujer muerta”. Saben una cosa: puede ser. Como Edgar Allan Poe, por ejemplo. Reducir a un artista así de importante a las discusiones tontas en las que perdemos tiempo es agotador y humillante, para nosotros y para él.
No fue fácil para Lynch hacer lo que quiso. Su filmografía es corta. No le daban dinero. Algunas de sus películas fueron un accidente, como Mulholland Drive –que nació como serie–, otras un milagro, como Inland Empire que se filmó en digital cámara en mano, y con sus amigos, otras nunca apreciadas como obras maestras, como El hombre elefante. Recuerdo esa entrevista donde cuestionaba que el sufrimiento fuese bueno o necesario para el arte, él, el hombre alegre de las películas terribles. Mire el ejemplo de Van Gogh, le decían. “Bueno, veamos a Van Gogh, digo yo. Van Gogh no pintaba porque odiaba hacerlo: sólo era feliz cuando pintaba. Pintaba porque amaba pintar y el resto de su vida era miserable. No vendía, era muy pobre, muchas veces tenía hambre. Es sentido común que el sufrimiento reduce la creatividad, es su enemigo. Si alguien está deprimido no puede salir de la cama, ¡menos trabajar! Si estás triste, o lleno de amargura y rabia, eso ocupa la mente. Quizá hagas pinturas rabiosas. ¿Y qué? Se pueden hacer pinturas rabiosas y ser feliz mientras se las pinta”.
Al final de la pesadilla de Terciopelo azul, Jeffrey/Kyle Maclachlan, despierta en su reposera suburbana y ve cantar a unos ruiseñores. Entra a la casa y, con Sandy/Laura Dern encuentran a uno de los pajaritos en la ventana, con un bicho horrible en la boca. “Es un mundo extraño”, dice Sandy, y con la etérea voz de Julee Cruise sobre la música de Angelo Badalamenti –ambos muertos en 2022, como un anticipo– vemos a Dorothy/Isabella Rossellini de regreso a casa, que se abraza con su hijo, liberada de la esclavitud sexual a la que era sometida por Frank Booth/ Dennis Hoppper. La cámara los deja abrazados y se va al más prístino cielo azul. Las dos cosas son ciertas y no son incompatibles: el simbolismo de los bichos que habitan bajo tierra y que pueden desenterrar una oreja o arruinar a una mujer, y ese patio de césped hermoso, y los jóvenes amantes. Hay optimismo en esa mirada, hay piedad, no hay juicio. Conviene aclarar, además, que en ese momento Isabella Rossellini no era famosa: sólo se la conocía por ser hija de Roberto e Ingrid Bergman y los comerciales de Lancome. Kyle MacLachlan venía de fracasar con Lynch en Dune. Y Dern fue segunda opción, el papel era para Molly Ringwald. No era una película de estrellas. A las estrellas, por confiar en sus actores, las hizo brillar David Lynch. Él usaba un megáfono en el set, incluso cuando estaba cerca de los intérpretes. Ellos decían que era de gran ayuda, porque siempre lo sentían cerca.
En uno de los reportes del clima desde Los Angeles, con el pelo largo, ya muy barbudo, dijo “hoy estoy pensando en Bob Dylan y su canción ‘Things Have Changed’”. Es de Wonder Boys, y dice: “Un hombre preocupado con un mente preocupada/ Nadie en frente mío y nadie detrás/ Hay una mujer sentada en mi rodillas, está tomando champagne/ tiene la piel blanca y ojos de asesina/ Miro los cielos color zafiro/ estoy bien vestido, esperando el último tren/ En el patíbulo, con la cabeza en la horca/ en cualquier momento puede desatarse el infierno/ La gente está loca, los tiempos son raros/ Estoy encerrado y fuera de mi rango/ Antes me importaba, pero las cosas cambian”. Y esta letra nos lleva a otro tema, porque es severamente lynchiana. La mujer, la sensación ominosa, la ropa perfecta. El infierno en cualquier momento. ¿Qué es lo lynchiano? Hay varias definiciones, incluso de diccionarios, pero creo que la mejor es de David Foster Wallace: “Puede ser que el término se refiera a un tipo particular de ironía donde lo muy macabro y lo muy mundano se mezclan de tal manera que revela cuánto lo último contiene a lo primero. Pero, al final, se define sólo ostensiblemente. Es decir: lo sabemos cuándo lo vemos”.
Momentos lynchianos. La intro de Twin Peaks con Angelo Badalementi y el ruiseñor y el aserradero. La voz de Julee Cruise. Una cinta con las voces rebobinadas. Laura Palmer en el mundo del revés y su “meanwhile” en púrpura. Bobby Peru/Willem Dafoe abusando de Lula/Laura Dern en un hotel en Corazón salvaje. Los dientes de Bobby Peru. Jack Nance hablando del perro que está siempre a su lado en el trailer park de Corazón salvaje, mientras la escultural Lula fuma, un corset de cuero negro y los labios colorados. La primera aparición del demonio Bob en Twin Peaks, a los pies de la cama. El llanto de Leland Palmer, el padre violador, en el funeral de su hija. “Nos conocimos antes, cierto”, y el sonido que se vuelve un temblor. “De hecho estoy en su casa ahora”, una fiesta, un teléfono, la voz y la cara blanca de Peter Blake en Carretera perdida. El linyera de la pesadilla detrás del diner Winkie’s; “esta es la chica”, le dicen los hombres de negro al director Adam, interpretado por Justin Theroux, ambas escenas de Mulholland Drive. Dean Stockwell/ Ben haciendo lyp synch de “In Dreams” de Roy Orbison en Terciopelo azul, con la luz del micrófono iluminándole la cara. “En sueños camino contigo/ En sueños hablo contigo/ En sueños sos mía todo el tiempo/ Estamos juntos en sueños”. Cuando Henry/ Jack Nance le corta la venda-sudario al bicho bebé, la cabeza apoyada en la almohadita sobre la mesa, en Eraserhead. Los pasillos verdes por los que deambula Nikki/Sue/Laura Dern en Inland Empire. Grace Zabriskie también en Inland Empire contando la historia del pequeño niño que salió a jugar. Los conejos antropomorfos. Laura Palmer gritando. Directed by David Lynch.
>Un director y sus películas
EL AMOR POR LA PRIMERA IDEA
Por David Lynch
Eraserhead 1977
Estaba trabajando en El hombre elefante y me encontraba en un pasillo de los estudios Lee International, en Inglaterra. Uno de los productores, Jonathan Sanger, trajo a unos tipos que trabajaban con George Lucas y me explicó que querían contarme una anécdota. “Vale”, les dije. “Ayer conocimos a Kubrick en los estudios Elstree. Y mientras charlábamos con él nos invitó a su casa por la noche para ver su película preferida”. Aceptaron. Fueron a su casa y Stanley Kubrick les pasó Eraserhead. En ese momento podría haberme muerto feliz, en paz.
Dune 1984
Cuando hice Dune no pude decidir el montaje final. Me provocó una tristeza enorme, porque me sentía como si me hubiera vendido, y encima la película fracasó en taquilla. Si haces aquello en lo que crees y fracasas es una cosa: puedes seguir soportándote. Pero si no, es como morir dos veces. Resulta dolorosísimo. Es completamente absurdo que los cineastas no puedan hacer las películas como quieran. Pero en esta industria resulta bastante habitual.
Terciopelo azul 1986
Sería estupendo que la película entera se te ocurriera de una vez. Pero, en mi caso, me llega a fragmentos. El primero es como la piedra Rosetta. Es la pieza del rompecabezas que indica dónde va el resto. Es una pieza esperanzadora. En Terciopelo azul fueron primero unos labios rojos, unos jardines verdes y la canción, la versión de "Blue Velvet" de Bobby Vinton. Después llegó una oreja tirada en un campo. Y ya está. Te enamoras de la primera idea, de una piececita minúscula. Y en cuanto la tienes, el resto llega con el tiempo.
Twin Peaks 1990-1991
No sé muy bien por qué la cadena permitió que se rodara el piloto de Twin Peaks. Pero solo por el hecho de que permitan que algo se convierta en piloto no significa que vayan a rodar la serie. Así que se llegó hasta el piloto. Y ni siquiera entonces sabían lo que hacer con él. Esa clase de cosas las envían a un sitio, creo que está en Filadelfia. Y allí tienen gente que las ve y las puntúa. No se sabe cómo, Twin Peaks obtuvo una buena puntuación, aunque no espectacular. Y tampoco sé lo que pasó entre entonces y la fecha de emisión, pero la noche del estreno consiguió una cuota de pantalla altísima. Así que tuvimos mucha suerte.
Carretera perdida 1997
En la época en que estaba escribiendo el guión de Carretera perdida con Barry Gifford, andaba algo obsesionado con el juicio a O. J. Simpson. Aunque Barry y yo nunca hablamos en estos términos de la película, creo que está relacionada con aquel juicio. Lo que me sorprendió de O. J. Simpson fue que fuera capaz de sonreír y reírse. Aparentemente, era capaz de jugar al golf sin que nada de lo ocurrido le planteara el menor problema. Yo me preguntaba cómo era posible que pudiera seguir con su vida después de lo que había hecho. Y descubrimos un término fantástico que se emplea en psicología: fuga psicogénica, referido al modo en que la mente se engaña a sí misma para escapar del horror. Eso es de lo que, en cierto modo, trata Carretera perdida. Y también del hecho de que nada puede esconderse eternamente.
Una historia verdadera 1999
No escribí Una historia verdadera. Para mí significó un cambio con respecto a lo habitual porque es completamente lineal. Pero, por otra parte, me enamoré de la emoción que transmitía el guión. De modo que también puedes enamorarte de algo que ya existe y es igual que enamorarse de una idea. Intuyes cómo podría quedar la película y eso te sirve de guía.”
Mullholland Drive 2001
En principio, Mulholland Drive iba a ser una serie para televisión. La rodamos como piloto: con un final abierto que diera ganas de seguir viendo más. Tengo entendido que el hombre de la ABC encargado de decidir si aceptaban el piloto lo vio a la seis de la madrugada. Estaba viendo la televisión desde la otra punta de la habitación mientras se tomaba un café y atendía al teléfono. Y no le gustó nada lo que vio; le aburrió. De modo que rechazó el proyecto. Luego, afortunadamente, tuve la ocasión de convertir el piloto en película. ”
Inland Empire 2006
La rodamos entera en vídeo digital, por lo que disfrutamos de un grado de flexibilidad y control sorprendentes. Además, no tenía guión. La escribí escena a escena, sin una pista clara de cómo acabaría. Me arriesgué, pero tenía la impresión de que, como todas las cosas están unificadas, de algún modo una idea acabaría relacionándose con otra. Y trabajaba con una gran empresa, StudioCanal de Francia, que creyó en mí lo justo para permitirme encontrar mi propio camino.
Estos comentarios de Lynch sobre sus películas están incluídos de su libro Atrapa el pez dorado (2006).
CHAU, DAVID
Por Fernando Martín Peña
¿Era argentino Lynch? Claramente no, pero su capacidad para prescindir de los mecanismos racionales explican la realidad como los argentinos estamos habituados a (no) entenderla. Y eso explica que sintamos tanto su muerte. No hay otro artista tan poco lineal como nosotros.
Creo que no se subraya lo suficiente su formación plástica. Su obra saca el máximo partido posible del potencial visual de cine. El color, la composición, la textura, ingredientes destruidos por el uso chapucero de las nuevas tecnologías, eran la savia del arte lyncheano.
Y después (mejor dicho, encima) el sonido, su capacidad prodigiosa para sugerir narrativa con un tono bajo y ominoso, con el sonido del bosque, con esa bandeja sonora que tenía la misma potencia de su imaginario.
Lo mejor del cine está en su cine. Buñuel pero también la norteamérica profunda, industrial, silvestre y agónica. Sus tiempos, que son los del sueño. Cine onírico en la vigilia. ¿Quién no quiere recuperar en la vigilia la libertad subversiva de lo que inventa dormido? Eso hacía Lynch.
Y lo hicieron inmenso dos singularidades. Una fue su integridad artística. Lo llama Netflix pero él les tira por la cabeza el Episodio 8, que no es otra cosa que el origen del mundo postmoderno. La podría haber hecho fácil pero no, nunca menos. Si no te gusta, no lo mires.
La otra singularidad es su sentido del humor. El artista que pudo ser el campeón del snobismo fue sus antípodas. Hizo un género propio con la autoparodia a su imagen de artista excéntrico. Por eso se llevó tan bien con Mel Brooks, que produjo El hombre elefante.
Y por todo eso –su integridad, su humor, su imaginación creadora, su audacia– una escena de su malograda versión de Duna, vale por todas las horas que pueda imaginar el Hollywood sin alma que nos aburre hoy.
Spielberg lo eligió para hacer de Ford en uno de los mayores reconocimientos que un cineasta le hizo en vida a otro. Primero, por detectar el parecido. Y segundo, porque Ford y Lynch son dos caras complementarias del cine yanqui. Esa cosa de la que están hechos los sueños.