Mi madre no sabe que yo sé que no me quiere. La escuché una vez hablando con la tía Ñata: yo quería una hija mujer, no un hijo puto. Y ahí terminó la frase: no agregó que menos mal que estaba sano, que era buen hijo, que me deshacía por su amor, por su respeto, por cuidarla. No. Lo único que mi madre pudo nombrar fue su decepción, como si se hubiese quedado detenida allí, en la sala de parto. Quiso hacer de la decepción una pandemia, intentando contagiar a toda la familia. 

Algunos se enfermaron, la mayoría permaneció inmune y comenzó a desarrollar una cierta animadversión hacia mi madre-bacteria que quería expandirse en su fobia hacia su hijo por no haber nacido niña.

Siempre amé leer. Mi madre me sacaba de los pelos a la vereda para que jugara a la popa con los vecinos de mi edad. Yo me sentía en peligro: sabía que había nacido estropeado y tenía miedo que los otros se dieran cuenta. Prefería el cobijo de las historias imaginadas por otros y guardadas entre dos tapas para gente como yo, dañada, que se vendaba el alma con papel de libro. 

Mi papá había empezado a traer a casa la colección de Heidi en historieta. La compraba en el quiosco de revistas que estaba en la esquina de su trabajo. 

Mi vieja se lo prohibió bajo pena de destierro, en un intento de cortarme los víveres para que me hiciera macho. Pero yo encontré una caja en el cuartito de la terraza con los libros de mamá y de la tía Ñata cuando eran chicas. Serviría para calmar mi hambre.

No era fácil. Había que, primero, encontrarse con el libro. Después, esconderse para leerlo. Por último, fabricar una cortina de humo, una pantalla que no levantara sospechas: salir a jugar con los chicos de la cuadra. 

Era la parte que más me costaba porque en esa época para jugar a cosas de varones había que ponerse bruto y eso a mí no me gustaba. Cada vez que me pateaban a propósito, o me tiraban algún pelotazo, aguantaba sin llorar porque sabía que, luego, tendría mi recompensa.

Creo que me inventaba cosas como una forma de matar el tiempo para que pasara, para que mi madre se olvidara de que, alguna vez, había querido una hija mujer, pero había nacido yo. El show de madre abnegada, puertas afuera, me confundía un poco, pero me daba esperanzas: podía ser que todo ese cariño y esa dedicación fingidos alguna vez fueran cierto. Así fueron pasando años.

Cuando cumplí quince me mudé con la tía Ñata. Ella era modista y esa casa llena de telas y olores coloridos era un parque de diversiones. Le prometí que sería un puto bueno, que terminaría la escuela y que no le daría ningún problema. Le pedí una sola cosa: que la llamara a mi madre y le avisara que no quería volver a verla.

Y así fue hasta que mi madre se enfermó de asma. Pasaba largas temporadas tumbada en el patio, bajo el árbol, boqueando con desesperación por un poco de aire fresco que le entrara a los pulmones. Entonces volví a visitarla. La encontré vieja, enferma, y mala como siempre. Me vio con la misma mirada rencorosa.

Pero me quedé.

Y volví a visitarla.

Y cada vez que quedó prácticamente inmóvil, yo me senté al lado suyo con alguno de sus libros de infancia, y se lo leí.

Mi madre no sabe que yo sé que no me quiere.

Pero a ninguno de los dos ya nos importa.