Era pleno invierno en Europa del Este cuando un fotógrafo ruso, el capitán Alexander Vorontsov, llegó con el Ejército Rojo a las inmediaciones del pequeño pueblito de Osviecim, situado a poco menos de cincuenta kilómetros de Cracovia. Seguramente la imagen más famosa obtenida por Vorontsov que usted haya visto sea la foto que le tomó a trece niños, vestidos con unos harapos a rayas, tras un cerco de alambres de púa. Eran trece de entre los ochocientos prisioneros que habían quedado en la enfermería del lager cuando los alemanes los abandonaron a su suerte porque, en su atropellada huida, no podían cargar con los débiles y enfermos que no estaban en condiciones de soportar esa marcha forzada que se llamó marcha de la muerte.
En ese lugar del mundo, donde las idas y venidas de las guerras, y los consecuentes tratados de paz, dibujaban nuevas líneas de frontera, referenciaban culturas e imponían las nuevas designaciones y topónimos que dictaban las lenguas vencedoras, los alemanes establecieron un campo --que ellos, en su lengua, llamaban lager-- donde concentraron a malhechores y criminales, combatientes enemigos, opositores políticos y gentes de orígenes raciales imperfectos, para ponerlos a trabajar de manera que le dieran un sentido positivo a sus fallas intelectuales, sociales, ideológicas o genéticas disecando pantanos, cascoteando canteras, prestando sus cuerpos a pruebas científicas, ofreciéndose a la esclavitud laboral y/o sexual, tocando el violín en las mañanas heladas, a modo de burla mefistofélica, para acompañar a los que partían al trabajo o, finalmente, y para no andarse con vueltas, reunirlos sin prisa y sin pausa y de tres mil en tres mil, en amplias cámaras donde un soplido del famoso gas ZyklonB acababa con sus vidas en menos de media hora. Sus propios compañeros de prisión transportaban los cadáveres al quemadero para, al tiempo, correr ellos la misma suerte. Como usted ya se estará imaginando, espabilado lector, en la pronunciación y la grafía alemana, el inocente topónimo Osviecim se conoce como Auschwitz.
Fue hace ochenta años, el 27 de enero de 1945, que al ejército soviético se le reveló esa dimensión desconocida que descubrieron al aproximarse a Auschwitz. El doctor en química y escritor judeo italiano, Primo Levi, a quien no será la primera vez que nombro en esta contratapa, estaba ahí, en medio de un enchastre de nieve e incuria, regresando de depositar a un compañero de la enfermería que acababa de morir, en los afueras de una fosa en la que ya no cabían los cadáveres, cuando aparecieron, recortados en el contraluz del cielo gris, los cuatro primeros jinetes rusos. Primo Levi cuenta cómo le supo la imagen de los cuatro caballos que él veía allá arriba, enormes e imponentes, porque el suelo del lager estaba en un nivel más bajo que el de la carretera que bordeaba las alambradas.
No cuenta de saludos, ni de risas y alegrías, ni de gracias elevadas al cielo. Los soldados rusos se acercaban tímidos y absortos, empuñando sus metralletas desconcertadas, apoyando la mirada de sus ojos quizá incrédulos en los barracones semiderruidos, en los cadáveres descompuestos y olorosos sobre la nieve sucia y en los espectros medio humanos o semimoribundos que los observaban desde abajo. Se recuerda en un sentimiento de vergüenza como la que sentía, al seguir vivo, ante los seleccionados para morir, o la que experimenta el justo frente a la culpa que comete el otro, o porque su voluntad no fue suficiente para contrarrestar el Mal.
En esa nada llena de muerte en la que los sobrevivientes habían vagado durante los diez días que siguieron al desbaratado escape de los alemanes, lo recorría un estremecimiento de pudor por que se le traslucieran las memorias de la suciedad humana que habitaba su conciencia o el penoso asombro de que todo aquello hubiera sucedido, acompañando a esa triste alegría, recién sentida, del fin de la pesadilla nazi, de estrenar la libertad o, quizá sería mejor decir, el regreso de la dignidad al cuerpo y al alma. Un pasado lleno de días oscuros que de pronto convergía, se solidificaba en esos hombres que llegaban armados, pero, a diferencia de lo que venían de vivir, para salvarlos, para acogerlos y protegerlos.
También recuerda a las muchachas polacas que llegaron al lager a limpiar y a cocinar, a alimentar, vestir y abrigar a los redivivos y a atender y curar a los enfermos, de la mejor manera que se les daba, sin poder evitar una mezcla de asco y compasión que se reflejaba en la tiesura de sus mejillas, coloradas por el frío.
Es aquí que quiero decirle ¿tal vez advertirle? prevenido lector, que nada que a posteriori haya sucedido en la historia de Occidente revierte la penosa realidad de los hechos acaecidos, de la devastación humana perpetrada por el nazismo durante los años treinta y cuarenta del siglo pasado, ni de la desaparición de las hermanas de mi abuela, de las que nunca supe si murieron fusiladas, o de frío y de hambre escondidas en el bosque, si se las llevaron a un campo de exterminio o si perecieron encerradas en un granero al que algún soldado fascista le prendió fuego.
Ochenta años después de aquel día en que el Ejército Rojo llegó a las alambradas de Auschwitz y que acabo de describir con sensaciones robadas a Primo Levi, he de encender una vela en memoria de cada judío, de cada gitano, de cada homosexual, de cada partisano, de todo aquel que por su pensamiento humanista o su raciocinio político haya sido mártir de aquella Barbarie.
Según lo que he podido averiguar, seis de los trece niños fotografiados por Vorontsov se establecieron en Israel, en algún momento después de terminada la guerra. Ochenta años después me pregunto cómo habrá sido la deriva emocional de la ofensa recibida y enquistada en ellos, y cómo se habrá transmitido y encarnado en sus hijos, nietos y bisnietos; si se perpetuó en ellos como cansancio moral y como renuncia, si sus almas desgarradas cedieron al odio y la sed de venganza y disfrutaron de encerrar al vecino entre muros y alambradas, con un instinto genocida parecido al que ellos mismos habían padecido --y que había pasmado a los cuatro jinetes del Ejército Rojo-- o alcanzaron a regodearse en la búsqueda de la justicia y el servicio del otro, en ese nuevo Estado nación que parece embarcado en una insaciable expansión mesiánica a la vez que, en yunta con los imperios atlantistas, se erige en guardián de la costa oriental del Mediterráneo, con la pretensión de ser lo que no es: la totalidad de lo judío.
Leer la historia, recordar los eventos del pasado, abre los ojos al advenimiento de lo que se está cuajando en el futuro. Podemos nombrarlo como lo que nos espera, como lo que nos acecha o con el ansia militante de lo que pretendamos construir.
Me cuesta salirme de mi caprichosa costumbre de andarme con circunloquios, rondando sin nombrar, pero hoy quiero escrachar derecho viejo a Elon Musk, tal como lo vi, estirando todo su brazo derecho pa’lante y p’atrás después de palmotearse el corazón, en claro clamor nazi-fascista, homologado por su apoyo confeso al partido neonazi Alternativa para Alemania. Elon Musk es el dueño desregulado de las verdades o mentiras que se instalarán en las conciencias o inconciencias de miles de millones de seres humanos que votarán y/o portarán armas y es también el patrocinador de la pista resbalosa por la que nuestro presidente avanzará, tuiteo en ristre, contra el fantasma del comunismo soviético del siglo pasado.
Quiero decir que no está demás que esta noche, a la hora de dormir, echemos otra mirada a las alambradas de Auschwitz, antes de apagar la luz.