Desde Córdoba

Desde hace 65 años, durante nueve noches en medio de la temporada de verano, el Festival de Cosquín marca el pulso de este enclave del Valle de Punilla, y de esta provincia que ha hecho de los festivales de verano una de sus marcas identitarias. Con el folklore en todas sus formas como absoluto punto de partida y de llegada (aquí para hablar del de rock hay que aclarar el género, y no al revés), y a pesar de todas las brutales transformaciones que ha experimentado en estos últimos años la industria de la música, Cosquín permanece asombrosamente igual a sí mismo -y a ningún otro-, más allá del paso del tiempo. Como si aquello de "Vengan a ver el milagro" que canta y baila el himno de apertura de cada noche funcionara como una suerte de manto para la conservación, delimitara el santuario natural que ha brotado entre estas sierras. 

El Dúo Coplanacu y sus 40 años con la música.

Entre las luces que dejan sus lunas, ocurren milagros particulares como el que protagonizó el domingo, en la segunda luna, el Dúo Coplanacu: la celebración de los 40 años de música del grupo que revolucionó el folklore de un modo diferente, prescindiendo de estridencias o rebusques, más bien tomando lo que es más propio de un género que se cultiva en los patios de provincia. Una revolución de guitarreada, como quedó claro, casi a modo de declaración de principios, cuando decidieron plantar en medio del show su "guitarreada soñada", junto a colegas como Raly Barrionuevo (que luego tuvo aquí su segmento solista), Peteco Carabajal (que estará el miércoles), Néstor Garnica, Horacio Banegas, el dúo Orellana Luca.    

Y aunque ya no está más la mítica Peña de los Copla, que durante años funcionó como el espacio alternativo por excelencia -de donde surgieron muchos de los que luego fueron "consagraciones" jóvenes y hoy son figuras instaladas-, los "himnos" de los Copla siguen funcionando como llaves inmediatas al canto y el baile colectivos, como quedó demostrado en una Plaza Próspero Molina que lució llena de gente atenta y festiva, con grupos de bailarines listos para las chacareras en cada pasillo y pañuelos alzados en cada zamba coreada a voz en cuello.  

El ballet de apertura, destacado.

Ahijuna con las Ribs

Aquí ahora frente a la Plaza hay una calle con carritos en los que se puede comprar "Big Chori", "Sangría Frozen" que sale de una melaza industrial (por lejos, el trago más vendedor del festival, a juzgar por los grandes vasos de la marca que pasean en sus manos transeúntes de todas las edades). Y hasta (¡vade retro, Atahualpa!) costillas de cerdo aderezadas que, como en TikTok, se llaman "Ribs" con barbacoa

Eso sí: Conviven en pocos metros con las filas humeantes de cabritos suspendidos en cruz junto a obscenos costillares pre Milei, con los carteles que ofrecen "Locro buenazo" y "Fernetazo a 8cho mil", con el cubanitero que se sigue paseando con su bandeja por los festivales, todo un perenne emprendedor analógico, vistiendo un elegante traje de colores llamativos cada noche. 

Unas cuadras más allá, algunas "confiterías" parecen haber quedado detenidas, con su mobiliario y las tipografías liberty de sus carteles, en los tiempos de la fundación de este festival, cuando las fuerzas vivas de Cosquín recurrieron al boom del folklore de la época como un modo de ahuyentar la fama de pueblo al que se venía a curar la tuberculosis, un gran estigma de la época. 

Por fuera del acceso a la Próspero Molina (con precios de entradas que van desde los 14 mil pesos y buena concurrencia de gente), este año hay solo dos espacios en el circuito peñero: El Patio de la Pirincha (donde también ocurren presentaciones y eventos que se suman a los oficiales del Congreso de Cultura del festival) y La Salamanca. El alto costo de apertura para estos espacios (unos 25 millones de pesos de canon municipal más otro tanto de alquiler) jugó en contra de la pluralidad de otros años.

Revelaciones

La grilla de Cosquín se sigue pareciendo tanto a la de años anteriores, pero en el medio -en esto también continúa la tradición- siguen apareciendo revelaciones. La de la segunda luna fue sin dudas la del ganador del Pre Cosquín, Emanuel Ayala, oriundo de Choele Choel y radicado en Buenos Aires para formarse en instituciones públicas a las que agradeció, como la Escuela de Música Popular de Avellaneda. 

El joven que surgió del certamen previo que se organiza aquí como un modo de relevar cada año nuevos valores de todas las provincias (y que otorga como premio, justamente, el anhelado pase a este escenario mayor) sorprendió con su aplomo y su carisma, solo con su guitarra. Enseguida capturó a un público que lo escuchó con respeto y lo acompañó con entusiasmo, temas tras tema. 

Emanuel Ayala, surgido del Pre Cosquín.

Encendieron al público también artistas como Raly Barrionuevo y Paola Bernal. Y si a Bruno Arias le llegó en 2013 la "Consagración" aquí en Cosquín (el premio más importante para un artista de folklore), este año se impuso con otra celebración redonda: la de sus 20 años, ya, con la música. 

Con este título fue el encargado de darle el cierre a la segunda luna del festival. Fiel a su estilo, el jujeño lo hizo desplegando un festejo de marca propia que incluyó un nutrido ballet, una recreación de los paisajes de cardos gigantes de su tierra, una gigantesca bandera wiphala en el medio del escenario. 

Bruno Arias, fiesta en el cierre.

Desde este territorio Bruno Arias cantó y dijo. Y entre carnavalitos, sayas, tinkuys y la fiesta entre el público, los músicos y los bailarines, terminó su actuación al grito repetido de "¡La Patria no se vende!". Un canto disruptivo en un Cosquín que, pase lo que pase, conserva su propia versión de la realidad.