Limpiar la casa un poco más a fondo de lo común, con una dosis extra de énfasis, suele ser mi ritual para asimilar la violencia a la que nos somete cotidianamente el presidente con sus manifestaciones públicas de odio, o las de su gabinete con sus políticas económicas de empobrecimiento y violencia estatal, acrecentada por una derecha mundial que ya no teme hacer públicamente suyos, los símbolos del fascismo y el nazismo.
El panorama es desolador, pero la vida continúa con esa prepotencia absurda del devenir cotidiano. En las redes hay mucho ruido: el ensordecedor silencio de quienes tienen su voz amplificada por algunos miles de seguidores, o posteos tibios con frases ready made, junto a los múltiples posteos de bronca que hicimos todes quienes sentimos en la piel, la amenaza directa a nuestras existencias.
Últimamente y cada vez con más frecuencia, salgo de las redes aturdida. Como si el algoritmo estuviera ajustando algunos decimales, pienso, mientras salto de un meme a una convocatoria para una asamblea antifascista, del video de un perrito rescatado, al registro de una marcha en algún país del mundo por el fin del genocidio en Palestina; o al re-posteo de un famoso tratando de asimilar con un chiste, que Meta ya no considera necesario moderar como discurso de odio, decirle a una persona Lgbtttq+ enferma.
Dejo el celular en la mesa, los pájaros del patio no logran aplacar la confusión, no voy a poder concentrarme en ese libro de arquitectura que me costó conseguir. Mi mente está espesa, como la atmósfera del mundo. Limpiar no va a calmarme, así que voy a cortarme el pelo a la barbería del barrio del conurbano en el que vivo hace un tiempo. Entro con la cabellera de una señora y salgo hecha un turrito, el movimiento es alquímico y sirve para aplacar mis nervios momentáneamente.
Echa un turrito entro en la dietética y converso con la madre de Vero, la dueña, que la está ayudando hoy, porque es el día más ocupado. Algunas bromas sobre el verano después, la señora me reconoce porque voy a yoga en el salón pegado al local, Vero fue de quien me recomendó que vaya, hoy me trató en masculino, ni idea por qué pero no la corregí, porque hace ya algún tiempo me da igual que me traten de chico o chica.
Supongo que será el corte de turrito, porque con el corte de señora le compartí la receta de chipa guazú para navidad y ahí creo que me trató en femenino. Me despido diciendo que a esta altura me auto percibo cliente habitual, habitué, me corrige la señora sonriendo.
Frente a la dietética, el carnicero me corta las milanesas gruesas porque se acuerda que las hago al horno y sino se quedan muy secas, él y su esposa me recomendaron que me abra una Cuenta dni cuando recién me mudé al barrio, porque los descuentos valían la pena y había que aprovecharlos. En aquel momento nos reímos porque les dije que estaban para filmar una publicidad de la app.
Hoy charlamos brevemente sobre técnicas para cocinar milanesas congeladas mientras pienso que la carne aumentó desde la última vez que vine, hago números, el kilo de casi todos los cortes cuesta al menos tres mil pesos más que hace algunas semanas. Que extraña esta baja de la inflación, pienso. La panadera volvió de las vacaciones medio confundida y casi me cobra el doble las 4 medialunas dulces.
Como tenía que imprimir fui al kiosko y mientras una señora pedía papelillos manifestando reiteradamente que no eran para ella, veo en el monitor una calcomanía de la bandera del orgullo y una frase que dice algo de un mundo para todes. Intento imaginar por un momento, quién habrá pegado la calco. ¿Será la señora que me atiende ahora o el pibe que atiende a la tarde?
No vengo mucho al kiosco pero la doña me tiene agendada como Ile. Le doy charla sobre la impresora que tengo y no anda a la cliente acomplejada, mientras espero mis impresiones, el ambiente relaja y nos despedimos sonriendo. Vuelvo caminando a mi casa sintiendo algo de ternura en el cuerpo, siento que estos días eso vale doble.
No sé quién de toda la gente que me sonrió genuinamente hoy, habrá votado al presidente que tenemos. Siento pavor de sentir alivio al ver una calcomanía lgbtttbiq+ en un lugar, porque esa sensación de seguridad también me muestra la tensión creciente que siento en todos los otros lugares. La calma parece ser un privilegio del pasado, pero resulta extrañamente reconfortante ese cotidiano que continúa algo distraído de la política mundial y su crueldad. Desearía que no fuese así, desearía que podamos dimensionar multitudinariamente que el capitalismo y sus asimetrías cada vez más pronunciadas están, literalmente, incendiando el mundo para que los ultramillonarios viajen en aviones privados mientras nosotres luchamos por pagar el colectivo. Por el momento me alivia encontrarme en un almacén del barrio con gente muy distinta a mí y compartir una sonrisa cómplice fruto de un chiste malo.
Hace un tiempo participé en una mesa de debate sobre el futuro del cine argentino, en el FICER, el festival de cine de Entre Ríos. Nadie tenía mucha idea del futuro y estábamos saliendo de una de las tantas embestidas que había hecho el gobierno contra el cine nacional. Yo dije que pensaba que había que confiar en el presente, en la fuerza de ese cotidiano que continúa pese a todes. Me sentí medio boluda y casi todes me miraron así con algo de razón, pero lo dije pensando en esa frase de Roberto Arlt que en ese momento no mencioné, porque no recordaba dónde la leí: “El futuro es nuestro por prepotencia de trabajo”.
No tengo palabras para calmar mi ansiedad y tampoco pude ir a la asamblea antifascista porque mi trabajo precario me lo impidió, pero encuentro algo de consuelo en pensar que, al menos por ahora, el algoritmo no puede controlar mi interacción cuerpo a cuerpo con la gente. Y pienso que ante tanta máquina virtual diseñada -cada vez de forma más evidente- para motivar nuestros afectos más tristes y violentos, quizás sea allí, en ese encuentro cotidiano, donde podamos crear algunas respuestas o al menos, encontrar algo en lo que seguir creyendo.