Una de las letanías reaccionarias más persistentes sostiene que los presentes calamitosos son garantía de futuros venturosos. Es decir que para tener un mañana mejor es necesario empeorar nuestro presente. Podríamos tomar ese enunciado contrario a la lógica como parte de una visión cristiana del mundo, en la que se llega al Paraíso a través de una vida de cilicio y penurias, pero hay una sutil diferencia: en la visión reaccionaria, mientras que todos gozaremos del Reino de los Cielos, no todos padeceremos de las penurias de este valle de lágrimas.
Existe una factor que contradice la noble voluntad oficial de mejorar el futuro de la economía argentina: el aumento de la deuda externa. ¿Qué futuro le dejamos a nuestros hijos y nietos si esperamos de ellos que, además de pagar sus gastos, se hagan cargo de los nuestros?
Es central hacer foco en el endeudamiento en moneda que no emitimos, dado que la refinanciación de los compromisos asumidos (estos modelos siempre contemplan el repago de la deuda con nueva deuda) dependerá del ánimo de los acreedores internacionales y de las exigencias que Argentina deba cumplir. Desafortunadamente, los mandatos a cumplir para poder seguir en la bola de nieve de la deuda nunca impulsaron un proceso de crecimiento sustentable. Al contrario, los ajustes fiscales demandados contrajeron más la actividad e implicaron la necesidad de mayor endeudamiento.
Y el ritmo de crecimiento de los préstamos recibidos viene siendo el más acelerado de nuestra historia. La deuda total en moneda extranjera, según datos del Observatorio de la Deuda de la UMET, desde la asunción de Cambiemos y hasta mediados de noviembre de 2017, fue de 87.880 millones de dólares, lo cual equivale al 15,7 por ciento del PIB. En relación al PIB, pasó de representar el 27,5 por ciento a fines de 2015 a alcanzar el 43,2 por ciento en la actualidad. Un rasgo relevante es que, el sector público ha generado el 89 por ciento del nuevo endeudamiento y sólo un 11 por ciento correspondió al sector privado, según el referido observatorio.
La agencia de noticias internacional Bloomberg reparó en lo peligroso del actual endeudamiento, al observar que somos el país que más se endeudó en el mundo durante los últimos dos años, a pesar de tener un PIB que es 20 veces más pequeño que la segunda economía que más préstamos tomó (China). Bloomberg también advirtió que “solo alrededor del 20 por ciento de la deuda de Argentina está denominada en pesos” y consideró que ese balance “deja al país a merced de la volatilidad de los mercados cambiarios globales”. Es curioso que, si bien es necesario en parte el ingreso de divisas para el crecimiento, esos préstamos se usaron mayoritariamente para cancelar compromisos generales en pesos, que perfectamente podrían haberse cubierto en mayor medida con deuda en moneda local que sí podemos refinanciar sin tener que subsumirnos a presiones externas.
La aparente contradicción cobra sentido cuando se observa que los dólares ingresados del exterior implicaron, a la vez, una emisión monetaria extraordinaria que derivó en la necesidad de tener que emitir nueva deuda en pesos para esterilizar la expansión monetaria derivada del endeudamiento externo (los dólares que el gobierno consigue prestados suman reservas y, como contrapartida, el Banco Central debe emitir pesos). En el medio, para el sector financiero es un festival de rentas por intereses y comisiones, tanto por la deuda colocada en el exterior como por la local. Así, además, se conjugó otra bola de nieve: la de las Lebac que ya superan en un 25 por ciento a la Base Monetaria. Para que la bomba no estalle y que sus tenedores busquen refugio de nuevo en el dólar, el pago de intereses debe ser cada vez más suculento. La hecatombe llegará cuando algún jugador grande del mercado retire sus fichas y las convierta a dólares. A partir de ahí comenzará el juego de la silla. Todos buscarán asentar sus ganancias en dólares, lamentando no haber salido antes y temiendo quedar afuera.
Anestesia
Históricamente, la deuda ha funcionado en Argentina como un gran narcótico; una herramienta que le permite al Estado evitar la espinosa discusión sobre la distribución de la renta y financiarse con un ingreso “indoloro” transitoriamente. De esa forma, evita confrontar con sectores poderosos que, montados sobre el ingreso extraordinario de capitales derivado de la deuda externa, pueden fugar capitales con plena libertad. Pero así como el reparto de presentes calamitosos y futuros venturosos nunca es equitativo, tampoco lo es la distribución del pago esa deuda que, sin embargo, tomamos todos.
Si la deuda fuera utilizada para incrementar la capacidad competitiva de la economía podría llegar a implicar un proceso sustentable y promover realmente un futuro venturoso. No es el caso. Los recursos externos que provee el sector público vía endeudamiento (a tasas de interés que casi triplican los estándares regionales) no se direccionan a través de estímulos a la compra de tecnologías que sí o sí Argentina debe importar. Las divisas ingresadas se utilizaron básicamente para alcanzar un fugaz acuerdo con los fondos buitre, cancelar compromisos de deuda previos y, fundamentalmente, como en los últimos ciclos de fuerte endeudamiento (última dictadura y convertibilidad), para la especulación financiera, la fuga de capitales (desde la asunción de Cambiemos y hasta octubre pasado, ya se fugaron 29.455 millones de dólares) y el consumo de un segmento social de ingresos medios altos y altos que, con un tipo de cambio que aumentó mucho menos que la inflación y con atractivos planes de financiación, se orienta a la adquisición de bienes durables con una alto componente importado (automóviles, motos y electrónicos, entre otros) y también turismo externo.
Motores
El ministro de Finanzas Luis Caputo, sostuvo que hacia 2020 el peso de los intereses de la deuda irá decayendo y que, al final, más tarde o más temprano, la deuda se hará irrelevante frente al inevitable crecimiento del PIB. Como las incumplidas metas de inflación que ha previsto el gobierno en 2016 y 2017 y como las que proyecta para los siguientes años, el esperado dinamismo del PIB también es un objetivo de imposible cumplimiento. La tasa de crecimiento de 2016 fue negativa (-2,2 por ciento) y, en 2017, no llegará al 3 por ciento, mientras que el capital de la deuda crece exponencialmente y se ha pactado el pago de intereses a tasas superiores al 7 por ciento. La deuda se pagará con más deuda y ningún acreedor en su sano juicio, como en las experiencias pasadas, refinanciará esos vencimientos sin exigir mayores rendimientos y plazos de devolución más cortos.
La licuación de la deuda por aumento de PIB es un clásico deseo que nuestros economistas serios intentan transformar en realidad. Lo repitieron frente al modelo que implantó José Alfredo Martínez de Hoz durante la dictadura cívico–militar y Domingo Cavallo en la Convertibilidad. En ambos casos fracasó pero eso no les restó entusiasmo.
¿Podría ser posible esta vez? Parece extremadamente difícil. Los motores del actual modelo tienen como combustible el endeudamiento público. El artificial sostén del tipo de cambio a través del ingreso especulativo de divisas que permite mantener un tipo de cambio bajo estimula un consumo de bienes crecientemente importados o que la industria local solo ensambla, como los de la industria automotriz. Cualquier imprevisto a nivel internacional que genere pánico sobre los activos de mercados “emergentes” o “fronterizos” implicará un sacudón financiero muy dañino. La apuesta por la construcción es un buen estímulo a la actividad interna, pero si no va acompañada de un fortalecimiento del mercado de trabajo no es sustentable. La degradación del empleo fundamentalmente de la industria que ya perdió 67.940 puestos de trabajo formales desde que se instaló el nuevo modelo y hasta septiembre pasado es una señal clara de este problema. Son empleos que en la última década han conseguido remuneraciones promedio que fueron 20 por ciento superiores que las del resto de los trabajadores registrados.
Paradojas
En la conferencia de prensa posterior a las elecciones de medio término, Mauricio Macri explicó que “tenemos que reducir el gasto público (ya que) la Argentina no puede endeudarse a esta velocidad eternamente”, explicitando, si aún hiciera falta, que el gasto público se financia con deuda y no con ingresos fiscales. El mayor driver del modelo económico que prometió mejorar nuestro futuro es la deuda que, justamente, lo compromete. Pero esa no es la mayor paradoja: ese endeudamiento masivo hubiera sido imposible sin el desendeudamiento previo, llevado a cabo entre 2003 y 2015. Según los cálculos de la UMET, el ratio de deuda pública sobre PIB cayó de 117,5 por ciento en 2004 a 43,5 por ciento en octubre de 2015 y la contraída exclusivamente con acreedores privados en moneda extranjera (es la más difícil de renegociar) se licuó mucho más: pasó de representar el 66 por ciento en 2004 a sólo el 7 por ciento en octubre de 2015. Es decir que la pesada herencia recibida por el gobierno de Macri es, al fin y al cabo, su principal fuente de financiación y de estímulo de actividad, promoviendo un futuro para nada venturoso
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