El profesor Ricardo Piglia le hace decir a su alter ego, Emilio Renzi, en sus diarios, que el pórtico de entrada a Buenos Aires está en el cruce de las avenidas Callao y Corrientes. Una entrada con recepción en una confitería y en una disquería-librería importantes, que hacia el obelisco tenía toda la impronta cultural de la ciudad. Hoy podríamos decir que esa maravillosa ruta se mantiene sosteniendo retazos importantes de lo que fue: librerías de textos nuevos y usados, sabores exquisitos de helados de la región del Veneto a la espera de ser degustados por largas filas de sibaritas, cierta invasión gastronómica pizzera en la zona, más allá de las tradicionales que nos alimentaron; ¿pero qué familia puede pagar una cena para cuatro personas hoy en un restaurante?; siempre se apela a la muzzarella, difícil llegar siquiera a alguna tira de asado o a un desbordante plato de vermichellis tuco-pesto de algún icónico bodegón. Ese recorrido bien podría ser hoy un reconocimiento de consumos actuales, atados a la mishiadura reinante. Una peatonal de buscas, magos, Michael Jaksons, y ancianos de tristes voces cantando un tango, que nunca pensaron en hacerlo para ganarse un peso, de algún caritativo transeúnte.
Una postal en la que conviven la fantasmagórica intelectualidad del bar La Paz, donde aún resisten los teatros con sus actores tan queridos. Menos cines, sí, pero los tres imprescindibles si uno quiere salir de la invasión de tanques multinacionales: La sala Lugones, el Lorca y Cacodelphia, que bancan la parada.
Así se muestra a la avenida Corrientes, ese orgullo porteño que se supo mantener a fuerza de su vida fenicia durante el día y su vida griega durante las noches a decir del poeta Horacio Ferrer. El centro, marca registrada de cultura y felicidad, pelea entre estéticas de mercado y retazos de bohemia que resisten con honor. Claro está que pareciera que nadie le ve el alma a esta calle, que tanto nos educó. Los últimos jefes de gobierno no la disfrutaron jamás. Toda una definición política; sólo vieron en ella problemas viales crónicos, de asfalto y marquesina. Y ningunearon el espíritu porteño, que levantó a fuerza de progreso un pasadizo al más allá.
Por eso, en estos días en una de las patas de su pórtico, llaman la atención filas de personas sin distingos de edad que duermen a la intemperie en plena vía pública, cada una alienada en el box que ofrece el diseño de vidriera de una librería.
Vecinos en situación de calle, bajo el escaparate extendido, que combina libros deliciosos y tapas de LPs inolvidables. Allí les cuidan el sueño, las miradas de Mercedes Sosa, Miles Davis, Spinetta, Bob Dylan, Yupanqui, Almendra, Los Beatles, Piazzolla, Piglia, Borges, Pizarnik, Bukowsky, Carver. Todo un parnaso cultural vigilante del sueño caluroso y desangelado de la pobreza arrojada como descarte.
Gente expuesta socialmente, al mismo tiempo que se hace alarde y se publicitan acciones de higiene municipal en una confusión de conceptos y de no entender que si aquí hubo cultura es porque antes hubo mucho trabajo.
Una tensión insoportable entre lo mejor y lo más injusto de la ciudad, un diagnóstico expuesto a cielo abierto, justo allí donde el profesor Ricardo Piglia le hizo decir a su alter ego Emilio Renzi, en sus diarios, que ese era el pórtico de entrada a Buenos Aires.