-- Me gustaría tener un oído de cartón.
El Vasco y su cuñado David caminan por la arena, sintiendo el sol en sus rostros, las olas están al acecho de los pies descalzos. Van dejando atrás distintos balnearios, la única meta es ir más lejos que en la salida del día anterior, volver loco al reloj cuenta pasos, ya se cansarán y será el momento de emprender el regreso.
Churro enamorado, recién elaborado, terremoto de placer, tengo todo lo que quieren las guachas, churro, bolita y torta frita, hay agua mineral, bebida fresca, hay coca, esta tarde no se pierdan el tren de la alegría, lloren chicos, lloren, hay churros rellenos, hay churros, ¡¡¡aaa los pirulines!!!
Los sonidos se entremezclan y se suman al murmullo de las olas, el Vasco no sabe si esas frases del mercadeo popular son el eco de sus pensamientos que rebotan como bolita de ping pong en su cabeza reventada por el sol o provienen del mundo exterior, de eso que suelen llamar la realidad.
Camina perdido en sus reflexiones, hasta que el cuñado le suelta de nuevo esa frase: Me gustaría tener un oído de cartón. Al menos eso es lo que entiende o cree escuchar. Le hace un gesto con la cabeza, como aseverando aquello que, en realidad, le resulta incomprensible.
Los pasos se vuelven más pesados por el cansancio, aunque no quiere ser él quien dé la orden del regreso, al igual que ayer, esa estúpida cosa de varón. La línea de la orilla bien recta, casi marcada con escuadra, típica de la Costa Atlántica, se vuelve circular, es una cosa bien uniforme y pesadillesca, sin salida, como alfombrado de crucero. Mira al cuñado, trata de doblegarlo con la vista, ¿estás cansado?, quiere preguntarle, pero no lo hace.
De su boca sale otra frase, de cerebro ralentizado: --¿Qué me quisiste decir con eso del oído de cartón?
El cuñado intenta contener la risa, toma aire y responde: --Que me gustaría tener oído abso…
--Ah, claro, como Mozart, Freddie Mercury o, para no ir tan lejos, como Charly García --interrumpe el Vasco con aire de suficiencia--. Esa capacidad de comprender la nota musical de una bocina de autos o la tonalidad del motor de una heladera. No sé si me gustaría tanto, debe ser algo que genera mucha irritación.
--Es que en realidad hablaba de otra cosa --le dice David-. Te dije que me gustaría tener el oído de Kartun.
--Estoy más sordo que una tapia.
--No hay peor sordo que el que no quiere oír --murmura el cuñado por lo bajo.
--¿Qué me decías?
--Que me gustaría tener el oído de Kartun, Mauricio Kartun, tener un oído absoluto como el que tuvo Niní Marshall. O los Discépolo. Un oído absoluto para la lengua popular, para capturar palabras que circulan en las calles y aún no están presas de la institucionalidad, para rescatar arcaísmos y devolverles su vitalidad o darles una nueva potencia.
El Vasco asevera con la cabeza, ahora sí comienza a comprender las palabras de David. Otra vez se pierde en sus evocaciones, en aquella vez que hizo unos meses de taller de dramaturgia en lo de Kartun, allá en Almagro, cuando aún soñaba con tener vida de artista. Aparecen las muñecas viejas sentadas a horcajadas en los estantes de las bibliotecas de madera, un extraño juego lituano, una banca del segundo Concejo Deliberante porteño. El escritorio de Mauricio, coleccionista y reciclador de objetos, coleccionista y reciclador de arcaísmos. Frases y modismos que se disparan solos, que requieren ser tallados de forma obsesiva. La palabra es la que pinta, la que da forma, la que da tono.
Una pelota de fútbol, de forma traicionera, lo emboca de lleno, siente como si le hubieran dado con una bola de hierro en la nuca. Un rubio slim fit lo empuja, lo hace a un costado y sigue con el balón hacia el arco improvisado con un par de buzos. El Vasco queda atontado, primero; avergonzado, después; desprendido de su ensimismamiento, a la final.
--¿Estás bien? --le pregunta David.
--Sigamos. O volvamos. --responde, todavía contrariado.
El sol se esconde detrás de los médanos y la temperatura comienza a aflojar. Las mismas carpas, algunas sombrillas menos; la marea baja y el riesgo de mojarse las patas con el agua gélida se desploma. El Vasco piensa en la figura del flâneur, en el arte de vagar por las calles sin rumbo fijo, paladear el paisaje urbano con la mirada, atento a los cambios y las persistencias, a los pliegues espacio-temporales que pueblan nuestra vida cotidiana. David le hace señas para que hagan un alto, se sientan en unas reposeras abandonadas. Una avioneta cruza el cielo, remolca un cartel que dice: “Es hora de hacer volar tu mensaje”.
--Hace unas semanas vi en Youtube una entrevista a Kartun --dice David. Contaba que sale todos los días a hacer caminatas por los barrios porteños, que el vagar sincroniza el organismo con la cabeza, que no sólo se trata de quemar calorías, es la posibilidad de romper con la absorción de lo doméstico. Y que cada caminata es como salir a pescar imágenes. Observar y escuchar, recuperar la vida contemplativa, el arte de estar en contacto con lo que nos rodea.
El Vasco escucha y se le viene, tan nítido y gigante como un camión de frente, el recuerdo de Los espigadores y la espigadora, el documental de Agnes Varda que cuenta las vidas de los glaneurs, las personas que viven de la recolección y el reciclaje en Francia, que buscan alimentos, viviendas, ropas, objetos. Basura, supuesta basura. Glaneur, flâneur. Uno de ellos dice: “Lo que me gusta de los objetos que recupero, es que tienen una existencia, ya han vivido y la gente los ha desechado, siguen vivos, basta con darles una segunda oportunidad”. Darles nueva vida a los desechos ante el imperio de lo efímero y lo uniforme que marcan nuestras sociedades de consumo. Encontrar la vitalidad y la potencia en lo descartado: el oficio de la recuperación.
Ahora los edificios del centro ya se vuelven nítidos, para los cuñados el punto de partida es el punto de regreso. El Vasco guarda sus anteojos negros en el bolsillo de la malla y dice:
--Tenés razón, David. Me gustaría tener el oído absoluto de Kartun, de Niní Marshall, de Discépolo. Necesitamos más escucha, observación, contemplación. Necesitamos recolectores de palabras.