Mirar de costado

Un hombre solitario envuelto en la bandera de Estados Unidos con una pistola en la mano, otro con un pin de una AK 47. Un puñado de seguidores agolpados en una ventana para poder verlo en un mitin del 2015, cuando todavía Donald Trump era una curiosidad política. O un detractor sosteniendo un cartel que dice “Esto es el infierno”. Aunque el actual presidente de Estados Unidos no aparece en ninguna de estas imágenes, el desborde y la agresividad inconfundible que caracteriza su figura se desparrama en Trumpland, un libro recién editado por el sello independiente Nighted, donde el fotoperiodista JM Giordano intenta entender su ascenso únicamente a través de fotos de sus seguidores en distintas épocas. “No soy tan ingenuo como para pensar que las cosas van a cambiar, pero espero que mis libros sean un reflejo de nuestro tiempo”, ha dicho el fotógrafo. “El capitalismo fallido, el racismo, la brutalidad policial, los olvidados, son todos temas que cubro”. Joseph Giordano (ese es su nombre real) es oriundo de Baltimore. Sus fotos se publican regularmente en medios como The Guardian, Al-Jazeera, NPR o el Washington Post, y en su carrera se ha interesado en el registro de movimientos sociales y la cultura urbana. En sus dos libros anteriores documentó su ciudad natal: un lugar tan violento como festivo, nombrado uno de los más peligrosos de Estados Unidos, aunque también hogar de una figura tan hermosa como John Waters. Pero en esta tercera entrega, el fotógrafo se dio a la tarea, mucho más antipática para él, de seguir el ascenso de la figura de Trump, pero de un modo lateral. Su rango es amplio: empezó la serie cuando el empresario era apenas un personaje bizarro a punto de hacer expansión y su registro de fans alocados va desde el arranque de aquella primera reunión en 2015 hasta la insurrección en el Capitolio cuando muchos pensaron erróneamente que su carrera política había terminado.

Lobo estás

A pesar del esfuerzo que los científicos hacen en tierra, gran parte del fondo oceánico sigue siendo desconocido. Por eso, un creciente número de proyectos están recurriendo a los verdaderos locales: desde pingüinos a tiburones pueden ayudar a recolectar nuevos datos submarinos. Es el caso de los lobos de mar, una especie que tiende a hacer buenas migas con el humano, y quizás por eso mismo, hoy se considera en peligro de extinción. Basados en esas dos problemáticas, científicos australianos de la Universidad de Adelaida equiparon a ocho lobos con cámaras que han estado cartografiando miles de kilómetros del fondo marino hasta 110 metros de profundidad. “Tradicionalmente, la evaluación de los distintos hábitats marinos se hace desde una perspectiva antropocéntrica. En cambio, aquí utilizamos a los lobos como herramienta para evaluar y ellos nos proporcionan información sobre las zonas que son importantes para ellos. Creo que es un gran cambio y algo que puede incorporarse a los datos más tradicionales”, dijo a la revista Science Nathan Angelakis, que está a cargo de la investigación. De esta manera, las grabaciones han revelado imágenes marinas nunca vistas y comportamientos de lobos marinos no documentados que podrían ayudar a su preservación. Por ejemplo, ahora sabemos cuáles suelos prefieren, o que son capaces de esperar a su presa favorita hasta trres minutos bajo el agua, incluso levantar rocas para buscarlas, y también enseñar a sus crías a entrar al mar.

El último trago

Uno siempre quiere matar al padre y la primera borrachera de la adolescencia solía ser una forma para hacerlo. Pero ahora se invirtieron los papeles: parece que tomar alcohol ya no es cool. Eso están diciendo algunos nuevos antecedentes sobre la socialización de la Generación Z y sus formas de consumo. Por ejemplo, según una encuesta de la consultora norteamericana Gallup, el porcentaje de jóvenes de 18 a 34 años que consumen bebidas alcohólicas ha caído a un mínimo histórico. Mientras que el de jóvenes que incluso piensa que beber con moderación es malo para la salud se ha duplicado desde principios de la década de 2000. Por eso, quizás, palabras como “mocktail” (cuya traducción sería “cóctel de imitación”) a nadie le suenen raro por estos días. Y el advenimiento de cervezas, bebidas espirituosas y hasta whisky sin alcohol empiezan a ser cada vez más comunes en los bares y en las góndolas. Esto, porque las nuevas costumbres que están marcando a la generación también han obligado al mercado a un cambio de estándares que podría desafiar la forma misma del negocio del alcohol. Según un análisis de IWSR, un organismo global que se dedica al estudio del mercado de bebidas alcohólicas, el negocio de las bebidas sin y con poco alcohol se ha disparado hasta los 13.000 millones de dólares y se prevé que crezca aún más. Y por otro lado, el volumen de venta de bebidas sin alcohol aumentó un 29 por ciento. También captaron nuevos fans: en 2023, por ejemplo, el 17 por ciento de los consumidores del sector eran nuevos.

La reina del desierto

Los que se preocupan tanto por la idea absurda de vivir rápido y dejar un cadáver joven podrían inspirarse un poco más con esta historia. La campeona olímpica Agnes Keleti empezó a competir recién a los 31 años, cuando a un atleta se le considera mucho más que jubilado. Pero se convirtió en la segunda medallista olímpica más laureada en la historia de su país, la más veterana en conseguir un oro, y no contenta con eso, en la campeona más longeva del mundo. Su historia extraordinaria se recuerda por estos días para despedirla porque acaba de morir a los 103 años en su Budapest natal, donde fue ingresada por una neumonía, aunque exhibió unos splits brutales hasta casi el último momento. “Vivo bien y amo la vida”, dijo Keleti cada vez que le preguntaron por su impresionante longevidad. “Ha valido la pena hacer algo bien en la vida. Me dan escalofríos cuando veo todos los artículos que se han escrito sobre mí”. Esto, porque la historia que se teje entre su talento mercurial y su capacidad de supervivencia se cuenta mucho más allá de los logros deportivos. Violonchelista profesional y gimnasta precoz que se coronó campeona de su país a los 16 años, Keleti nació en una familia judía en 1921 y en los años cuarenta pudo escapar del Holocausto consiguiendo documentación falsa, distinto destino al que corrió su padre, que murió asesinado por el nazismo. Keleti sobrevivió a la Segunda Guerra en un pequeño pueblo de la campiña húngara donde consiguió trabajo como empleada doméstica y cuando por fin clasificó para los Juegos Olímpicos de Londres en 1948, se rompió un ligamento y no pudo viajar. Para cuando finalmente pudo competir en los Juegos de Helsinki, ya había pasado los 30 años, una edad a la que casi ningún deportista aspira. Pero ella sí. Y en sus segundas olimpiadas, en Melbourne, las múltiples victorias que se llevó la convirtieron en la competidora más premiada de esa edición de los Juegos, a sus 35 años. Pero como si todo eso fuera poco, justo mientras ella se llevaba toda la gloria en Australia, los tanques soviéticos irrumpían en su Hungría natal y junto a otros 44 atletas, no pudo regresar al país. “Agnes Keleti es la gimnasta más grande que ha producido Hungría, pero también una deportista cuya vida y carrera se entrelazaron con la historia y la política”, dijo el Comité Olímpico Internacional, en homenaje a la gimnasta que finalmente pudo volver a casa en 2015, después de inventarse una nueva vida como entrenadora de gimnastas en Australia e Israel.