Un cuerpo repartido en varias partes. Una vida narrada en varios idiomas. Una existencia que de tan múltiple se vuelve única. Este podría ser el epitafio de una lápida, la inscripción que lleva la tumba de un personaje público, esa manera de presentar a los muertos que en vida se consideraban valiosos.

No lo es y lo es al mismo tiempo.

Paz Crotto elige la sutileza de lo diverso, y a través de la miscelánea del recuerdo narra en El hachero (Ninguna orilla, 2024), la vida de Guillermo Martínez. Guillermo, un inmigrante paraguayo que comenzó a trabajar en el campo de su abuela -un churquerío en las sierras cordobesas a orillas del río Los Reartes-, cuando la autora tenía cuatro años, y murió cuando tenía dieciocho; la edad en la que la ley decide que la niñez ha terminado y una persona se convierte en adulta.

La ficción de la lengua es asombrosa, puede modificar en un segundo el estatuto jurídico de una persona, puede, como ocurre con este libro, traer al presente la tierra de la infancia, pero sin decirlo, sin la propuesta evidente de contar la hechura familiar, sino mejor, hurgando ahí, en una biografía que aglutina, que se derrama en el enigma de la fotografía, los sonidos sucios del paisaje, la palabra del conquistador, el idioma nativo, el ultraje de la traducción.

Para contar la vida de Guillermo, esa vida, El hachero exprime la experiencia sensorial.

Años después de la muerte de su abuela, ocurrida muy cerca de la de Guillermo, Paz decidió comenzar a explorar. Lo hizo porque, como dice parafraseando a Nieztche, ese lugar, un poco bosque, un poco campo, un poco montaña, un poco agua, determinaba el peso de las cosas, y Guillermo era ese lugar.

Ella se define fotógrafa de profesión, su lápiz es el objetivo de la cámara, la foto el acto creativo que corona la paciencia ubicua de quien anda por ahí pescando imágenes que hablan. Por eso lo que hizo durante mucho tiempo fue, sobre todo, tomar fotos. Fotos de piedras, de animales fosilizados, de vísceras frescas, de árboles que se lían hasta volverse el hueco de una puerta, de pastos ardidos, del río, de personas, de niños. ¿Cómo mostrar la crudeza de eso que el citadino llama, indistintamente, “el campo”? ¿Cómo evidenciar su precioso lado enigmático? El terror es bello si está bien contado.

Cuando la poeta Susana Thénon se refirió a la fotografía, un trabajo al que se dedicó con ahínco por casi siete años, dijo que la fusión de poesía y fotografía ofrecían un desafío apasionante: sintetizar en una imagen lo que el poeta desarrolla en el tiempo. El Hachero tiene algo de esto.

Aclara Paz que a la foto se añadieron las entrevistas y que todo el mundo contaba cosas que en algún punto se contradecían. La mandaban a averiguar con tal, y tal decía que a eso lo sabía tal, y tal negaba y enviaba a preguntarle al primer tal. Será por eso que el libro va ofreciendo en pequeñas dosis relatos parcelados, el relieve de un personaje que se desprende de una persona; una persona que muere, un personaje que perdura: “Era de hacha, el tipo”.

En los sonidos, el personaje

Y entonces irrumpen los sonidos ⸺En los sonidos es donde está él, sin tantas pretensiones ⸺, cuenta la autora. Los sonidos de los pájaros, de los chicos, del arroyo, de la crecida, de las moscas. Los sonidos de la lluvia, de los grillos, de los sapos, del fuego, de los truenos. Los sonidos de la soledad. A esos sonidos, registros acompañantes de una exploración afectiva, se accede a través de un código QR añadido al final del libro, ubicación que invita a pensar en todas las disposiciones de un libro, de este libro.

Así, los relatos a lo largo, la fotografía en el centro, los sonidos compilados al final. Libros en libro. Todos distintos, todos el mismo. Un cuerpo que se atomiza y se concentra. Una lectura que se expande. Como la historia de Guillermo, como su estar ahí, en el cotidiano de una familia a la que no se ingresa por linaje sino por extranjería.

“Guillermo apareció así, ni idea de dónde venía (…) Hablaba un castellano muy difícil de entender, muy cortado, muy para adentro, mezcla de guaraní”. Lo mismo puede leerse al lado, en ese guaraní, o quizá no es lo mismo, es otra cosa, porque ¿quién puede afirmar que la traducción no se roba un sentido además de una música?

Paz dice que la opción por una edición bilingüe estuvo encaminada a poner en el libro la lengua materna de Guillermo: Un guaraní coloquial, no académico. Pero también cuenta que el retrato en lápiz dibujado por su madre ⸺Mi mamá hacía retratos de todos en una época⸺, era lo único que tenía colgado Guillermo en su casa ⸺Ni un espejo, ese retrato nada más⸺.

El retrato acompaña al libro como un apéndice, forma parte de un fanzine donde por fin pueden verse imágenes de Guillermo. De lejos, borroso, con boina y pañuelo, sin rostro. El retrato es, después de todo, el único espejo.

Entonces ¿Dónde vive lo materno? ¿Qué lengua nos pertenece? Todos somos extranjeros. Eso es lo que permite El hachero como experiencia de lectura. Un texto en apariencia sencillo, epidérmicamente modesto, pero que bajo la piel, cobija inquietudes profundas. La pregunta por el mundo, por las formas de hacer mundos.

Guillermo podría ser narrado como un raro solitario, un loco, incluso como un tipo peligroso. Todavía hay gente que ve en Eisejuaz, la novela de Sara Gallardo, a un indio alucinado. Sin embargo, El hachero toma otra ruta, decide mostrar lo ajeno y extraño como propio. La soledad es en el libro una marca narrativa. La palabra torcida, un gesto. El machismo orgulloso de Guillermo, un estilo. No hay posición moral, hay escritura. No hay pretensión por limpiar la incorrección, hay deseo de narrar lo humano.

El libro es también una afrenta a los géneros literarios, esa obsesión mercantil por encajar toda creación en el manual diagnóstico del arte. Hay entrevistas y fotografías, pero las fotografías no funcionan como imágenes de las entrevistas. Hay fotografías y sonidos, pero esos sonidos no buscan musicalizar la fotografía. Cualquier intención por clasificarlo cae, afortunadamente, en saco roto.

Quizá de eso va narrar una vida, una que es, además, muchas otras vidas.

En la última foto del registro predomina el marrón. Es la imagen de un yuyal seco, hebras finas que se mueven con el viento. No es difícil al observar transportarse a las serranías cordobesas, a sus verdes y sus ocres, a esa juntura de vergel y sequía. Paz dice que ahí, debajo de esos pastos inquietos está el cuerpo de Guillermo. Lo enterraron cerca de su abuela, el primer trabajo del hombre que lo reemplazó fue cavar esa tumba. Paz piensa que eso es muy fuerte; comenzar a habitar un lugar, un empleo, con un entierro, el entierro del que ocupaba tu lugar. Es muy fuerte, sí, pero todo lazo comienza con un funeral y toda estirpe necesita celebrar a sus muertos.

El hachero es, a fin de cuentas, un libro sobre los lazos y las maneras de fabricarlos.

Una persona que adopta a una familia, una familia que adopta a una persona, un paisaje que los adopta a todos. Un motivo para celebrar.