El barco se sacude y el hombre camina abriéndose paso entre varias decenas de personas que abarrotan el estrecho pasillo entre los camarotes. La luz es escasa y la caminata se complica por los movimientos de la embarcación y el amontonamiento de los pasajeros, pero László Tóth, un inmigrante húngaro de origen judío, logra llegar a la superficie y observar el nuevo mundo que se presenta ante sus ojos por primera vez en la vida. La cámara gira y, desde uno de los costados, surge la inconfundible imagen de la Estatua de la Libertad, confirmando la llegada a destino. En este caso, y a diferencia de otras representaciones cinematográficas a lo largo de la historia del cine, la efigie es visible casi completamente invertida, cabeza abajo. La imagen, replicada en uno de los afiches publicitarios del nuevo largometraje de Brady Corbet, es icónica, aunque su significado no sea del todo transparente. Luego llegarán las largas filas para aportar los documentos de origen y la entrevista veloz con los agentes inmigratorios, paso previo al encuentro con un familiar que ya se hizo la América y que espera para ofrecer algo de ayuda al recién llegado. Es la historia eterna del escape de una Europa devastada por los horrores de la guerra y el deseo de recomenzar desde cero en otro lugar del mundo.

Nominada a diez premios Oscar, entre otras en las categorías a Mejor Película, Mejor Director y Mejor Actor, El brutalista es el proyecto más ambicioso del joven actor y realizador que cumplió 36 años hace algunos meses. Su tercer largometraje luego de La infancia de un líder y Vox Lux es el salto sin red a un tipo de narración de enorme amplitud y alcances -y, por qué no, de cierta consciente ampulosidad-, un fresco épico que no lo es sólo por su duración de más de tres horas y media sino, fundamentalmente, por su cualidad de relato humano a la vez que generacional. La historia es la de László Tóth, uno de los trabajos más complejos en la carrera de Adrien Brody, un importante arquitecto que cursó estudios nada menos que en la Escuela de la Bauhaus y que diseñó y construyó grandes edificios en el Viejo Continente, pero que en el comienzo de la película se ve obligado a vender mesas y sillones en una mueblería suburbana, reflejo de cientos y cientos de historias similares ocurridas en la vida real. Corbet acompaña a Tóth a lo largo de las décadas, desde finales de los 40 hasta comienzos de los 80, describiendo a partir de su persona y circunstancias la lucha del artista por preservar su visión ante los embates del sistema, pero también las concesiones necesarias para poder llevarlo adelante. El brutalista, que llega finalmente a las salas de cine de Argentina el próximo jueves 6, es también el relato de dos hombres -el propio Tóth y su mecenas, el magnate Harrison Lee Van Buren- enfrentados por distintas visiones del mundo y la existencia, y la de una mujer, la esposa del inmigrante, Erzsébet Tóth, varada en el continente europeo durante los primeros años del exilio del protagonista.

ÉRASE UNA VEZ EN AMÉRICA

Si el recuerdo de Europa es el de la destrucción, el humo y las cenizas, los EE.UU. de 1947 se presentan como un paraje que derrocha oportunidades. Pero nada es sencillo: luego de llegar a Filadelfia, László comienza a ayudar a su primo Attila en el local de muebles hogareños mientras pasa las noches en un cuartucho que solía hacer las veces de desván. El primo americano se ha cambiado el apellido por uno más local y el nombre de su pequeña firma incluye un “e hijos” en la razón social, aunque no tenga descendencia alguna. “A la gente de acá le gustan los negocios familiares”, es la respuesta del hombre, ya establecido e incluso casado en nupcias cristianas, ante la mirada inquisidora y socarrona del recién llegado. Un pequeño pero representativo choque cultural que forma parte de la experiencia inmigratoria. “La arquitectura no es muy diferente del cine independiente”, declaró Corbet en una entrevista con el periódico británico The Guardian días después del estreno mundial del film en el Festival de Venecia. La frase no es superficial, en lo más mínimo, y no han sido pocos los cronistas que vienen describiendo la lucha del protagonista por erigir un edificio comunal de estilo brutalista con la hechura misma de la película. A fin de cuentas, Corbet echó mano a un concepto cinematográfico con extensa tradición pero cada vez más escaso: el film épico de cierta envergadura material que, sin embargo, no cede en términos de idiosincrasia, ritmo e intereses al carácter impersonal de muchas grandes producciones de los estudios.

 

“Con cada película ocurre lo mismo. Hay tantos sacrificios que hacer en el camino que no puedo decir con seguridad que se sienta como algo que vale la pena”. La expresión del realizador podrá sonar un tanto excesiva, en particular luego de la excelente performance de El brutalista en la temporada de premios, pero resulta indudable que llevar a cabo un proyecto de estas características no es precisamente sencillo. Es la agonía y el éxtasis del cineasta, emociones similares a las que atraviesa László a lo largo de su vida profesional y personal luego de su llegada a los Estados Unidos. En otra entrevista, publicada en la edición en inglés de la revista Rolling Stone, Corbet va más allá al afirmar que “cada película que se hace es un milagro. Incluso las películas malas son un milagro. La cantidad de llaves que deben girarse para que un proyecto obtenga la luz verde. Imagínense una película sobre un arquitecto”.

El director también señala que, a la hora de coescribir el guion junto a la noruega Mona Fastvold, nunca fue su intención basar el personaje en alguien real y construir una típica biopic. “Creo que las historias de ficción tienen un contrato más honesto con los espectadores. De otra forma, sos un esclavo de los detalles. ‘¿Eso fue lo que ocurrió realmente con Napoleón? No lo creo’. En cambio, lo que hicimos fue crear una suerte de amalgama. László Tóth tiene un poco de Josef Breuer en su interior, pero también porciones generosas de Louis Kahn, Paul Rudolph y Charles-Édouard Jeanneret- Gris, más conocido como Le Corbusier”.

El encargo de una nueva biblioteca para un encumbrado y millonario empresario termina en desastre. Harrison Lee Van Buren (un Guy Pearce en estado de gracia) estalla al descubrir que su tradicional recinto de descanso se ha convertido en un ámbito minimalista, desprovisto por completo de esa ornamentación barroca y demodé que suele confundirse con el buen gusto. Pero, síntoma de otras cosas por venir, cuando László ha abandonado a Attila y sobrevive con trabajos que están muy por debajo de sus habilidades y pergaminos, el hombre poderoso vuelve a ponerse en contacto con él. Las bondades de su nueva biblioteca han sido destacadas en una crónica publicada en cierta revista y Van Buren tiene un plan: construir un centro comunal con biblioteca pública, piscinas y centro deportivo en la ladera de una de sus fincas. Un espacio para toda la comunidad que, desde luego, lleve su impronta, pero también la de aquel que a partir de ese momento será su protegido. Así, el protagonista pone manos a la obra y comienza a diseñar el proyecto arquitectónico de sus sueños: una mole de concreto con características muy especiales. No pasará demasiado tiempo hasta que surjan las primeras complicaciones; presupuestarias desde luego, pero también de otras clases y orígenes.

 

LA AGONÍA Y EL ÉXTASIS

En la marca exacta de los primeros 100 minutos llega el intervalo, pero la pantalla no se apaga: los quince minutos de descanso se atraviesan con una fotografía de época y un cronómetro que describe el tiempo que resta para el comienzo de la segunda parte. Esa división en dos mitades con un lapso lógico para ir y volver del baño, más la obertura que prologa el comienzo de la proyección, no son los únicos elementos que El brutalista recoge del pasado cinematográfico, prácticas usuales en largometrajes de gran duración o que bien requerían de una pausa por cuestiones técnicas. Como sus colegas Christopher Nolan y Quentin Tarantino, Brady Corbet optó por recuperar un viejo formato analógico para el rodaje de su reluciente película. En su caso no se trató de alguna de las variantes del 70mm sino de un sistema patentado y utilizado en la última porción de los años 50 y comienzos de los 60 por los estudios Paramount: el VistaVision. Un formato de rodaje y, en algunos pocos casos, de proyección que utilizaba cinta de celuloide de 35mm de forma horizontal y no vertical, como es usual, aprovechando así las bondades de un fotograma mucho más grande y, por lo tanto, de mayor calidad. Alfred Hitchock rodó en ese sistema tres de sus películas más populares, Vértigo, Intriga Internacional y la remake de El hombre que sabía demasiado, y entre los títulos renombrados que incluyeron el vistoso logo en pantalla ancha no pueden dejar de mencionarse la versión de La guerra y la paz de King Vidor, Los diez mandamientos, de Cecil B. DeMille, y La cenicienta en París, de Stanley Donen.

En conversación con el medio especializado Le Cinema Club, Corbet detalló las razones técnicas, pero esencialmente artísticas para tirarse a la pileta y utilizar un formato en desuso, cuya resucitación involucró a muchas personas y requirió de no pocos esfuerzos. “La democratización de la imagen a partir del paso al digital tiene sus pro y sus contra. Creo que los pros son evidentes: es obvio que crear imágenes es más accesible y eso es muy bueno. Pero si alguien hace un curso de fotografía lo primero que dirá el profesor es que si una imagen es fácil de tomar, seguramente no sea muy interesante. Cada vez que veo una película junto a mi familia en alguna plataforma casi siempre se ve todo de la misma manera, porque esas películas están filmadas con los mismos dos o tres modelos de cámaras digitales. Son cámaras que no tienen mucha latitud; pueden hacer solamente un tipo de cosa bien, y eso es todo. Hay largometrajes filmados con cámaras digitales, como los del Dogma 95 o La zona de interés el año pasado, que no podría haberse hecho en celuloide. Pero, en general, diría que la diferencia es la misma que hay entre la acuarela y la pintura al óleo. Estuvimos muy cerca de perder el fílmico como formato, y creo que no todo el mundo se da cuenta de lo difícil que es para Kodak mantener la producción, que además es onerosa. El material virgen de El brutalista terminó costando un dos por ciento del presupuesto total. Siento que en este caso era la mejor manera de acercarse a la época en la cual transcurre la historia. Pero no soy dogmático”.

La segunda parte comienza de manera similar a la primera, pero el medio de transporte no es marítimo y el punto de vista es el de quien espera en el lugar de destino. Erzsébet (Felicity Jones) llega a la estación de tren acompañada de la joven Zsófia (Raffey Cassidy), una sobrina de László que ha perdido a toda su familia en los campos de exterminio. El año es 1953, el hombre ha encontrado una nueva vida en los Estados Unidos junto a su mentor y los esfuerzos de algunos abogados amigos del magnate lograron lo que parecía imposible: traer a suelo americano desde Austria a los familiares del arquitecto. Es el comienzo de un nuevo tramo de la narración que apuesta por un ritmo y una estructura diferentes a los de la primera porción: la dinámica entre los personajes es otra, el vínculo entre los esposos comienza a ocupar un lugar central y, por otro lado, la relación entre László y Van Bueren empieza a mostrar tensiones e incluso algún que otro conato de violencia, en un primer momento exclusivamente verbal. De fondo, el tema de la supervivencia a los campos de concentración, que están presentes todo el tiempo sin que se los mencione explícitamente, excepto en un par de ocasiones puntuales. Brody lleva ese peso del pasado en el rostro y en su cuerpo, aunque se trate de un papel muy diferente al que había interpretado en El pianista, la película de Roman Polanski.

UN LUGAR EN LA HISTORIA

Las ambiciones de Corbet no son pocas y no es casual que se lo haya comparado con el joven Orson Welles en términos de anhelos a la hora de contar una epopeya “americana” a partir de la intimidad de un personaje y el mundo que lo rodea. Más allá de la relación nada menor con la novela El manantial, de Ayn Rand, podría también pensarse en otros jóvenes de antaño cuyas películas épicas marcaron el final de la era dorada del Nuevo Hollywood, como Michael Cimino o Francis Ford Coppola, cuya última película, Megalópolis, también tiene como protagonista a un arquitecto visionario, aunque pertenezca a un universo absolutamente ajeno al de Corbet. El estilo es otro, con marcas de una idiosincrasia específica. “Me convertí en un adicto a la historia cuando era adolescente. Creo que el medio cinematográfico ofrece una excelente manera de acceder a un sentimiento hacia la historia, que es algo que la mayoría de las biografías y biopics no logran al tratar la historia como algo lineal, como causa y efecto, o como una serie de datos y figuras. Una cosa es decir que la historia se repite y otra, sentir que se repite; eso tiene efectos extraños y vertiginosos en el presente. Todas mis películas son sobre los Estados Unidos. La infancia de un líder trata sobre la culpabilidad estadounidense en los meses previos a la firma del Tratado de Versalles y de cómo Woodrow Wilson, sin darse cuenta, allanó el camino para un levantamiento fascista. Vox Lux es más evidente, porque trata sobre los Estados Unidos posteriores a la Masacre de la Escuela Secundaria de Columbine y al 11 de septiembre. Siguiendo en esa línea, El brutalista es una película sobre cómo la arquitectura y la psicología de posguerra están íntimamente vinculadas”.

 

El viaje relámpago a Italia en busca de un mármol de Carrara marca un hito en la relación entre László y Van Bueren. Es una secuencia de varios minutos que registra el comienzo de una nueva etapa en la construcción del edificio y señala el enfrentamiento final entre el hombre y la maquinaria del sistema. Sólo el epílogo de El brutalista termina de completar el círculo, afirmando las intenciones de la historia y el final del camino del artista. Es una breve escena que transcurre durante la primera Exposición Internacional de Arquitectura de Venecia en 1980, rodada en parte en formato de video analógico. El homenaje, así, le cede el lugar a la reflexión final, que no es de ninguna manera tajante, como no lo es en gran medida la película. Si a algo le escapa El brutalista es al sentimentalismo, como su héroe esquiva otras interferencias en la creación de su magnum opus. Y si bien entre muchas alabanzas ha habido algunas voces acusando a la película de falsa épica, de relato vacío de contenido a pesar de su apariencia, sólo el paso del tiempo la ubicará en su justo lugar en la historia del cine. Un poco como ocurre en la ficción con la obra de László.