Este 25 de mayo el escritor bonaerense Haroldo Conti, que fue secuestrado por la última dictadura y permanece desaparecido, cumpliría cien años. El Conti que da su nombre al centro cultural de la ex ESMA que el gobierno autoproclamado libertario pretende cerrar, el escritor compulsivo y apasionado por narrar, con su sencillez, integridad y coraje, sigue irritando y exponiendo a sus enemigos e interpelando a sus pares.
Hace un siglo, Chacabuco era poco más que una aldea, en medio del desierto verde de la llanura bonaerense y el valor inmobiliario de sus campos no competía con Iowa, Illinois ni Missouri.
Aunque no existía el comercio intencionalidad de soja, ya había latifundios y latifundistas. Los descendientes de los amigos de Rivadavia habían sido beneficiados por la ley de enfiteusis casi un siglo antes y se habían adueñado de tierras fiscales, sin límite de extensión, por montos irrisorios.
Después, con las tierras ya repartidas, llegaron los inmigrantes y pudieron, en el mejor de los casos, establecer pequeños comercios, dependientes de la prosperidad de los señores de la tierra. Fue el caso de los Conti.
Como en la novela de Ernest Hemingway “Tener y no tener”, los límites entre clases sociales eran a la vez invisibles y taxativos. Imposible saber cuánto peso tuvo esa experiencia, ese ambiente, en la formación del joven Haroldo Pedro, de cuyo nacimiento se cumple este año el primer siglo.
Lúcido observador de la desigualdad, de cómo las sociedades humanas tienden a aceptarla y naturalizarla para seguir viviendo, Conti hizo con eso, con los personajes de su pueblo, similares a los de cualquier otro, una literatura simple, bella y contundente.
Es el caso de “Las doce a Bragado”, donde narra una carrera de fondo entre ambas ciudades, desde la perspectiva de su tío Agustín, uno de los héroes de su infancia, que corre “como caballo desbocado”. Entre ambas ciudades hay casi cien kilómetros por lo que esa carrera hoy sería, más que un maratón, un iron man.
Pero Conti no fue sólo un escritor de pueblo. Viajó a Buenos Aires para estudiar. Fue seminarista (duró poco) y luego cursó filosofía en la UBA. Fue piloto de aviones, nadador, navegante. Se enamoró del Delta, entonces un refugio salvaje muy cerca de la gran urbe, y compartió esa pasión con Rodolfo Walsh.
Pudo haber sido nuestro Hemingway, si hubiera dedicado más tiempo y energía a la construcción de su mito personal que a las causas de su tiempo con las que se comprometió hasta entregar su vida.
Aún así, tenía claro que la literatura tenía que transmitir, antes que nada, belleza. Por eso, en el ideario de Conti, lo político no puede aparecer como impuesto. “Como creador, no puedo comprometerme a escribir una novela política, pero sí como intelectual puedo firmar solicitadas, combatir injusticias”.
Conti se sentía interpelado por el concepto de libertad, a la manera de los existencialistas. “No puedo aceptar trabajos que me coarten, siempre elegí los viajes y las aventuras al dinero o los elogios y otros beneficios”, reflexiona.
Escribió “Sudeste”, todavía hoy el mejor homenaje a esa geografía, compuesta de juncales, barcos varados y ranchos modestos, y a su gente, sobrevivientes, marginales y solitarios, que pescan para vivir y huyen de las nubes de mosquitos. Supo mimetizarse con ellos como pocos.
Hay imágenes que lo muestran desembarcando, amarrando su canoa canadiense, prendiendo una hornalla de la cocina a leña Istilart y calentando allí el agua para el mate, igual que sus personajes.
El viaje heroico literario de Conti va de “Sudeste” a “Mascaró, el cazador americano”, con estaciones intermedias como "La balada del álamo Carolina", "En vida" o "Alrededor de la jaula".
Pero Mascaró lo lanza, de alguna manera, hacia su combate final, definitivo. El libro fue publicado en 1975, un año antes de su secuestro y desaparición por la dictadura cívico militar que este gobierno reivindica, y etiquetado como "marxista" por los censores, que si lo leyeron difícilmente lo hayan comprendido.
Ese trabajo le valió el premio “Casa de las Américas” de Cuba, país con el que desarrolló un fluido intercambio y lo puso definitivamente en el radar del batallón 601 de Inteligencia. Precisamente por haber ganado ese premio, rechazó luego la beca Guggenheim, que hubiera significado para él un salto económico y los medios para instalarse cómodamente en otro país, cuando la violencia política iba en aumento.
A mediados de los setenta Conti era un hombre grande, con un manejo de información y capacidad de análisis superior a la media. Tenía clarísimo el riesgo que corría quedándose en Argentina. Aún así, decidió quedarse. Bancar la parada. Huir está mal visto en el código de honor de pueblo. Tanto como agarrársela con los más débiles.
Cultor de ese mismo código, su amigo Jorge Asís le dedicó "Flores robadas en los jardines de Quilmes", escrita en 1978 y publicada recién en 1980, por el temor que la dedicatoria inspiraba en las editoriales. "No fue un acto de valentía, fue lo único que pude hacer por mi amigo", explica el Dandy de Domínico.