La ley de la vida es un relato de Jack London publicado en 1901 en la revista McClure's Magazine. London fue mucho más que un prolífico escritor. Si su obra alcanzó la inmortalidad se debe a que sus cuentos y crónicas proporcionan una perfecta radiografía de la condición humana. La vigencia inagotable de su pensamiento, la penetrante mirada clínica con la que supo describir la grandeza y la miseria de los seres hablantes, la habilidad para hacer de su escritura el espejo en el que se refleja nuestro descompuesto espíritu, la capacidad para convertir las crónicas de sus viajes en retratos imperecederos del capitalismo y su fiebre de goce le otorgan un lugar privilegiado en la literatura universal.
En La ley de la vida, Jack London nos sumerge una vez más en la metafísica de la lucha humana por la supervivencia, con su carga de heroísmo, compasión, vileza y narcisismo mortal. London, como lo haría un analista bien situado en su posición, no pretende moralizar, ni señalar la dirección del bien. Se limita a ponernos delante de un escenario del que solo podemos escapar si cerramos el libro. El viejo Koskoosh, un indígena del Yukon, se encuentra a las puertas del final de su vida. Sentado frente al fuego, reflexiona sobre su historia. Sabe que la tribu debe levantar campamento ante el invierno y el peligro de hambruna que se avecina. No hay sitio para cargar con el peso de una vida que se apaga, ni comida suficiente para desperdiciarla en quien ya ha consumido su tiempo.

Koskoosh fue el jefe, y ahora lo es su hijo. Había nacido “pegado a la tierra, a la tierra donde había vivido, y la ley no le era desconocida”. Esa ley era la de la carne, de la que ningún ser quedaba exceptuado. La nieta de Koskoosh se hallaba muy atareada recogiendo las pertenencias y preparando los trineos. No tenía tiempo para “esa cosa concreta llamada individuo”. El interés de ella estaba puesto en la especie y en la raza, en la necesidad de preservar la continuación de una historia. “Era la máxima abstracción de la que era capaz la mente bárbara de Koskoosh, pero la aferró con firmeza. La vio ejemplificada en cualquier vida. El ascenso de la savia, el verdor exuberante de los brotes del sauce, la caída de la hoja amarillenta. Esto solo bastaba para contar la historia completa”.
No había nada reprobable en esa ley, puesto que la Naturaleza no registra el número de individuos de una especie. Lleva las cuentas de la especie y le confiere a cada tribu de seres vivos la facultad de un saber sobre lo real que se repite con la infinita sucesión de los soles y las lunas. Ese saber sobre lo real, hoy en día definitivamente alterado, alguna vez fue suficiente para la conservación del ciclo vital. Koskoosh sabía que él era tan solo un episodio, como lo es cada uno de los individuos. “La tribu de Koskoosh era muy vieja. Los ancianos que él había conocido siendo niño habían conocido otros ancianos antes que ellos. Por lo tanto, era verdad que la tribu vivía, perseveraba gracias a la obediencia de todos sus miembros, que se remontaban allá lejos en el pasado olvidado, donde estaban los restos que ya nadie recordaba. Ellos no contaban, eran episodios. Habían desaparecido como las nubes en un cielo de verano. Él también era un episodio y habría de perecer. A la Naturaleza no le importaba. Le había dado a la vida una sola tarea y una sola ley. Perpetuarse era la tarea de la vida, y su ley era la muerte”.
El relato, valiéndose del recuerdo de Koskoosh, gira en torno a la escena central que constituye su metáfora: el asalto y asedio de los lobos que persiguen a un añoso caribú de gran cornamenta. Los lobos lo han apartado de la manada, sabiendo que así habrá perdido una parte fundamental de su fuerza. En el silencio de las nieves, solo se escuchaba el jadeo de los perseguidores y el gruñido seco del caribú. Los lobos trabajan en equipo. Ninguno de ellos por sí mismo sería capaz de abatir a la presa, pero juntos tienen más posibilidades. Koskoosh recordó haber visto cómo en la nieve se escribía el desenlace final: el lobo muerto al que el caribú, enloquecido por el dolor de las dentelladas, había embestido en su exhausta agonía; y las huellas de patas y pezuñas revueltas en la cacería. A pesar de encontrarse al borde de la muerte, el caribú se aferró a la vida con sus últimas fuerzas. Las huellas en la nieve mostraban que dos veces fue derribado, y dos veces logró ponerse en pie antes de que los lobos lograran su propósito.

No hay goce alguno en esta lucha, del mismo modo que no cabe moralizar sobre el abandono de Koskoosh, al que han dejado provisto de suficiente leña como para que su fuego aguante algunos días. London emplea su maestría para construir un final en el que la muerte del animal y la del anciano forman una banda de Moebius. Allí, sentado mientras esperaba su fin, Koskoosh sintió el aliento y la humedad de unos hocicos, unos gruñidos casi imperceptibles. Los estuvo alejando durante un rato, agitando una rama encendida, pero poco después la arrojó sobre la nieve. El círculo canino gruñó, inquieto, pero se mantuvo en posición. De nuevo, el viejo creyó ver al imponente alce en su última resistencia. Agotado, Koskoosh apoyó la cabeza sobre sus rodillas.
“¿Por qué debería aferrarme a la vida?”, se preguntó dejando caer el palo llameante, que siseó hasta apagarse.
 “¿Qué importaba, después de todo? ¿Acaso no era la ley de la vida?”.
En el cuento, la poética de cada frase está calculada con una precisión clínica que juega sin cesar en tres planos simultáneos: la dialéctica humana con la naturaleza, la superioridad ontológica de la especie respecto de sus miembros, y el sufrimiento existencial del individuo sometido a su condición mortal. Expone la conciencia humana de dicha condición, frente a la muda y soberana ignorancia del afán animal. El hombre enfrentado a una Naturaleza a la que debe dominar, pero ante la cual --no obstante-- habrá de sucumbir.
Los seres hablantes jamás hemos mantenido una experiencia directa con la naturaleza. Ni siquiera en aquellas culturas y períodos históricos como los reflejados por Jack London, en los que el nativo en lucha con la barbarie colonizadora, podía sostener una relación más armónica con su entorno natural. Entre la naturaleza y nosotros está el muro del lenguaje, con sus fábulas, sus creaciones, sus dioses, y toda la inmensa magia de los simbólico.

Pero ahora, bajo el imperio de una avidez desenfrenada, nos encontramos con un mundo deshumanizado. No hemos querido ver hasta qué punto la voracidad extractiva iba a expulsarnos, sin compasión, al retornar sobre nosotros mismos en la forma de catástrofes. Es el precio que pagamos por nuestra desmesurada avidez. 

Gustavo Dessal es psicoanalista.