El cuento por su autor
Pienso en cómo me gustan las historias donde todo comienza con una decisión fortuita, casi tonta, que se convierte en una tormenta perfecta. Historias donde los personajes no parecen entender que, con cada pequeño movimiento, están empujando algo mucho más grande que ellos mismos, algo que no podrán detener cuando finalmente estalle.
"Conejos" tiene mucho de mi propia historia. Creció de esas tardes y noches errantes con mi padre, que era alcohólico y se había separado de mi madre cuando yo era chico. Lo veía muy poco, y cuando aparecía, lo hacía con la promesa de llevarme a algún lugar. Esas promesas nunca se cumplían. Siempre parábamos primero en un bar, y de ahí comenzaba un recorrido interminable que podía terminar en cualquier lado.
Recuerdo una vez que me dijo que íbamos al zoológico. Bajamos del colectivo en avenida Santa Fe y 9 de Julio al mediodía, y él empezó a recorrer bar tras bar mientras yo lo seguía. Llegamos al zoológico alrededor de las ocho de la noche, cuando ya estaba cerrado. Sin inmutarse, seguimos recorriendo bares hasta Puente Saavedra. En cada uno me hacía sentar enfrente suyo, y mientras tomaba vino, me hablaba de su infancia, de cosas que yo apenas entendía, o se ponía a cantar tangos con los ojos llenos de lágrimas.
Yo no sentía ninguna familiaridad con ese hombre, salvo cuando lo escuchaba cantar. Era como si algo de su voz me atravesara y se colara en mi piel, como si por un momento dejara de ser un desconocido. A veces, corríamos mejor suerte y las giras se quedaban en el barrio, acompañados de una ristra de borrachos que le festejaban sus historias y sus canciones.
Escribir este cuento fue una forma de volver a esos días, pero desde otro lugar. Una forma de tomar esos fragmentos de desamparo y convertirlos en algo más tangible, menos informe. En mi historia, las cosas no sucedieron literalmente como en el cuento, pero la ausencia, la inestabilidad y las decisiones erráticas eran, de algún modo, otra forma de dejarme a la deriva. “Conejos” es un intento por capturar esa sensación, por explorar lo que queda cuando las promesas se rompen, cuando el amor se tuerce y se convierte en algo casi irreconocible.
CONEJOS
Una mañana mi padre se levantó al amanecer, se afeitó frente al espejo roto y, después de calzarse las botas, nos despertó a mi hermano y a mí.
-Preparen el desayuno -dijo.
Me puse a buscar en las bolsas de galletas. Junté los pedazos que parecían menos húmedos, y los acomodé en un plato delante suyo. Comió sin ganas y empujó las sobras hacia mi hermano, que miraba el plato semivacío como si no supiera si agradecérselo o no.
-Cuando termines, cargá la chancha en la camioneta -le dijo, limpiándose los dientes con una uña. Su idea era venderla en una feria y usar esa plata para comprar conejos.
Había leído una nota sobre el negocio de las pieles. Decía que en Europa se pagaban fortunas por ellas. En las fotos de la revista, un hombre posaba junto a dos jaulas llenas de conejos con un título que gritaba en letras rojas: “Camino a la riqueza a lomo de conejo”.
-¿Y cómo vamos a llegar a Europa? -pregunté, por decir algo.
-Eso no es problema tuyo -respondió mi padre sin mirarme.
Lo que no parecía entender él, era que ni un tonto iba a darle plata por un animal que a kilómetros se notaba enfermo. Pero así era mi padre: cuando algo se le metía en la cabeza, no había forma de sacárselo. Era mejor dejar que hiciera lo que se había propuesto y lidiar después con su frustración o sus lamentos cuando todo saliera mal, que contradecirlo y desatar una tormenta de golpes e insultos.
Esa mañana, mientras mi hermano terminaba de comer, salió al patio y empezó a caminar en círculos, fumando. Repetía en voz baja lo que haría: la chancha, la feria, los conejos, la plata, el futuro brillante que tendríamos. Decía cada palabra como si fueran las piezas de una oración sagrada. Pensaba que hacía lo que quería, pero, como todos, siempre estaba sometido a las circunstancias.
Cuando terminó de comer, mi hermano fue hasta el corral. Agarró una soga, caminó hasta el chiquero y la ató al cuello de la chancha. Yo no sé si los animales hablan entre sí, a veces pienso eso cuando no puedo dormir, porque el bicho parecía tranquilo, pero cuando una de las cabras empezó a balar la chancha empezó a retorcerse, soltando unos chillidos que parecían salidos del infierno.
Mi hermano dejó caer la soga y dio un paso atrás.
-¿Qué hacés? -le gritó mi padre.
Mi hermano volvió a levantar la soga y tiró con todas sus fuerzas, pero con la poca carne que tenía en el cuerpo, era imposible que pudiera moverla. Mi padre nos hizo tirar a los dos, y al ver que ni así funcionaba, cortó unas ramas del árbol y le dio con furia por el lomo. A los golpes, el animal empezó a moverse, aunque sacarla del chiquero era solo el principio: todavía nos quedaba subirla a la camioneta.
Mi hermano encontró un tablón en el fondo del patio y lo usamos como rampa, pero la chancha se resbalaba una y otra vez, cayendo con un golpe seco al suelo. A fuerza de golpes, empujones y gritos, logramos que subiera, aunque la madera crujía bajo su peso como si fuera a partirse. Finalmente, después de casi dos horas, la cargamos y salimos a la ruta.
Hicimos el trayecto hacia ese pueblo en el que no habíamos estado nunca. De a ratos, el cielo parecía una manta estirada, las nubes perdidas en la distancia como si no tuvieran intención de ir ni de volver. Otras veces, las nubes se amontonaban, tan bajas que parecía que iban a desplomarse sobre nosotros. Pero el azul persistía, inmutable, y por momentos, tuve la sensación de que, tal vez, las cosas no fueran tan malas. De que quizás alguien nos comprara el animal y, por fin, algo cambiara para nosotros.
Cuando llegamos al pueblo, mi padre me dejó en la feria mirando ropa y cosas para chicas de mi edad y se llevó a mi hermano. Me quedé frente a un puesto que tenía un espejo colgado de un lado. La luna estaba llena y, aunque todavía era temprano, desde donde yo estaba podía verla reflejada, partida en fragmentos por las grietas del vidrio. Mientras trataba de ajustarme el pelo con las manos, algo en el fondo del puesto me llamó la atención: un par de aros plateados colgaban de un hilo fino como si estuvieran a punto de soltarse. Me paré frente al espejo y me miré. La nariz, los ojos, la forma de mi cara, era como si estuviera viendo una versión de mi madre, más joven, más gastada. El recuerdo me llegó de golpe, como una ráfaga de aire frío. Pensé en cómo ella trataba de arreglarse con lo poco que tenía, en cómo siempre decía que no importaba lo que tuvieras puesto si tenías algo brillante en las orejas. Algo tan pequeño, tan tonto, que ahora parecía una verdad absoluta.
Por un momento, sentí que la extrañaba con una fuerza que casi me dobló. Hacía mucho que no pensaba en ella de esa manera, como si recordarla fuera una especie de traición a nuestra supervivencia. Pero ahí estaba, en el espejo, justo detrás de mis ojos.
-¿Te gustan? -preguntó la vendedora, acercándose sin hacer ruido.
Salté como si me hubieran descubierto haciendo algo que no debía. Ella descolgó los aros con cuidado y me los mostró, apoyándolos contra la palma de su mano.
-Son lindos, ¿no? -dijo.
Asentí y me alejé del puesto antes de que pudiera insistir en que me los probara.
Mi padre y mi hermano volvieron al rato, con sonrisas que les ocupaban toda la cara. Por un instante, lo que había parecido imposible se había vuelto verdad. Nunca supe cómo lo hizo ni qué le dijo a quien le compró la chancha, pero de alguna manera, lo logró. Ese día, entre otras cosas, aprendí que siempre puede a haber alguien más tonto, que la estupidez humana no tiene límite, que, cuando menos lo esperás, puede sorprenderte.
La alegría se desvaneció tan rápido como le llevó a mi padre señalar uno de los carros de comida y decirnos que nos sentáramos ahí. Su voz fue como el disparo que rompió el hechizo. Ni bien lo dijo, las imágenes de otros días llenaron mi cabeza, pesadas y feas, como flores de barro. Traté de convencerlo de que nos fuéramos. Pero ni siquiera terminé de insistir cuando me pasó el menú plastificado para que eligiera un plato. Decidí callarme. Me forcé a pensar que quizás está vez fuera distinto, que los conejos fueran el principio de algo nuevo.
Mi padre nos preguntó por qué estábamos tan serios, si pensábamos que era tonto, si creíamos que todo eso era solo porque había leído una nota en una revista. Mi hermano lo miraba como si no entendiera ni una palabra de lo que decía, y yo asentía, cuidándome de que ni siquiera mi silencio pudiera sonarle peligroso.
El carrito tenía dos mesas de plástico bajo un toldo agujereado, pero sólo una estaba libre. Nos sentamos con mi hermano mientras mi padre pedía tres porciones de papas fritas y un sánguche. El aceite hervía en una freidora diminuta al costado del carrito, y el hombre que atendía ablandaba los panes en la parrilla, los movía con una pinza como si estuviera tocando algo vivo.
Cuando llegaron los platos, mi padre agarró el sánguche y nos dejó el resto.
-Ayer vi un documental -susurró estirando el cuello. Como si nos fuera a contar algo que cambiaría la historia de la humanidad. Después apoyó los codos sobre la mesa y las manchas en su camisa formaron pequeños mapas que no terminaban en ninguna parte-. ¿Sabés todo lo que se puede hacer con un conejo? -dijo, mirándome. Su voz era extrañamente animada, como si la idea lo entusiasmara más de lo normal-. La carne, claro, pero lo que realmente importa es la piel. Es un negocio redondo.
No esperó a que dijéramos nada. Levantó el sánguche, pero no lo mordió. Lo dejó apoyado otra vez sobre el papel que hacía de mantel y siguió hablando.
-Mostraban todo el proceso. Cómo se crían, cómo se les corta la piel, cómo se les saca la carne. Después, todo limpio y ordenado. Hasta los huesos tienen uso, ¿sabían eso? No se desperdicia nada. Ni una gota de sangre -dijo.
Mi hermano levantó la cabeza, miró a mi padre por un segundo y volvió a las papas fritas.
-Lo importante es saber empezar. Tener un buen par de conejas. Eso es todo. Un par. De ahí, vos no sabés cómo puede crecer el negocio. Es cosa de meses.
Yo lo miraba mover las manos, dibujando algo en el aire, como si ya tuviera esos conejos frente a él, saltando, reproduciéndose, llenando los lugares vacíos que no podía ocupar con otra cosa.
-¿Y qué pasaba después? -dije de repente.
-¿Qué pasaba adónde?
-En el documental.
Mi padre me miró, sorprendido. Bajó la vista al sánguche que seguía intacto sobre el papel.
-No sé-dijo-. Lo apagué antes del final.
Agarró una papa frita y la mordió sin entusiasmo. Cuando terminó, mi hermano se limpió la boca con la manga del buzo. Yo no había tocado la comida. Nos levantamos de la mesa, mi padre pagó, nos hizo un gesto para que lo siguiéramos, y caminamos detrás de él sin apurarnos, con el olor del aceite viejo pegado a la ropa, como si fuéramos una extensión de su sombra.
Nos dijo que tenía que llevarle algo a alguien y que después nos íbamos. Nos dio algo de plata con un gesto que parecía más un empujón que un regalo y señaló con la cabeza hacia el parque que estaba enfrente de la feria, donde las luces de colores apenas lograban sobresalir entre la oscuridad que empezaba a caer. Yo guardé los billetes en el bolsillo y mi hermano arrancó a caminar.
El parque de diversiones no era mucho más que un montón de hierros oxidados y una vuelta al mundo gigante que no giraba. Había un par de juegos funcionando, pero el sonido de los motores era tan forzado que daba la impresión de que en cualquier momento se iban a parar para siempre. Elegimos subirnos a una calesita que chirriaba con cada vuelta. Los caballos de madera estaban descascarados, y algunos tenían clavos saliendo por las patas. Mi hermano no dijo una palabra mientras girábamos; solo miraba al suelo, como si buscara algo que se le hubiera perdido. Le pregunté qué pensaba que estaba haciendo nuestro padre, pero me dijo que no tenía idea y que eso no era asunto ni suyo ni mío. Cuando terminamos, gastamos el resto de la plata en un helado que compartimos en silencio. Nos quedamos viendo cómo la gente jugaba y perdía al tiro al blanco, a adivinar debajo de cuál vaso estaba escondida la bolita, hasta que mi hermano me miró con cara de irnos.
Al llegar, vimos que mi padre estaba sentado en otro carrito. Desde lejos parecía relajado, hasta contento, pero al acercarnos notamos el tambaleo de su cuerpo, ese vaivén que tenía cuando había tomado de más. A su lado había una mujer con el pelo teñido de un rubio apagado, casi gris, y un cigarrillo colgándole de los labios. Ella también se reía, inclinándose hacia él como si compartieran algo que nosotros no podíamos entender. Mi padre levantó una botella de cerveza, sin darse cuenta de que estaba vacía. Le hablaba a la mujer con familiaridad, aunque estaba claro que no se habían visto nunca. De vez en cuando, él hacía un gesto con la mano, señalando hacia ninguna parte, y ella asentía, soltando risitas cortas que se deshacían en el aire.
Nos quedamos parados a unos metros, sin saber si acercarnos o no. Mi hermano pateó una piedrita con el zapato y la mujer giró la cabeza hacia nosotros. Nos miró de arriba abajo, con una mezcla de curiosidad y fastidio. Mi padre se dio cuenta y también se dio vuelta. Tardó un poco en enfocarnos, como si no estuviera seguro de quiénes éramos.
-¿Ya volvieron? -dijo, arrastrando las palabras. Su tono no era de alegría ni de molestia, como si no supiera qué sentir.
No respondimos. Él hizo el gesto que hacía siempre que quería demostrar que algo no le importaba y volvió a girarse hacia la mujer, que ahora miraba el cigarrillo como si hubiera olvidado que lo tenía en la mano. Nos quedamos ahí un rato más, hasta que mi hermano empezó a caminar. Lo seguí, con la sensación de que el lugar entero, desde los carritos hasta las luces del parque, estaba construido sobre algo que en cualquier momento iba a derrumbarse.
Entonces mi padre nos llamó y levantó el cuerpo con esfuerzo. Se acercó a nosotros con pasos desparejos, sacando unas monedas más del bolsillo, y, en el movimiento que hizo con la mano, los pocos billetes que le quedaban de lo que le habían dado por la chancha, cayeron al piso y comenzaron a salir volando como si estuviera ejecutando un acto de magia. La gente que caminaba por la feria se arremolinó, levantó los billetes y mi padre comenzó a reírse a carcajadas.
-La casa invita -gritó, mientras la gente se alejaba con los billetes que había juntado del suelo.
Antes de volver a caer rendido en la silla, rebuscó en los bolsillos de los pantalones y sacó el último puñado de monedas.
-Vayan a comprarse algo más -dijo.
Mi hermano agarró las monedas y fue al carrito. Yo me quedé viendo cómo mi padre volvía a sentarse con la mujer. Sabía lo que iba a pasar antes de que sucediera, como se sabe que lo que se tambalea siempre cae. Pero cuando mi padre giró hacia la mujer, el nudo en mi estómago se apretó todavía más. Cuando mi hermano volvió, me pasó una botella y se sentó en otra mesa. De repente, mi padre se levantó otra vez, balbuceó algo que no alcanzamos a oír y, tambaleándose, se fue con la mujer. Nos quedamos en silencio, mirando cómo las luces del parque se apagaban una a una.
Al rato, lo vimos venir acompañado por la mujer y otro hombre, se notaba que tenía la cara golpeada. El tipo le dio un empujón que casi lo hizo caer. Después se acercó a mí.
-¿Te queda algo de la plata que te dio tu papá? -preguntó con una sonrisa seca.
-No -respondí, sin mirarlo.
Le preguntó a mi hermano y él negó con la cabeza. Mi padre intentó decir algo, pero el tipo lo agarró del brazo y lo arrastró hacia un costado. Encendió un cigarrillo con parsimonia, como si supiera que iban a tener una conversación larga. Nos acercamos un poco y vimos sus figuras recortadas en la penumbra. Se notaba que ya no era una discusión; era algo más. Mi padre, con el rostro lastimado y la voz arrastrada por el alcohol, repetía que había sido un malentendido, que sólo necesitaba recuperar la plata que le habían robado.
Mi hermano miraba, incrédulo, esperando algo que nunca pasó, porque mi padre sólo asentía con la cabeza, metía las manos en los bolsillos. Cuando volvió, no tenía la misma expresión.
-Acompañame -le dijo a mi hermano, con la voz quebrada, y mientras lo decía, hizo un gesto casi imperceptible con la mano, algo entre un reflejo y una decisión.
-Vos esperame acá -me dijo después, sin mirarme.
Me quedé sentada a la mesa del carrito, viendo cómo se alejaban, apretando el borde del banco, como si eso pudiera mantenerme a flote. En la otra mesa, el tipo y la mujer tomaban cerveza y se reían mientras fumaban. Al rato, vino otro hombre tan borracho como mi padre y, después de poner unos billetes sobre la mesa, se fue del brazo con la mujer. Rogué en silencio que mi padre y mi hermano volvieran, pero eso no pasó. Entonces, me paré y temblando, empecé a caminar. El tipo, que se había levantado ni bien me vio irme, me siguió, y después de alcanzarme, y tirarme contra la lona de uno de los puestos vacíos, me tapó la boca con las manos, me miró con una sonrisa que me heló el cuerpo y que no tardé en descubrir de qué se trataba.