El cuento por su autor

A pocos años de llegar a Jujuy, mientras construía mi casa, contraté a un albañil oriundo del Chaco Salteño para que colocara los cerámicos del baño. A veces coincidíamos en los descansos y conversábamos. Era cazador y aceptó llevarme con él en sus salidas al monte. Yo no cazaba, iba como cronista (y supongo que también como lastre, aunque él generosamente nunca manifestó quejas).

Me relató muchas historias, el núcleo del cuento que presento hoy refiere un enfrentamiento que tuvo con un oso bandera.

Yo aprendía sobre todo palabras nuevas, llenas de luz, quizá algunas inventadas por el narrador que, entusiasmado con su propia creación, en su afán de brindar un espectáculo que conmoviera, apelaba a ellas según las intuía posibles y adecuadas. No lo afirmo, pero lo sospecho: no he logrado hallarlas en ningún diccionario, ni volví a escucharlas en boca de nadie. Fue un recurso exitoso sin duda, la narración resultó potente y verosímil.

Por mi parte, incluí en el texto elementos que no pertenecen al relato original, como los aportados por un amigo antropólogo que vivió en una colonia toba. Allí enfermó y participó de una ceremonia de curación similar a la que se describe en el cuento.

Al título “El dueño de los animales", una variante del Coquena norteño o de algún otro dios tutelar de la naturaleza, lo recuperé de un relato oral.

Trabajé en el ritmo, el orden y las proporciones e incorporé también episodios que no mencionaré ahora para no agobiar.

Acaso como el primer narrador, todos quienes porfiamos en esta tarea intentamos construir un lenguaje particular, con la esperanza de que las historias funcionen.

El dueño de los animales

a Luis Jerez

Habíamos salido con el Castaño, el perro más viejo de Mario, y los novizos, Mónico y Champa. Íbamos a media tarde a través del campo quemado por la seca. Mario llevaba dos bolsas de arpillera para llenarlas de quirquinchos. Eso significaba mucha carne y cacería sin riesgos.

Cabalgábamos y unos metros más adelante corrían los perros; nuestros guardamontes hacían el mismo ruido que una tormenta, refregándose contra las ramas y no dejaban escuchar los tropeles de las presas.

Al pasar un cebil sentimos el olor; un olor horrible y excitante.

Era como si alguien hubiera juntado las hormigas de veinte conos y aplastándolas las hubiera convertido en una grasa o en una jalea.

–Oso –dijo Mario–. El baile que vamos a tener si estos basuras lo encuentran.

Miró al Castaño que empezó a gemir como si le doliera algo y por fin soltó un ladrido. Fue un ladrido ahogado y afónico, pero bastó para que Champa y Mónico alzaran las orejas. El Castaño se detuvo, se le escapó otro ladrido, más fuerte, y su hocico se le descontroló y empezó a moverse solo, buscando, hasta que se enganchó en la punta del olor que lo tironeaba como una soga.

Al verlo, sus compañeros se pusieron a ventear. Cabeceaban en el aire. No tardaron en descubrirlo y se encendieron. El Castaño se largó a correr por el monte, seguido por los novatos Champa y Mónico, que bramaban sin saber por qué.

–¡Castaño! –exclamó Mario llamándolo–. ¡Perro osero de mierda!

Gritó para hacerlos volver aunque sabía que era inútil. Mario decía que nadie se enfrenta a los osos hormigueros por gusto. Uno va a los chanchos, o las pavas o a quirquinchear, y los encuentra. Sólo sucede. Sus abuelos creían que es un animal al que no le entra la bala. Para colmo la carne no se aprovecha, así que más bien lo evitaba. Pero cuando salía con el Castaño siempre existía el riesgo de enfrentarse con uno. Parecía que entre él y los osos había una atracción de imán y ningún poder lograba disuadirlo de la lucha.

Nos detuvimos para localizarlos y cesó el raspaje del cuero de los guardamontes contra la maleza.

Bajamos de los caballos. En el momento en que Mario sacó la escopeta, escuchamos los ladridos empacados y supimos que lo tenían cercado.

Corrimos hacia allá.

El oso se hallaba bajo la sombra fresca de un coiquiyuyo. Lo encontramos sentado con el Champa en la mano. Le había metido las uñas en el costado y lo estaba desgarrando.

–Maestro, usted manténgase alejado –me indicó Mario.

Vi los ojos diminutos y atentos del oso. No nos había hecho nada, a Mario no le interesaba cazarlo, pero así son las cosas a veces. La naturaleza enfrenta a los seres que crea sin aparente motivo.

Mario saltó las primeras ramas del coiquiyuyo y cayó a tres metros del oso. Sin querer apoyó la mano izquierda sobre el filo del machete. Cuando se levantó, había una mancha roja alrededor de su cuerpo fulgurando entre el verde.

El animal no lo atacó porque estaba ocupado con el Champa; los osos bandera no sueltan fácilmente a sus presas. Mario apenas echó una mirada a su herida y empuñó el machete con la mano sana.

El Castaño y el Mónico pillaban al oso con los dientes y lo soltaban antes de que pegara el manotazo. Era como si lo pellizcaran para enloquecerlo.

Como la pelea podía prolongarse y ponerse peligrosa, Mario decidió terminar con aquello. Se acercó despacio. Recién allí, el oso le prestó atención y soltó al perro, que se deslizó hacia abajo. Cuando la uña salió de la carne, el cuerpo del Champa se llenó de aire como una pelota de fútbol y se le inflaron las costillas.

El oso, olvidándose de los perros, pareció que iba a embestirlo.

Para sorpresa de Mario, después de hacerle un amague cambió de dirección. Habrá corrido unos diez metros y otra vez torció el rumbo. Al principio no podía creer lo que estaba viendo. Venía hacia mí. Mario me gritó algo.

Me paralicé. Se me estremeció el cuerpo de pavor como si se me secara la carne de golpe y salí corriendo; mientras corría sentía que el sombrero se me caía y resbalaba por mi espalda. Atrás venía el oso derribando plantas, cada vez más cerca. Frente a mí había un mistol y di un salto; estirándome, me prendí de una rama. Vi al oso pasar por abajo. Me tiré al piso; cuando el bicho giró para arremeter, lo pillaron los perros y lo sujetaron.

Mario cortó un palo de un quebracho colorado; el oso ya se había liberado de los perros y nos buscaba. Lo escuchábamos trajinar entre las plantas desesperado por ubicarnos. Mario se escondió tras el quebracho; el oso siguió de largo hacia el cochucho donde yo me refugiaba. Seguramente había algo en mí que lo molestaba.

Mario, a sus espaldas, remontó la escopeta y le pegó el primer tiro; el oso se dio la vuelta y lo miró como si le hubiera tocado el lomo para llamar su atención. Cargó de nuevo y le hizo otro disparo. Volvió a cargar y cuando lo baleó por tercera vez, el animal aflojó el brazo derecho. Entonces lo desafió. Dio unos machetazos para que no le estorbara el monte y tener vía libre para barajarlo con el palo. El oso lo encaró, tomó carrera como si fuera a llevarlo por delante y Mario le metió un garrotazo en medio de la frente que lo volteó.

Su error consistió en creer que ya estaba fuera de combate. Se distrajo apenas para mirarme. El oso se incorporó y le pegó un topetazo haciéndolo caer al piso. Se le echó encima. Lo abrazó y empezó a apretarlo. Le buscaba el espinazo para hincarle las uñas, pero no podía porque el cuero del coleto no lo dejaba afirmarse.

Yo no sabía qué hacer.

Mario conservaba el machete, que le resultaba inútil porque el oso no le dejaba distancia para obrar.

Vi el palo a unos pasos y lo alcé.

El animal rascaba el coleto y trataba de hacer presión con la cabeza sobre el pecho de Mario para abrirlo en dos. Mientras tanto, adentro de su coraza, mi amigo se hacía más flaco, mezquinándole carne.

Me aproximé al oso y le pegué un golpe en el lomo sin demasiada convicción. Luego otro más fuerte. A los pocos segundos estaba moliéndolo a palos. Era como si estuviera pegándole a una piedra.

Entonces se me ocurrió una idea. Vi un costado donde las cerdas del animal estaban teñidas de rojo aguado. Recordé los disparos que le había hecho Mario. Levanté el palo y lo bajé con todas mis fuerzas sobre la herida.

El oso corcoveó. Me di cuenta de que sentía dolor. Repetí el golpe en el mismo sitio varias veces hasta que logré que soltara a Mario. Se levantó furioso y se volvió hacia a mí. Yo solo acerté a retroceder. En el momento en que se paraba en dos patas, desde atrás Mario le rebanó la cabeza con el machete.

***

Aquel día regresamos tarde. Primero, vendé la mano de Mario. Afortunadamente, el corte era superficial. Después, curamos juntos al perro: lo apretamos hasta que se desinfló y le tapamos las heridas con un poco de grasa de iguana que Mario siempre llevaba en su morral.

Aunque parezca mentira, el Champa llegó al rancho caminando con nosotros. Finalmente cuereamos al oso, un poco por compromiso, para aprovechar al menos su piel. El hedor a hormiga que tiene es insoportable, pero Mario decía que sobándolo bien el cuero queda blando como una franela y resulta especial para hacer tiento.

Las luces del pueblo ya estaban encendidas. Rendidos de cansancio, sólo deseábamos tirarnos a dormir.

De pronto, cuando bajamos la última cuesta del camino, escuchamos un grito. Un grito casi humano, como fraguado de agua y dientes, en una boca dolorida y furiosa.

Nos detuvimos atemorizados.

–Es el dueño de los animales –sentenció Mario–. No debí haber matado al oso.

Lo miré, pero no le dije nada. Pensé que lo mejor sería dejar que se nos pasara el miedo y luego, si era necesario, serenos, podríamos conversar sobre el tema.

***

Pero Mario cayó enfermo a los tres días.

Tuvo fiebres muy altas y se debilitó tanto que ya no pudo hacerse cargo de sus ocupaciones en el campo.

Una tarde mientras lo visitaba en el rancho, llegó su padre, Jacinto, para curarlo. Se saludaron y en las miradas que sostuvieron supe que ambos sospechaban la gravedad del mal.

Jacinto desenvolvió una calabaza aguijoneada con espinas de árboles, rellena de semillas, que al agitarse sonaba como un arroyo. Hizo que su hijo se recostara en el catre y comenzó a bailar alrededor golpeando el aire con la calabaza y a cantar. Mario permanecía inmóvil mirando la paja del techo. Así estuvieron unos minutos. De pronto, Jacinto localizó el daño cerca del cuello de Mario, se inclinó sobre él y dio un mordisco al aire. Luego se sentó sobre el piso de tierra, agotado por el esfuerzo. Metió sus dedos en la boca y sacó algo como un pedazo de carne sanguinolento. Lo miró y lo tiró lejos, en un rincón de la pieza.

Mario se había dormido. Jacinto se puso de pie y murmuró unas palabras.

Me acerqué a la cosa que había arrojado. Estaba cerca de una de las paredes del rancho, oscurecida por la sombra, pero podría jurar que se movía espasmódicamente. Parecía un dedo de algún animal, con un pedazo de garra. Me resultó imposible confirmarlo, porque en el instante en que me agachaba para recogerlo, se abalanzó el Castaño y se lo tragó de un bocado.

Durante la semana siguiente, Mario continuó debilitándose.

Por mi insistencia, accedió a que le hicieran unos estudios en el hospital. Después de varios análisis y radiografías, los médicos le diagnosticaron un tumor en la laringe. Él no les creyó y atribuyó su enfermedad a la cacería inútil del oso hormiguero.

En vano traté de explicarle que el tumor no provenía del castigo impuesto por un espíritu del monte, sino que se trataba de algo físico y real.

–¿Qué le hace pensar que los espíritus no son reales? –me preguntó.

Sin dejarme responder continuó:

–¿Usted sueña, maestro? El sueño sucede, en otro lugar; pero es tan real como la tierra que pisamos. Noches pasadas me encontré en el monte del sueño con el dueño de los animales. El me anunció que me queda poco tiempo.

***

Mario sobrevivió apenas un mes desde la cacería del oso.

Con alguna suspicacia podría suponerse que la enfermedad fue causada por su empecinamiento en pagar alguna culpa antigua que lo absorbía.

Sin embargo, algo más ocurrió. Algo que me obliga a entender la historia de manera distinta: el perro Castaño fue hallado muerto a los pies del catre de Mario, el mismo día en que este fallecía en el hospital.