En recuerdo de las líneas que desafían la urgencia de los puntos, en recuerdo de una paleta de colores y sus órbitas, nombrar a Anita Payró es siempre una sorpresa, no porque no haya tenido algún éxito (su obra se vendía en galerías naciones e internaciones y formó parte de la delegación argentina en la Bienal de Venecia en 1956) sino porque “la poca atención concedida a su figura por la literatura especializada”, como escribió Georgina G. Gluzman, hace que se la nombre poco.
Sí, se la nombra poco y se la desconoce más. ¿Quién es esta mujer con apellido de tradición literaria argentina con “una fortuna crítica mucho menos rica que la de sus contemporáneos varones” ?, sigo citando a Georgina. Anita era la hija de Roberto J. Payró, el periodista escritor, autor de El casamiento de Laucha (1906) y Pago chico (1908) y una de esas niñas que nacían en Buenos Aires y se educaban en Europa.
Leer el ensayo de Georgina (Anita Payró, Herlitzka+Faria, 2021) un libro con fuentes documentales, dibujos, portadas de catálogos, listas de exposiciones, bibliografía, fotos familiares y fotos de obra, es desertar el silencio y empezar a pensar también en la Anita que fue alumna en un profesional de mujeres en Bruselas, Tartufo en un escenario escolar y una más en el taller de artes decorativas con flores artificiales y cerámicas.
La abstracción como principio y fin de todo
Leer la investigación de Georgina, arte en iniciar un salto, augura nuevas búsquedas y lecturas sobre la artista a la que la historia del movimiento de abstracción geométrica latinoamericano le debe muchas páginas, y los museos, la luz de las exhibiciones. Después de años bruselenses (se graduó en 1919), una temporada en Londres, un matrimonio, un divorcio y la muerte de su hija pequeña, Anita volvió a Buenos Aires y fue docente y “madre espiritual de doscientos niños” en el preventorio Manuel Rocca (hogar de hijas e hijos de madres con tuberculosis) y en la Escuela Fernando Fader, donde enseñaba composición y encuadernación.
La obra de Anita, una cartografía colorida de esferas, vértices y diagonales con orientadísimas revelaciones, arma un destino con exhibida cortesía y un tiempo articulado en el que la forma, fragmentos de un avatar multicolor, estrena arquitecturas que le alegrarían el día a Etienne Boullée y vientos que borran el contorno de las manos y las instrucciones.
“Aprendí que toda obra de arte, por lo menos en el campo de la plástica, tiene por fundamento una composición abstracta, inclusive cuando en última instancia ha de convertirse en una expresión figurativa” (Anita Payró, 1970). Descubrir a Anita Payró es andar por esa huella pionera tan suya cuestionadora de hegemonías y rangos para romper una vez más con el poder de los cánones y catálogos de arte que ignoran el arte de amar y que con mañas tercas y sedentarias guardan bajo llaves nombres de mujeres.