Diez mil dólares, eso es lo que quiere el tipo para firmar la escritura: el resto se lo vas tirando en cheques, cada tanto, hasta llegar a los cincuenta millones de pesos. Una casa que vale noventa palos la tenés por cincuenta. Eso sí, el tipo quiere el usufructo mientras viva, que no será tanto, me imagino: es un fumador empedernido y ya va por los ochenta, no creo que le quede demasiado. —Así me tira Tito el negocio mientras abanica el fuego sobre el que se cocina un sábalo. Levanto la vista y la luna me encandila. Es la luna de diciembre que platea el Paraná manso e inmóvil. Del otro lado, la costa se ilumina como una guirnalda navideña por las luces de los puertos y las industrias que se encadenan desde Timbúes hasta Rosario.
—¿Y vos qué? —le digo, sin comprender cómo Tito, que es tan audaz para los negocios, podría dejar pasar este.
—Yo no puedo. Vidal es un cliente de muchos años, me quiere como al hijo que nunca tuvo, no quiero mezclar las cosas y que piense que le saco ventaja. Está solo, nunca se casó ni se juntó con nadie, ni siquiera tiene sobrinos porque es hijo único. Esta la tengo que dejar pasar. Pero vos dale nomás. Los diez mil los quiere para afrontar cualquier enfermedad que pueda surgir y el resto quiere ir gastándolos en vida. Eso sí, hay que garantizarle el techo.
—Ah, mirá vos —le digo y siento que me prendo del anzuelo que me acaba de tirar.
—Che, ya está esto —dice Tito. Corta un limón al medio que suelta un chorrito de jugo y me humedece el dedo, me lo llevo a la boca y me estremezco por la acidez. Lo exprime sobre el sábalo dorado y lo revolea entre los sauces. El fuego se extingue de a poco y nos deja a merced de la luz de la luna.
Yo no puedo dejar de pensar en la cajita naranja. Justo diez mil, lo que nos quedó de la casa de la abuela de Julia y que su mamá repartió entre los tres hermanos, ahí está nuestra parte. Diez mil, ni uno más, ni uno menos. Diez mil.
Pellizcamos el pescado con algunos tenedores y terminamos agarrando con los dedos los pequeños espinazos para chuparlos entre trago y trago de cerveza. Está grasiento, lo siento en la boca y en las manos. Cuando terminamos, vaciamos una botella de agua sobre las brasas, juntamos todo y subimos a la lancha. El animal mecánico se abre paso sobre el espejo de agua, rompe esa inmovilidad perfecta y deja atrás una huella ondulada. Cada tanto se oye la bocina de un barco o el ruido de un ancla buscando el fondo.
Todo el tiempo que me lleva ordenar la lancha en la guardería, ponerle la funda, sacar la bolsa de basura y demás rutinas pienso en eso, no puedo sacármelo de la cabeza. Iría esta misma noche con la cajita naranja a decirle al tipo: Acá tiene Vidal. Diez mil, ni uno más, ni uno menos. Un billete arriba del otro. Es la primera vez que tengo una posibilidad de un negocio al alcance de las manos. Además la casa está en pleno centro, en un lugar ideal para levantar un edificio, aunque habría que ver si da el ancho del terreno. Debería tener, como mínimo, nueve metros. Si mal no recuerdo el índice de edificación de esa zona es de diez pisos.
Esa misma noche, en la cama, le cuento a Julia con excitación los detalles. Ella, que está leyendo, se saca los anteojos, se sienta en la cama y me dice que eso le trae a la memoria una novela en la que uno de los personajes se dedica a comprar seguros de vida de gente con enfermedades terminales, les da una suma menor en el momento en que cierra el negocio y el enfermo lo pone como único beneficiario, con lo cual cuando muere, el tipo cobra la totalidad.
No me dice otra cosa, solo eso. Me da un beso rápido, apaga el velador y se da vuelta. Doy vueltas como un loco hasta las dos de la mañana, me levanto y me tomo un clonazepam de 0,5. Me vuelvo a acostar pero estoy totalmente desvelado, me llevo las manos a la cara y percibo un dejo a pescado, a barro de la isla, a podrido. Voy al baño y me vuelvo a lavar las manos con mucho jabón, las seco, pero cuando me las llevo a la nariz, el olor persiste, intacto, como si recién acabara de comerme un bocado de sábalo. La puta madre.
Sueño toda la noche. La cajita, el tipo, la casa, el tipo tocándome timbre para reclamar una entrega, la plata que por alguna razón no alcanza, yo preguntándome en qué los habré gastado, el tipo apareciendo en el negocio de Tito, yo pidiendo prestado para llegar a los cincuenta millones, rogando que el tiempo pase, que el tipo se muera de una buena vez. Y el tipo que no se muere. El tipo persiguiéndome. El tipo saliendo de la casa una noche cualquiera. Yo atropellándolo con la camioneta. El tipo sangrando en la calle y yo huyendo desesperadamente.
Amanezco empapado, enloquecido. Julia me trae un mate y me pregunta qué tal la pasé ayer en la isla, parece haber olvidado la conversación de anoche. Le digo que estuvo bien, pero que pescamos poco.
Un rato más tarde, antes de ir a trabajar paso con la chata frente a la casa de Vidal, cuando estoy en la esquina aminoro la marcha y la miro bien. No resisto la tentación. Me detengo. Las ventanas están cerradas y el motor del aire acondicionado ronronea cansado. Pienso que se debe haber acostado tarde y que seguramente dormirá hasta el mediodía. Me bajo de la chata y camino el ancho del frente a pasos largos para calcular los metros. Nueve. Espontáneamente, como en un gesto reflexivo, me llevo una mano a la boca e inspiro. Me sorprendo al sentir más fuerte que nunca el olor a pescado. Me voy. Subo a la camioneta y salgo para la obra. Si bien está fresco, todo anuncia que va a ser un día agobiante como lo ha sido todo este último mes.