La escena podría pertenecer a una obra realista. Una mujer se despierta en el sillón de su casa, descubre a su marido leyendo el diario mientras toma el desayuno y le pregunta a qué hora volvió anoche. Pero hay algo confuso, una sensación imprecisa. No sabemos exactamente en qué momento del día estamos y el diálogo, por el modo compacto, entrecortado, nos hace pensar que ya ha sucedido, que no se trata del tiempo presente del teatro sino que la escena se desarrolla desde un estado de repetición que pone en duda cualquier noción cronológica.

Es que La madre, del autor francés Florian Zeller, está narrada desde el punto de vista de la protagonista, más precisamente desde la cabeza de una mujer que pasados los sesenta años, cuando sus hijos se fueron de casa y su marido está a punto de dejarla, siente que ha sido víctima de una estafa. Vivió por esa casa y esa familia que ahora se olvida de ella y su conflicto se convierte en una perturbación que afecta su percepción de la realidad y del tiempo. Como sucedía en El padre, la obra del mismo autor que se estrenó en Buenos Aires en el año 2016 protagonizada por Pepe Soriano donde la enfermedad de Alzheimer no era un elemento temático sino un dispositivo estructural que nos permitía percibir los hechos desde el mismo estado que el protagonista, Zeller nos lleva en La madre a conocer la escena desde la emocionalidad de Anne (Cecilia Roth) que no ha perdido la razón, simplemente ha entrado en una zona de fragilidad que impide una relación fluida con su entorno. 

Lo que podría ser una obra convencional y declarativa se convierte, gracias este procedimiento, en un material teatral que admite la deconstrucción de cada escena, el abordaje del drama sin necesidad de caer en ilustraciones ni situaciones demasiado directas, como suele ocurrir en el teatro comercial.

Andrea Garrote como directora supo capturar las posibilidades del texto para construir una puesta en escena donde la ambigüedad es uno de los elementos fundamentales para transitar el drama y para situar el conflicto. Por momentos no sabemos si los personajes están allí o Anne los imagina, dudamos si esa escena está ocurriendo en tiempo presente o la protagonista la recuerda y repite en su cabeza, si somos testigos de un pensamiento obsesivo que la lleva a alterar la naturaleza de lo que sucede, a interactuar con personajes que, tal vez, ya no están en esa casa donde se quedará sola.

La dramaturgia de Zeller no busca la compasión hacia el personaje. La madre puede convertirse en un ser agobiante frente a ese hijo varón interpretado por Martín Slipak al que ama y quiere retener en su casa cuando el joven se pelea con su novia (Victoria Baldomir) y vuelve por unos días a vivir con ella. Por supuesto que cada escena puede ser tan real como imaginaria. Es perfectamente posible que la madre se encuentre sola desde el comienzo y que todo sea una evocación insistente y confusa donde el deseo y la desesperación la llevan a escaparse del drama a partir de una mezcla difusa entre la realidad y la fantasía.

Cecilia Roth trabaja su personaje con mucha inteligencia, sin caer jamás en el melodrama, incluso sosteniendo siempre una variante del humor como una mujer aguerrida que se propone discutir y descalificar a su marido (Gustavo Garzón) y burlarse de esa excusa vacía del seminario que va a dictar en Campana como si se negara a ser un personaje previsible de su propia tragedia. Su interpretación está pensada como una revisión constante de las escenas que se repiten en su cabeza donde el texto señala o descubre un elemento nuevo, como nos sucede cuando repasamos un momento que nos perturba y al volver sobre lo ocurrido vamos más al detalle, al recorte de ese instante donde creemos descubrir la causa de nuestro dolor.

La estructura de la obra permite sacar a las situaciones de su literalidad. Las demás personas se convierten en personajes de Anne, la dramaturgia hace de la protagonista un ser que se propone pelear por la autoría de lo que sucede. La palabra no está para organizar un diálogo, los parlamentos aparecen desacoplados, no hay un uso operativo y mucho menos explicativo de la acción, son los comportamientos los que se hacen cargo de la opacidad de la escena. El texto da espacio para que desde la dirección y la actuación se complete la narrativa. Si en El padre el personaje estaba tomado por el Alzheimer, aquí asistimos a las primeras formas del desvarío, esas que tienen lugar cuando el proyecto al que una mujer le entregó su vida ya no le pertenece. Anne reclama algún tipo de recompensa, incluso hasta resulta ridículo el empeño que pone por recuperar a su hijo y descalificar a su novia, un punto fundamental para establecer una relación crítica con la protagonista y eludir un tono piadoso.

Zeller suele trabajar sobre una instancia vinculada con el abandono de sí mismo que presenta la vejez. Si bien el personaje de Anne es todavía una mujer joven, especialmente en la figura y en la elección de una actriz como Cecilia Roth que no pierde nunca su atractivo, lo que aquí vemos es ese momento de pasaje donde la particularidad que tienen los personajes de Zeller es que dejan de ser funcionales porque han perdido cierta sincronía, cierta relación práctica con el entorno. Entonces la escena se contagia de esa desorientación que hace de las palabras y las acciones un impulso sin objetivo, que se derrama y expande dentro de una matriz donde ya no hay anclaje ni síntesis posible.

La madre se presenta de jueves a sábados a las 20 y los domingos a las 18: 30 en el teatro El Picadero.