En el principio, es una historia de lo más común. Cuando era chico, Jano Seitún se puso a leer historietas con Quino y aprendió a tocar la guitarra con los acordes de “El oso”. ¿Quién no? Después se convirtió en músico profesional, saco una pila de discos, se llamó a silencio durante una década completa y ahora mismo acaba de reaparecer como guionista e ilustrador de Los Finnegan: una fábula sobre un oso que se integra a una banda de folk en medio del bosque y asciende fulgurantemente hacia el estrellato. ¿Quién sí? En el final, era una historia de lo más extraña.

“Fui padre y empecé a pensar en otro tipo de contextos profesionales”, dice Jano. “Estaba un poco cansado de estar en una combi a las tres de la mañana viajando por algún lugar de la pampa”. No hay metáfora. Durante buena parte de los dos-mil, el tipo había estado en cada uno de los rincones de la escena cancionística. A veces era el crooner de camisa inmaculada que cantaba foxtrot al frente de la Alvy Singer Big Band. A veces era el contrabajista que, desde las sombras del escenario, tocaba el bajo para Onda Vaga. A veces era uno de los tres traductores impenitentes de los Campos Magnéticos. Alguno lo vio en el Pacha, dejándose aplaudir con chasquidos en un show de Los Caracoles o Los Grillos del Monte. Alguno, incluso, lo vio como protagonista en una célebre campaña de Coca Cola Light. De pronto, así como había aparecido, desapareció.


Decidido a expandir su paleta de posibilidades, se metió a estudiar diseño gráfico en la Escuela Da Vinci. Era agosto de 2017. Sobrevivieron tres años de práctica y concentración. Seitún desmontó el paquete completo de Adobe y, rodeado de compañeros infinitamente más jóvenes que escuchaban músicas infinitamente más extrañas, adquirió un oficio. Otro oficio. Luego, en el preciso momento que llegábamos al corazón penumbroso de la Deep Cuarentena, salió al mercado laboral con sus propias herramientas. De toque, consiguió trabajo.

“Ahí empieza mi Lost Weekend a la inversa”, dice Seitún. “Aluciné con la idea del horario. No tenía el peso de ir a una oficina, pero me levantaba temprano y me ponía en marcha. La agencia tenía un sistema muy eficiente: yo tenía un tablero virtual donde levantaba las tareas, las resolvía y las subía. No lidiaba mucho con nadie. A mí me gusta mucho estar en mi universo: con mis disquitos, mis podcasts, mis cosas. Tengo algo de ermitaño en la cueva. Así que, en esa época, me despertaba con la felicidad indescriptible de no tener que poner ninguna emocionalidad artística en la jornada”.


Las cosas iban bien. Sin embargo, llegado un punto, empezó a sentir un rumor. Un movimiento en el fondo de su conciencia. A lo largo de toda su vida había leído tiras e historietas (desde Asterix y Mafalda hasta las aventuras de Tintín, pasando por Fontanarrosa, Lucky Luke y las sagas de Columba) pero, aunque estaba merodeando el asunto con insistencia, no terminaba de dar el paso. Finalmente, se metió en el taller de Cristian Turdera y fue asediado por una escena. “No me la podía sacar de la cabeza”, cuenta Jano. “Unos tipos estaban tocando en el bosque y, de repente, irrumpía un oso con su rugido. Los tipos piensan que se los va a comer, pero el oso les habla. ‘Tranquis, yo solo les estaba mostrando mi Do de pecho’, dice. ‘Quiero cantar con ustedes’. No sabía si era una tira de tres viñetas o algo más largo, pero podía tirar de ese hilo. No sabía adónde me iba a llevar”.

Empezó a dibujar a contramano del mundo. A las tres de la mañana, con el día encima de los hombros y los párpados a media asta. Era bravo, casi imposible. Decidió sumarse al Club de las 5 de la Mañana (“esta gente que cultiva el flash tempranero para hacer sus propias cosas antes de dedicarle su jornada a otras personas”), pero se encontró con una nueva contraindicación: a medida que la historia de Los Finnegan crecía hacia adelante y hacia atrás, era cada vez más difícil salir del bosque. “Se hacían las nueve, tenía que dejar de dibujar y se me rompía el corazón”, dice Jano. “Tuve que renunciar a la agencia. Me alejé del útero cálido del sueldo fijo para volver a la aventura de los artistas”.

El tipo se tenía fe. Dibujó y dibujó. Escribió las canciones de Los Finnegan y las grabó con banjo, guitarra, contrabajo y acordeón. Luego, cuando tuvo una versión sólida del libro, señaló su catálogo predilecto y le mandó un mail al fundador de la Editorial Común. No eran desconocidos. Seitún seguía a Liniers desde el fanzine La Mulita y, años después, apareció en Macanudo como autor de dos plots inolvidables. Por su parte, Liniers no sólo había frecuentado la escena de los cancionistas sino que aportó algunos dibujos cuando Seitún sufrió el robo de sus instrumentos y se organizó un evento a beneficio. “Parece que cuando le llegó mi mail fue medio un bajón”, sonríe Seitún. “Uy, qué paja decirle que no a gente querida [risas]. Pero se pusieron a verlo con Angie, su mujer y socia de la editorial, y me contestaron en veinte minutos”.

Con el ojo entrenado, Liniers y Angie Erhart del Campo pusieron plazos y sugirieron un corte. Ahí donde Seitún había visto una especie de novela interminable y llena de derivas, ellos vieron una serie. Un trabajo. Con sus entregas anuales y sus deadlines y sus mundos cerrados o abiertos. Así, en este primer episodio, la parábola de Los Finnegan es la curva de la identidad y el show business. Un cuento que, desde la mitología de la Gran Depresión Norteamericana y las radios valvulares (en ese sentido, tiene algo de ¿Dónde estás, hermano? de los Coen), dialoga con la historia arquetípica del pop en un trazo que recuerda a Carlitos Vogt y otros héroes de la historieta argentina. Los tiempos están todos cruzados. Y las voces, que parecen hablar en la lengua neutra de los subtitulados.

“Una vez leí algo de Stephen King donde contaba cómo le había pegado ver la trilogía de Sergio Leone cuando era muy chico”, recuerda Seitún. “Le gustaban todas esas cosas medio equivocadas del espagueti western. La voz fuera de sincro, una ciudad del estado equivocado. En su cabeza, esos desajustes le daban el aura de un universo paralelo. Eso me encanta. Yo quería que, como lector, tuvieras esa sensación. Algo que, me doy cuenta, no es nuevo en mis cosas: estaba en mis discos. El mundo adentro de un mundo, la falsa biografía. Algo que puede venir del Sgt. Pepper o de Borges. Ahora Los Finnegan tienen su perfil en Spotify. Hay afiches de sus conciertos. Van a actuar en películas. Pero entonces, ¿esta banda existió?”

Antes, no se sabe. Ahora, existe.