“¡Mamma y yo como monjas! Encontré este divertido montaje de mi Mamma en la película de 1945, Las campanas de Santa María, y yo en la película de este año, Cónclave”. El posteo de Isabella Rossellini no solo rinde homenaje a su madre, una de las mejores actrices de la historia del cine, sino que celebra esa unión bajo el hábito monacal como guiño de complicidad. Hija de una estrella como Ingrid Bergman y de un director esencial para la cinefilia como Roberto Rossellini, Isabella nació con una carga demasiado pesada. Fue además uno de los tres frutos de esa escandalosa unión, junto a sus hermanos Robertino e Isotta, hijos de aquella pareja nacida del adulterio, de la condena pública y el consiguiente perdón de Hollywood. Pero Isabella hizo su propio camino: fue una inolvidable aparición en Terciopelo azul de la mano de David Lynch, el rostro de Lâncome durante décadas y se formó en diseño de vestuario en Italia. Con el tiempo se convirtió en una actriz de temple y exquisita madurez, que a sus 72 años se vistió de monja para obtener su primera nominación a los premios Oscar.

Cónclave, la nueva película del alemán Edward Berger, ganador el año pasado por Sin novedad en el frente, es una de las grandes apuestas de esta temporada de premios. Con ocho nominaciones de la Academia (entre ellas, la de Rossellini como mejor actriz de reparto), asoma como una de las tapadas frente a favoritas como Emilia Perez o El brutalista, y convierte la burocrática elección de un nuevo Papa en una rigurosa intriga celebrada entre las paredes de un Vaticano recreado en Cinecittà. Una película de señores serios vestidos con el rojo cardenalicio, que tras la muerte del Sumo Pontífice y en el marco del secretismo del cónclave, deben elegir un sucesor para presidir la Santa Sede. El cardenal Lawrence (Ralph Fiennes) es el decano y encargado del ceremonial, pero también un hombre que atraviesa una crisis de fe, un profundo entredicho entre su vocación de servicio y las exigencias de la institución. La elección parece reñida entre el cardenal Tedesco (Sergio Castellitto), un obispo italiano partidario de un regreso a la estricta tradición; el cardenal Bellini (Stanley Tucci), progresista y que comparte la línea liberal del papa fallecido; el ambicioso Tremblay (John Lithgow) y el cardenal Adeyemi (Lucian Msamati), quien podría convertirse en el primer Papa africano. La suerte todavía no está echada.

Entre las sombras de la Capilla Sixtina deambulan las monjas que sobrellevan las tareas más mundanas de la augusta celebración. Preparan y sirven las comidas, asean los corredores, acomodan los instrumentos de la votación. Su presencia es silenciosa y elusiva, su tarea vital pero invisible. Cumplen el rol que la Iglesia parece haber destinado a las mujeres. Entre ellas la hermana Agnes parece llevar la voz cantante, su concentración puede confundirse con mal genio, pero es el ingrediente necesario para aquietar las aguas y conseguir que la casa de Dios se mantenga en orden. Rossellini interpreta a Agnes con una mesura poco habitual para esos personajes que a veces conducen a sus intérpretes a la tentación del histrionismo. Ella espera, paciente desde los márgenes, para demostrar apenas con una mirada o un gesto al pasar, la vital importancia que reviste para el futuro de la Iglesia. Un rostro que carga con el paso del tiempo y la experiencia, el aplomo de una trayectoria que alcanzó las mejores luces en su crepúsculo. En aquella ominosa presencia como la madre de Joaquin Phoenix en Los amantes de James Gray hace unos años, o como la adorable Flora que espera un fantasma en la reciente La quimera de Alice Rohrwacher.

Rossellini en "La quimera", de Alice Rohrwacher. Foto: Archivo.

Sin embrago, la primera incursión en el cine de Isabella Rossellini también fue bajo el hábito de una monja en Nina, la última película de Vincente Minnelli. “Mi madre interpretaba a una condesa excéntrica que se estaba muriendo y pensó que yo podría ser una de las monjas que la acompañaban en su agonía”, recordó en una entrevista con The Guardian. “Como nos parecíamos, pensó que sería interesante para la condesa verse a sí misma joven, en una especie de alucinación. Pero también creo que quería tentarme para que fuera actriz, porque a ella le encantaba actuar”. La película no tuvo éxito y fue uno de los pocos traspiés de Minnelli, pero para Rossellini fue la oportunidad de compartir la escena con su legendaria madre, apenas unos años antes de su muerte, y el comienzo de un romance con la actuación que duró toda una vida. Esa pasión atravesó sus años como modelo, su tumultuoso matrimonio con Martin Scorsese, y se desplegó en el regreso triunfal con Terciopelo azul y el encuentro con su futuro compañero, David Lynch, a quien le dedicó palabras de amor en la reciente despedida en redes sociales.

La actriz junto a David Lynch. Foto: Archivo.

Cumplida aquella aparición como Dorothy Vallens en ese azulado suburbio imaginado por Lynch, continuó como la excéntrica femme fatale de la juventud eterna en La muerte le sienta bien, y más tarde en la subestimada Sin miedo a la vida del australiano Peter Weir, pequeños mojones en un recorrido que tuvo también algunos senderos paralelos. “Por entonces hice una maestría en etología, que es la ciencia del comportamiento animal, y así me creé una carrera paralela a la actuación”. Es que a los 43 años los papeles en cine escaseaban –“Mi madre me advirtió que a veces las actrices tienen un bajón en su carrera cuando no son jóvenes ni viejas. No es que no puedan tener intereses amorosos, pero esas historias no se cuentan”-, y su contrato con la empresa de cosméticos Lâncome no fue renovado. “La razón que me dieron fue que la publicidad habla de sueños y que la gente sueña con ser joven”.

Cónclave parece ser un esperado regreso a los comienzos, a las vestiduras eclesiásticas como las de su madre en el clásico de Leo McCarey, al recuerdo de la primera actuación compartida en Nina, a la ventura de sus papeles de madurez, pequeños y concisos, silenciosos e inolvidables. La hermana Agnes también evoca en su memoria los años en un colegio católico en Roma, la educación para permanecer en silencio, para existir en las sombras. Pero desde la piel de su personaje decide asumir la palabra en un momento clave, torcer el rumbo de la votación en el cónclave y con ello quizás ganar el favor de la Academia en las nominaciones. Sin embargo, pese al impacto de sus palabras, son sus miradas las más poderosas e inolvidables, su rostro desafiante cuando disputa la autoridad del decano luego de un altercado en el salón comedor, y su anhelo de llegar a la verdad cuando descubre el por qué de la llegada de una monja desde París. Ojos que dicen demasiado. Ojos que valen premios y asumen legados. Ojos que declaran en silencio: “Ojalá mis padres estuvieran vivos para celebrar conmigo este honor”.