Acompañaba a mi padre al supermercado Tigre con un solo objetivo en mente: conquistar su voluntad y lograr que me comprara un paquete de papafritas porque lo que en el fondo me interesaba era el tazo Chester donde un tigre, animal icónico de la marca de snacks, viajaba por el mundo. Yo miraba los lugares emblemáticos sobre los cuales el protagonista se retrataba con los dedos todavía engrasados y los labios radiantes de sal. Lo veía en la torre de Pisa, con un turbante en Marruecos, trepado a un sarcófago faraónico, meditando en la india, vestido de mariachi entre cactus, en pirámides de Guiza, caminando sediento en el desierto, esquiando en los Alpes suizos, enamorado en una góndola veneciana o pescando debajo de una plataforma de hielo austral con un iglú de fondo en un paisaje blanco. Y creo que ahí iba construyendo un concepto frívolo de la felicidad; no aquella que Borges pensaba como alcanzable y que en cualquier momento pudiera ocurrir, sino una que se piensa siempre en tiempo futuro, aferrada como una rémora a nuestras carencias y deseos.
Hay también un tazo de este tigre en el Caribe con un mar de fondo en holograma que uno podía revivir su oleaje si acostaba un poco el tazo y lo volvía a poner de canto en reiterados y sucesivos movimientos. En mi mente y en los recuerdos suelo confundirlo con una figurita particular del álbum de mi hermana donde había otro felino; en este caso, Garfield. Y que yo demoraba ratos mirándola porque tenía un color cálido de atardecer mientras se balanceaba en una hamaca paraguaya tomando un tentempié tropical. Encontraba en ella el sabor tostado de la borra del tiempo. Volvía a un lugar que jamás había estado y era dulce y triste a la vez porque sabía que en otro lugar el día estaba terminando, siempre terminando. Yo la miraba a la mañana, a la tarde o a la noche, pero ahí siempre estaba terminando. Era un color en gerundio. Como una sempiterna advertencia, un inexorable fin que nunca llega.
En la escuela primaria, la maestra de artes plásticas nos pidió un frasquito pequeño. Yo llevé un tintero de vidrio que me había dado mi madre y esa botellita parecía hecha para mi mundo. La consigna que nos dieron luego era encerrar una porción de otoño. Había que juntar distintas hojas de las veredas, leer sus nervaduras con las yemas de los dedos, descubrir imágenes a trasluz en un sol anémico, inventar arcoiris con jirones de liquidámbar, fresnos, álamos plateados o con lo que azarosamente nos encontráramos en nuestras caminatas. Podíamos incluir sámaras, semillas perdidas o cascaritas de la época. Luego con eso llenaríamos el recipiente, adornaríamos con hilo de yute y detendríamos algunos colores de los colibríes de calendarios. En esa época yo prefería juntar retazos del cielo de enero, porque era un época sin clases y juegos hasta tarde en patios alunados; pero eso estaba lejos y era más ingrávido e inaprensible para guardarlo en relicarios bajo rótulo “felicidad”. Entonces me conformé con encerrar el otoño y las caminatas con mi padre de regreso de la escuela, el almacén donde el empleado que atendía me decía corbatita burlándose cariñosamente de mi uniforme, los chicles Bazooka que eran innegociables - a pedido de mi padre- para después del almuerzo y las veredas de calle Santiago siempre tan sonoras en esa época del año.
“No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió” escuché en la adolescencia en la voz herrumbrada de un juglar del asfalto y la guardé conmigo como una crujiente hoja o el mismísimo tintero del otoño. Ya de grande la bruma dorada de Copacabana el día que la conocí colocó el tazo nuevamente arriba de la mesa. Otras veces apareció en etapas de enamoramientos inverosímiles, en horas previas a fiestas de graduaciones, al salir del estadio luego de un partido irrelevante de mi equipo y ver cómo el otoño del río apuraba a los rezagados veraneantes a guardar las embarcaciones. Con el tiempo una imagen fue trocándose por otra, como si ese ocre sentimiento pudiera ser definido mejor con imágenes que con palabras. Entonces, crecer es ir encontrando imágenes cada vez más exactas que describen lo que internamente nos pasa: de la figu, al patio de la escuela antes del acto de fin de curso; luego los ginkgos en el boulevard Oroño desvistiéndose y, de ahí, al olor a vainilla de las hojas de un libro que leí en donde la llovizna de flores amarillas inundan Macondo en el entierro de José Arcadio Buendía. Más tarde, una curva de una avenida en zona Norte y, finalmente, el sudor de un mar carioca. Un mar que sube y nos inunda la garganta de arena no en plenilunio sino cuando juntamos tazos en la mesa del comedor o saltamos baldosas de dos en dos sin pisar las juntas al volver del Tigre o cuando se marchitan etapas y mujeres lejanas como Rosas Púrpuras de El Cairo que salen de la pantalla y nos acompañan durante una primavera.
La felicidad no sé qué color tendrá. Yo la imagino añil como ciertos mares lejanos; y a veces amarillo. No el que veía Borges en los tigres, monedas y desiertos de su creciente ceguera, sino un amarillo que cuando se termina se cierra como las pestañas de las caléndulas y adquiere más tarde el color bronce del cenicero de casa de perfil ecuestre; y en el final terminar en el color de la cera Suiza sobre las tablas de madera que mi madre lustraba por las tardes mientras cantaba Un velero llamado libertad.