En 1901 fueron apresados en Buenos Aires veinticinco personas acusadas de curandería y adivinación, por cometer el delito de atentar contra la salud pública. La policía secuestró en sus domicilios una serie de “cosas raras” como frascos, víboras, cartas escritas por clientes de distintas partes del país solicitando los conjuros necesarios para determinados fines, una mujer despechada queriendo recuperar a su marido y hasta uno que preguntaba si hallaría vivo un toro que se le había perdido. Todos solicitaban los poderes de esos hombres y mujeres que habían aprendido el arte de la magia haciendo pactos con deidades en alguna de las tantas salamanca que hay en estas tierras.

En la literatura argentina, Leopoldo Marechal publicó Adán Buenosayres en 1948. Una de las novelas célebres donde el narrador devela los misteriosos manuscritos que su amigo Adán le entregara antes de morir. Un 30 de abril de 192... el astrólogo Schultze y Adán Buenosayres se encuentran en el bajo de Saavedra a la medianoche, al pie de un ombú para entrar a la salamanca porteña. Escriben los nombres de Santos Vega, Juan sin ropa y Martín Fierro para dar inicio a la prueba de ingreso invocando a doña Tecla, una mujer cachacienta que los desafía con adivinanzas y coplitas, hasta que finalmente logran entrar en la hendidura a través del árbol, para explorar, como Cicerón y Dante, el infierno de Buenos Aires.

El submundo es un lugar sin tiempo, habitado por seres fabulosos que pueden aceptar o no al visitante o aspirante de brujo. Está presente también en el cine latinoamericano como es el caso del director Marcos Loaya, quien estrenó en 2018 su película Averno, una coproducción de Bolivia y Uruguay, contando las peripecias de Tupah, un adolescente dedicado a lustrar botas que se embarca en la aventura de encontrar a su tío perdido en los Avernos, el lugar donde los muertos coexisten con los vivos. Un viaje al inframundo donde habitan personajes mitológicos como las Kataris, habitantes de las tinieblas. y Kusillo, un personaje bufonesco.

Existen infinidad de relatos contados por generaciones acerca de lo que pasa en ese lugar aterrador, pero a la vez lleno de tentaciones. El músico santiagueño Don Sixto Palavecino decía que la Salamanca servía para aprender de todo. Un lugar cargado de misterios, donde si uno podía pasar las pruebas para que lo tomasen como alumno, se le adjudicaba el don que desee. “Primero hay que dejar que un sapo camine por el cuerpo, después dejarse envolver por una víbora y recién uno es aceptado”.

En aquellas regiones, desde el siglo XVI hasta el XVIII, los llamados “salamanqueros” o brujos fueron perseguidos y condenados por el “daño que ocasionaban”. A fines del siglo XVI, el gobernador Ramírez de Velasco, designado por Felipe II, condenó a la hoguera a cuarenta ancianos hechiceros, blancos e indios, de entre sesenta y ochenta años.

Según la creencia popular, hay salamancas en todas partes y cualquier elemento natural puede ser la puerta de ingreso a la otra dimensión. Desde un bañado o un cerro, a una simple casa blanca que aparece y desaparece.

En la región habitada por la nación qom, la salamanca está bajo tierra, en alguna gruta a la que solo pueden entrar los aspirantes a piogonak, chamán, y están habitadas por los muertos. Allí tienen otro cielo, ríos, lagunas y hasta bosques frondosos. Es más, cuando cae la tarde para nosotros, el sol se va hundiendo para darles luz a ellos, que están debajo y entonces comienzan su día. Los ancianos de antaño solían decir que “cuando se acabe el mundo, todos ellos, los de abajo, van a volver arriba y entonces se van a comer a los vivos”. El ser que domina esas profundas tierras se llama Nowet y es quien entrega el don de piogonak, aunque el iniciado puede elegir entre ser chamán, un buen guerrero, suertudo en el trabajo o en los amores.

En la nación gunun a kuna o tehuelche, contaban los mayores que había una cueva en la Cordillera para la obtención de los poderes mágicos. Para entrar había que enfrentarse a Joósh´e, el viento, que siempre andaba de mal humor. Tal era su mal carácter que para entretenerse soplaba tan fuerte que levantaba por los aires a las gentes para matarlas. Pero hubo un paisano valiente que se animó a ir a enfrentarlo. Como en esos tiempos la gente también podían convertirse en otras cosas, el paisano se convirtió en viento suave y lo esperó agazapado. Cuando Joósh´e apareció, los dos se transformaron en hombres y pelearon con sus facones. El paisano pudo derrotarlo y convertirse en un uamék, un hechicero. Dicen que la mujer del viento se llevó con ella a Joósh´e, que quedó convertido en remolino malhumorado y solo. Ahora la que sopla es ella, en general más suavecito.

Abel Curruhuinca en 1962 contaba sobre la famosa Renüpülli, la cueva de los brujos a orillas del lago Lacar. Para entrar había que saber la palabra mágica y por eso eran pocos los que lograban su cometido. El padre del abuelo de Curruhuinca se había animado a ir en una noche oscura, solo, escuchando el canto lastimero de la diuca, el pájarito nocturno. En camino se le había cruzado un zorro y fue tal el susto que al proferir un insulto, sin querer dijo las palabras correctas. Eso hizo que de pronto se oyera la música, las voces, las risas de toda la gente que estaba adentro de la salamanca. Pero también había sapos y serpientes que hablaban. Era el lugar que buscaba, la famosa escuela de salamanca, la escuela de los brujos. Allí algunos aprendían a hacer llover, otros a andar bien en cuestión de amores o a curar todos los males con la naturaleza. Hay otras salamancas como la de Anecón Grande y la de Chosmalal, Río Negro.

La provincia de Buenos Aires no se queda atrás, tiene las suyas. La más importante es la de Curamalal, corral de piedra, en el partido de Coronel Suárez. Se dice que el longko Llanquitrur había logrado su poder y valentía por haber podido ingresar a la cueva. La entrada, supuestamente, está en la gruta que se encuentra sobre el extremo norte del cordón de las sierras. Otra salamanca queda en el partido de San Pedro, en el paraje  de Vuelta de Obligado. Es una gran caverna en los barrancos que flanquean la porción bonaerense del río Paraná. Un lugar oscuro y tétrico por la cantidad de murciélagos que la habitan.

En la Buenos Aires de antaño se hablaba de la existencia de salamancas que hoy quedaron bajo el asfalto. Una ubicada en la plaza San Vicente, otra cerca de la capilla del Carmen en plaza Rodriguez Peña, en Cochabamba y Alberti, y hasta en la hoy intersección de las calles Entre Ríos y Belgrano.

La tradición oral nos enriquece, transmite un conjunto de creencias, costumbres que nos aferran a nuestro lugar de nacimiento, atraviesa los poblados y los paisajes. Una persona que emigra de su lugar lleva consigo todo lo aprendido, lo respira adonde vaya.

El escritor Gabriel Torem es traductor de diversos idiomas, entre ellos el quichua. En 2024 publicó con la editora Oyé Ndén su novela Atamisqui, en una edición bilingüe quichua y castellano. Una historia atravesada por los misterios, el llamado que hace el monte a una niña quichuista, Shumi, que vive en Buenos Aires. La tierra natal abriendo las puertas del enigma de la salamanca, personajes antropomórfos, maestros con guampas de chivo, brujos y ancianas, mujeres tocando y bailando chacareras para dar inicio a una aventura. Los misterios continúan paralelamente en Santiago del Estero, en la localidad de Atamisqui, donde otro adolescente, Shanti, encuentra en una casa abandonada lo que parecen ser tesoros ancestrales. En esta novela los caminos de ambos se cruzan para recuperar el original del pallaspa chinkas richkaqta, un libro que enseña a comunicarse con los muertos, escrito por José Antonio Sosa.

El autor construye una historia salpicada por la poesía de Sixto Palavecino, la crianza dentro del seno familiar más humilde, resaltando la riqueza de las lenguas originarias y su uso cotidiano. Siempre hay espacio para imaginar el contenido de ese cuaderno extraviado y de pronto, desde Buenos Aires a Atamisqui se abre una gran puerta para embelesarse de fantasías.

La salamanca despierta melodías, inspiración, poesía. El letrista Arturo Dávalos nacido en 1918 le dedicó sus memorables versos en una zamba llamada La salamanca “Socavón, donde el alba muere al salir, salamanca del cerro natal, en las noches de luna se suele sentir a mandinga y a los diablos cantar”. Mucho por descubrir sobre la existencia o no de las escuelas chamánicas, los enigmas de lo no visible, la identidad, lo arcano, el sincretismo inevitable converge, para que todo suceda en ese viaje a lo desconocido.