Arthur Miller, el dramaturgo que fue marido de Marilyn Monroe, escribió varias obras que tocaban el nervio del sistema; pero Todos eran mis hijos es tal vez la que más duele. O la que más me hace doler a mí. Tal vez porque el título no puede no resonar en el Todos son mis hijos de Hebe, nuestra Madre icónica junto con Norita, y porque el peso de la tragedia está en un hijo que se supone muerto, pero no hay cadáver que lo pruebe. O quizás porque es la obra en la que la angurria del sistema se pone sobre la mesa familiar con la potencia de una certeza: el capitalismo mata.

En esta obra los personajes principales pertenecen a una familia típica de los Estados Unidos, y transcurre tres años después de la Segunda Guerra Mundial. El padre tiene una empresita de repuestos de aviación que hizo mucho dinero a costa de la guerra. Uno de los hijos, piloto de avión que se sumó a las tropas como voluntario, no ha vuelto, pero tampoco les ha llegado el telegrama con la confirmación de la muerte. El otro hijo se ha quedado en casa y se ha enamorado de la novia de su hermano. La madre se niega a dejar de esperar que su hijo vuelva.

El padre, durante el período de mayor venta de la empresa, a sabiendas de que una partida de repuestos había salido defectuosa, la entregó. Cientos de pilotos murieron gracias a este acto de avaricia. La antigua novia del hijo que no vuelve --del hijo desaparecido-- trae una carta en la que éste le dice que se ha enterado de que su padre es el responsable de la muerte de sus compañeros y que no soporta la vergüenza. Es una carta de despedida porque le cuenta que después de enviarla va a terminar con su vida. Hasta ahora no había tenido coraje de mostrarle la carta a la madre, pero ahora ha decidido que quiere casarse con el hermano de su novio y seguir con su vida.

El padre va a querer que se olvide. Que la madre dé por muerto a su hijo pequeño, que el hijo mayor deje de preguntar por el asunto de las piezas defectuosas y que toda la familia se ponga de una vez contenta porque tienen todo lo que el dinero puede comprar. En definitiva, ¿no dicen todos que lo importante es darle un buen pasar a la familia? ¿no es acaso con la cantidad de dinero acumulado lo que se mide el éxito en la vida?

El silencio y la pugna por el olvido no va a durar mucho. Cris se va a enterar que el honesto trabajo de su padre y el dinero del que disfrutan se ha ganado con la sangre de pilotos muertos. La madre sabrá que su hijo se suicidó al enterarse de esta misma verdad y que no solo está muerto, sino que no murió en combate sino por culpa de la ambición de su esposo. El padre va a entender que hacerse responsable de todo esto tiene como consecuencia su propia vida y también se va a suicidar.

Esta tragedia moderna, escrita en el año 1947, tiene una gran actualidad. Por un lado, la noción de responsabilidad individual en un mundo donde los mecanismos de dominación y poder parecen estar tan cristalizados que las personas apenas pueden tomar decisiones. ¿Qué responsabilidad tenemos frente al genocidio en Gaza? ¿Qué culpa podríamos asumir en relación a la contaminación provocada por los grandes conglomerados de empresas que dominan las economías mundiales? ¿Qué incidencia, más allá de emitir un voto cada equis cantidad de años, tiene nuestra idea de lo que debería suceder en nuestro país, cuando hemos delegado toda participación en lo que en la democracia republicana se ha dado en llamar “los políticos”? ¿Qué podemos hacer en un país en el que cada minuto se abre un nuevo frente de desgracias?

Pero ¿está escrito el final de nuestra obra o podemos torcer la mano del demiurgo?

El capitalismo mata, podría ser la idea fuerza de esta obra. Pero también, el capitalismo mata usando las manos de los humanos que lo sostienen y está armado del sentido común que reza que el objetivo en toda vida es la acumulación del dinero. Con este objetivo incuestionable a la cabeza, se ha creado el invento del “empresario honesto”. Empresarios honestos, que pagan lo que marca la ley, que hacen los aportes, que tienen en blanco a sus empleados. Es cierto que están los que son tan despiadados que ni siquiera hacen esto, y esos son los “empresarios malos”. Pero convendría recordar que la plusvalía con la que se quedan los empresarios honestos es el dinero que les roban para que ellos puedan tener las ganancias que tienen. Que no son los empresarios los que dan trabajo, sino los trabajadores y las trabajadoras las que permiten la existencia de los empresarios. En otras palabras, no hay honestidad posible en el capitalismo, porque el capitalismo está sustentando en la legalización del robo. Ya se sabe, no hay ricos sin pobres, y no hay pobres sin ricos.

Pero el capitalismo no es sólo relaciones de producción. El capitalismo es una forma de vida. The american way of life. Una forma de vida en la que vale todo para darle una “buena vida a mi familia”. Donde “salir adelante” es sacrificar hasta la última gota de sangre si sos pobre y si sos rico o de clase media, mover los mecanismos a tu favor para incrementar el capital que le vas a dejar a las próximas generaciones de tu familia. Pero ahí no se queda la cosa. Porque si los pobres odiaran a los ricos, si tuvieran resentimiento de clase, el sistema podría peligrar. No sé si caer, pero al menos no funcionar tan bien. Entonces aparece el viejo truco de odiar al vecino. Al vecino que se nombra desde la cultura del capitalismo como “diferente”. La diferencia no existe en sí, como tampoco existe lo normal o lo común. Otro de los inventos más redituables para el capitalismo ha sido que la diversidad sexual o de género refiere a quienes no son heterosexuales. Cosa rara si las hay, porque la diversidad -sexual en este caso-, por definición, incluye a todas las sexualidades y a todos los géneros. Del mismo modo que se ha inventado la raza, invento que no tiene ningún sustento científico. Hay distintos grados de pigmentación y morfologías distintas que responden a diferentes adaptaciones al medio de los humanos. Así las cosas, esta auténtica inteligencia artificial inventa distancias y las hace parecer naturales, existentes desde siempre, infranqueables y reprochables. Toda una cultura sin la cual el capitalismo duraría lo que una manzana madura en el árbol.

Los engranajes defectuosos de la empresa de Joe mataron a miles de soldados. Soldados del propio bando. Y eso no parecía ser una carga incompatible con la vida para él. Ni siquiera la muerte de su hijo le impedía seguir adelante. Sin embargo, Larry, el hijo que había ido al frente a luchar “por la libertad” no pudo aguantar enterarse de que sus compañeros morían por culpa de su padre y, finalmente, este padre tampoco puedo soportar saber que su hijo se había suicidado al saber que la empresa de su familia era la responsable de los pilotos muertos.

 

No vaya a ser cosa que vayas tan tranquilo de ser un engranaje defectuoso más del sistema --siendo un empresario honesto, un testigo preocupado pero pasivo de las tragedias cotidianas de este siglo, o un vecino que “no se mete en política” o uno de esos que les parece mal la derecha pero “un poco de razón tienen” o uno de los que les parece bien que haya “diversidad” pero no le gusta que “ostenten” dándose besos por la calle-- y te encuentres con que adentro de esa familia que es el pilar de tu vida hay alguien que no aguante la vergüenza de ser tu pariente. Pensá que hasta a Mirtha Legrand le tocó un sobrino desaparecido, y a lo mejor, mientras estás cavilando si no será un poco mucho decir que el que no está en contra del fascismo es fascista, la violencia que propicia el discurso del odio se cobra una víctima adentro de tu casa. Yo que vos, me lo pensaría dos veces y antes de ser la vergüenza de tu familia y de la humanidad del futuro, me pondría las zapatillas y saldría a marchar.