Dos acontecimientos de la última semana insinúan una fuerte influencia sobre el futuro político argentino: uno es la asunción de Cristina Kirchner como senadora nacional, el otro es la presentación multitudinaria en sociedad de una nueva coalición político-sindical dispuesta a enfrentar la contrarreforma social puesta en marcha por el Gobierno. El proyecto macrista tiene un solo modo de evolucionar en forma relativamente legal y pacífica y consiste en la normalización del sistema de partidos políticos en la Argentina. Es decir el manso regreso de la estructura justicialista al lugar de la alternancia política bajo el pacto de gobernabilidad neoliberal, cuyo primer y único punto dice que los negocios del capital concentrado y la condición geopolítica argentina plenamente alineada a Estados Unidos están por sobre cualquier interés social, nacional, productivo o de justicia social.
Las vicisitudes de la reforma laboral, previsional y fiscal ilustran plenamente la cuestión. El punto central de la trilogía es la baja del gasto. Salarios e ingresos directos e indirectos más bajos, recortes del Estado nacional y baja de los gastos provinciales es la sencilla ecuación que avanza en medio de la alharaca de los consensos, la pacificación, la persecución de las mafias y la lucha contra la corrupción (brutalmente ejemplificada por Macri en el discurso posterior a la elección legislativa bajo la forma de ordenanzas con salarios muy altos). Si se baja el gasto político, se termina con la demagogia insustentable que consiste en mejorar las posibilidades de consumo de las familias trabajadoras y de sectores populares, y se abandona la aventura populista de recuperar los ahorros jubilatorios para el conjunto de la sociedad, entonces los grandes capitalistas globales se sentirán contentos y tranquilos y entenderán que Argentina ha regresado al mundo. En los tiempos de la posverdad no hacen falta argumentos ni respaldo histórico para esa utopía neoliberal. La clave está en la combinación de un despliegue inédito de la maquinaria publicitaria pública y privada con el ejercicio sistemático de la extorsión política; es así como se alcanza algo que no termina de ser una ilusión pero ocupa su lugar funcional: la demanda de una vida más tranquila, donde cada uno se coloque “en su lugar” y se termine tanto alboroto político.
El apoyo al macrismo no es mayoritario pero sí predominante. La razón que suele esgrimirse es la falta de unidad de la oposición. Matemáticamente es cierto, pero la eficacia política de esa apelación es muy problemática si no se aclara cuál es el sentido de esa unidad. Por ahora en la representación política institucional no se advierten los puntos centrales de una unión. La votación en el Senado sobre la reforma previsional y el “pacto fiscal” ratifica la sumisión al oficialismo de un sector político que jura en los estudios de televisión su oposición a la política en curso, pero una vez en el recinto lo abandona todo en el altar de la “gobernabilidad”. Eso no quiere decir que el propósito de la unidad sea equivocado; solamente significa que la unidad será, si llega a ser, el resultado de una tensión interna y de la relación de fuerzas que de ella emerja y no el fruto de una exhortación a la unidad, por sincera y apasionada que esta sea. La cuestión, según algunas opiniones, se dirime en un virtuoso consenso entre peronistas. La condición peronista aparece como un elixir milagroso que borra todas las contradicciones con el solo expediente de agitar una doctrina y apelar a la memoria de los padres fundadores. En el contexto de esa apelación la figura de Cristina Kirchner aparece como un problema -más bien como el problema- para avanzar en esa reunificación. Es toda una curiosidad esa perspectiva, porque se está hablando de la dirigente peronista que tuvo el resultado más importante en los comicios de octubre. ¿De qué se trata entonces? Según quienes así piensan, de lo que se trata es de no volver al pasado. Y aquí está la cuestión fundamental: ¿a qué pasado no se quiere volver? La pirotecnia mediático-judicial-gubernamental llena esa incógnita con el espectáculo de la persecución de funcionarios del anterior gobierno, pero solamente de los que siguen reivindicando su pertenencia a los anteriores gobiernos; los que abandonaron el barco no tienen ningún problema, son unánimemente ajenos a la cuestión de la corrupción. En una conversación política que se pretende razonable esa identificación del pasado con la corrupción no tiene la más mínima seriedad; aceptarla significaría pasar a entender la corrupción como un fenómeno consustancial a un solo sector político. La excelente nota escrita recientemente por José Massoni en la revista virtual Horizontes del Sur refuta de modo contundente esa zoncera, con un balance de la relación entre capitalismo financiarizado y corrupción que es incontestable. Las guaridas fiscales son la entraña misma de la corrupción fiscal y del delito financiero mundial; la presencia de funcionarios macristas y de empresarios cercanos al Presidente es una constante en todas y cada una de las revelaciones sobre el funcionamiento de esas mafias. Mientras tanto la propuesta de Unidad Ciudadana para que se haga una auditoría de la obra pública en los últimos años no ha sido tomada en cuenta y bien podría ser uno de los ejes del programa opositor en lo que constituiría la expresión de una voluntad real de lucha contra la corrupción.
El problema de la vuelta al pasado no es la corrupción. Es que una parte del sistema político que apoyó los gobiernos anteriores al actual no quiere verse nuevamente arrastrado por la dinámica del antagonismo político. No quiere volver a ser estigmatizado por los medios y molestado por el Poder Judicial. Prefiere una política “razonable”. Rechaza el conflicto con los poderes fácticos, está convencido de que la soberanía y la justicia social no pueden ser sostenidas si se quiere seguir formando parte del mundo, es decir prefiere formar parte de una clase política a salvo del conflicto y de las crisis. ¿Qué significado tiene la condición peronista para este sector? No puede decirse que ninguno. El peronismo es una poderosa seña de identidad y para la mayoría de los actores de la oposición es la única carta de victoria en un futuro próximo. Y eso es efectivamente así; negar la importancia del peronismo en el futuro de un reagrupamiento opositor puede ser muy grato a progresismos testimoniales pero no a quienes quieren llegar al poder; el peronismo será un objeto central de la disputa política principal desde aquí a 2019. Esto es esencial para el sector del personal político que no se resigna a guarecerse en el paraguas amarillo del “cambio”. ¿Pero es el problema principal de la mayoría que no votó a Cambiemos en octubre?
Las mesas de arena del peronismo no se desarrollan en el vacío político. Están envueltas en un determinado clima social, las agita la atmósfera económica que hoy está atravesada por la incertidumbre del futuro en un contexto de una política de apertura económica, endeudamiento brutal y redistribución regresiva del ingreso cuyas consecuencias ya conocen los argentinos por haberlas vivido dramáticamente en un pasado no muy lejano. En estos días las aguas del peronismo están particularmente agitadas. Son peronistas una buena parte de los gobernadores que sufrirán en sus provincias los efectos de ajustes a los cuales decidieron no oponerse por motivos que no siempre ni en todos los casos habrán sido, seguramente, los de la razonabilidad de la propuesta del gobierno nacional. Son peronistas la cúpula cegetista y una buena parte de los cuadros representativos en el ámbito sindical y social, así como una proporción importante de los trabajadores, jubilados y beneficiarios de planes sociales afectados por el recorte dictado por el FMI y adoptado de modo esperablemente alegre por la administración nacional. Lo que está pasando del otro lado de la pared de los recintos institucionales debe ser muy tenido en cuenta por los decisores políticos: no sería la primera vez que los cálculos del consenso y la armonía entre los partidos es arrasada por el huracán de la crisis.
Por eso el significado de la asunción de Cristina y del nuevo reagrupamiento sindical. No porque haya entre ellos un vínculo formal; esa remisión sistemática de cualquier conflicto a la presencia de la ex presidenta suele ser obsesivamente utilizada por el macrismo en su tarea de construir un nuevo enemigo interno. Una tarea, dicho sea de paso, en la que se están superando peligrosamente las vallas del Estado de Derecho. Según la vicepresidenta, las poblaciones mapuches tienen ahora que probar su inocencia respecto de la delirante imaginación oficial que las presenta como grupos de terroristas vinculados a todo lo que pone en peligro al mundo global; por el contrario las fuerzas de seguridad deben ser eximidas de todo compromiso legal en el cumplimiento de sus finalidades represivas. Cuando de por medio ya hay muertos por la violencia estatal, habría que evitar que las palabras sigan sembrando las semillas del odio y el resentimiento. Son experiencias recurrentes en nuestra historia a las que no convendría regresar. Pero más allá de esa imaginaria presencia de Cristina en cada conflicto, es indudable que su figura es hoy un punto de referencia principal de todo lo que sufre y de todo lo que resiste políticamente el rumbo actual. Y el nuevo agrupamiento sindical es también una extraordinaria novedad política. Se presenta en sociedad como la recuperación de una añeja tradición sindical que se remonta a los congresos de Huerta Grande y La Falda, de la CGT de los argentinos, de los 21 puntos de Ubaldini y del MTA en la época del neoliberalismo menemista. Se constituye como un actor relevante en lo sindical y también en lo político. El gesto crítico e independiente respecto del triunvirato cegetista es un acto de rebeldía contra el uso de la palabra unidad, esgrimida como justificación de la inacción frente a los atropellos. Este agrupamiento mostró su potencial en la Plaza de los dos Congresos y es el alma de un nuevo proceso de unidad, el que tiene que articular los conflictos contra la prepotencia del poder económico, de la camarilla judicial antirrepublicana, de los grandes medios y de quienes toman las decisiones políticas. No habrá unidad de la oposición política que pueda ponerse al margen de procesos como el que acaba de nacer en el movimiento obrero.