Jorge Bonino era lo que se dice “un loco lindo”. Afecto a la glosolalia, puso en escena un espectáculo consistente en palabras ininteligibles desgañitadas sin cese, que algunos lingüistas suecos y japoneses identificaron como propias. Se suicidó en el Borda dejándose caer por una escalera, como décadas antes lo hiciera el cacique Inacayal en el Museo de La Plata. Hay una filmación muda de Bonino donde ríe y hace muecas. Saca la lengua: la lengua, inaudible, es su lugar, lo único que tiene para ofrecer. Su único don. Un Artaud que ríe.

En sus dudosas pesquisas americanistas el polígrafo español Ciro Bayo anota la siguiente acepción para el término Gurrumin: “Persona pusilánime, timorata. Zangolotino. Sociedad de gente cursi o piciústica”. Naturalmente, ignora que deviene de Curumin, “niño” en guaraní, tupí, y lenguas afines. Apenitas le arrima el bochín con zangolotino, palabra jamás oída en estos lares -al menos en el último medio siglo-, que según la RAE alude a lo infantil o aniñado.

Pero lo más extraño es eso de “sociedad de gente cursi o piciústica”. Como tampoco jamás leí ni escuché esa palabra, consulto los varios diccionarios de la lengua que poseo en casa: nada. Acudo, resignado e intrigado, al único diccionario online que la registra. Dice: “lenguaje familiar en Bolivia y Argentina: cursi, original”. Algo apócrifa, la definición me encantó por eso de que cursi y original sean equivalentes; imagino una sociedad secreta de artistas populares que hacen de lo cursi la clave de su originalidad. Naturalmente, tendrían a Manuel Puig como su figura tutelar.

“El vacío se instala con una espesura inconcina en el alma” -leo en un libro titulado Tierra del Fuego, la creación del fin del mundo. “Inconcina”, palabra que en medio siglo jamás leí ni escuché. Al parecer, según la RAE, significa “desordenado, descompuesto”.

Medidas argentinas: Chiquicientos -o su variante quichicientos. Sale un huevo. Un toco. Parva de guita. Bocha de gente. Un zocotroco. Dormí una banda. Dame un cacho. Esperá un cacho. En un periquete. Está un kilo. Un montonazo. Una carrada. Una ponchada. Un pedazo. Un lote. Por un pelito. O por un pelín. Una pendejésima. Un negro de uña. Una punta de gente. Aguantá un toque. Maso. Por una cabeza. De acá a la China. A ojímetro. Un fangote. Torta de guita. Un huevo y la mitad del otro. Un kilo y dos pancitos. Una pila de gente. Palo, luca, gamba, diego, mango. Quedó un puchito. Una pizca. Te cobran fortuna. Tranco e’ pollo. Está a tiro. A un triz de distancia. Me costó chirolitas. O un ojo de la cara. Chaucha y palito. Se la sabe lunga. Vale un Perú. A las chapas. A los pedos. Duró lo que un pedo en una bolsa. Un vagón de guita. Una caterva de giles. En un santiamén. Una ganga. Una bicoca. Un platal.

Cuando era chico el “Y perdónanos nuestra deudas” del Padre Nuestro fue sustituido por un genérico “Y perdona nuestras ofensas”. La idea de que adeudar ahora era ofensivo resultaba perturbadora y enojosa; clamaba consideración para los odiados prestamistas de barrio. Con esa modificación se borraba un hecho fundamental de las rebeliones habladas en lenguaje religioso: la lucha contra los impuestos, la usura y demás exacciones que constituyen un martirio real para los pobres de todas las épocas desaparecía de golpe de las plegarias. El supuesto sesgo progresista de ese cambio se esfumaba con la alteración de una sola palabra.

“Aquí no tenés que hablar mal de nadie, porque son todos primos. Pero tampoco debes hablar bien de ninguno, porque están todos peleados”, le advierten en Salta al recién llegado.

“Uy, son las ocho y yo atando la honda”, en Salta significa “…estoy tan distraído que se me pasó la hora”. Proviene de la costumbre de hondear, es decir, salir a cazar pajaritos con la honda o gomera. “Atar la honda”, es decir, preparar con torpeza y lentitud la herramienta de caza mientras las aves se vuelan, significa entonces “demorarse distraídamente y perder la ocasión”. Toda madre salteña ha pronunciado alguna vez la frase: “Tidicho y nomiáj escuchao porque estabaj atando la honda, chango”.

“Ta tui que pela” es tucumano puro. Significa “está caliente”. Muy. Por su parte “Chuiii”, con muchas íes, alude al frío. No a cualquier frío; solo al frío ojetudo.

Llover, amanecer, granizar, son acciones ejecutadas por la naturaleza que la animizan, la vuelven personaje viviente en el concierto del mundo.

Despiplume y despiporre son sinónimos.

Constataciones: todos los botelleros de la Argentina tienen exactamente el mismo timbre de voz y entonan la misma melodía para anunciar sus servicios por megáfono: “fierro vieeejo, bronce, fierro cumpro” (pausa) “acumuladores cama vieeeja, bronce, fierro cumpro”. Sin duda son parte de una cofradía secreta e imperceptible. Como las mercerías de barrio, que misteriosamente resisten todas las crisis económicas vendiendo cintitas y botones de diez centavos. Quiebran bancos, empresas petroleras, multinacionales informáticas, pero jamás, jamás de los jamases, se funde una mercería. Es un hecho. Son una orga que, como decía Perón, vence al tiempo.

Lo mismo podría decirse de la antigua logia de los afiladores, poseedores de un aerófono de bronce tipo siku, inconseguible para el no iniciado, con el que ejecutan sus melodías exactas. Botelleros, mercerías y afiladores sostienen, inadvertidos, el mundo.

“Las bibliotecas serán ciudades”, decía Leibniz. Canal Feijóo veía la lengua oral como una vasta biblioteca de saberes que fundan soberanía. Lumumba observaba que cada vez que muere un anciano en África es como si se quemara una biblioteca.

La palabra Colón, en República Dominicana, trae mala suerte. Se la conjura diciendo un ensalmo taíno: la palabra zafa. De allí ha de provenir el verbo zafar. En mi infancia bahiense cuando alguien decía una tontería o simplemente resultaba molesto se decía “zafá, cartón”.

Arguyen los etimologistas que julepe deriva de algún término árabe o persa que significa “agua de rosas”. Su acepción por miedo o cagazo estaría asociada al hecho de que en los velorios se usaban aguas perfumadas para mitigar los aromas del cuerpo en descomposición. Por otra parte, también designa un juego de naipes y equivale a desorden, fastidio, paliza, desgaste, esfuerzo y jarabe.

La frase “se disgració” indica dos situaciones casi opuestas: alguien comete un acto que lo condena a padecer una serie de eventos infaustos que serán su perdición e incluso ameritarán un castigo ejemplar (Martín Fierro ensartando al Moreno, por ejemplo). O bien a alguien se le escapa un sonoro cuesco para su bochorno irremontable. Tragedia y Comedia habitan, indisolubles, esa expresión.

Cuesco es palabra que en Buenos Aires ya casi no se usa. En el Caribe se denomina así al carozo de la fruta: “si le vamos a andar buscando el cuesco a la breva”, herencia clara de la colonización española. En vasco llaman kosko a una piedra o una cáscara dura; kosk es onomatopeya que reproduce el golpe rotundo de un objeto contra una superficie sólida. Al castellanizarse la palabra la o tónica se disuelve en el diptongo ue y da cuesco, que significa pedo ruidoso, aunque conozco eruditos en escatología que adjudican la palabra al mero pedito tímido emitido ya sea disimuladamente o contra la voluntad de su creador.

Cusco es criollización de gozque, como los españoles del siglo de oro llamaban a los perritos falderos. Los mexicanos criaban y engordaban una especie sin pelo que aún abunda con la cual preparaban exquisitos manjares que los invasores europeos, dejando de lado tabúes, no tardaron en incorporar a su dieta.

Sarmiento de Gamboa describe una emboscada que le hicieron los Onas en 1580 en la cual, para su sorpresa, venían con una jauría de “perros más grandes que los de Irlanda”, tipo lebreles. Al describir la batalla, observa: “los perros de los indios y los nuestros arremetieron los unos contra los otros rabiando, y llegando a cuatro pasos unos de otros, tornaron huyendo los unos a una parte y los otros a otra sin tocarse, y nunca más pudimos hacer que se embistiesen”. Como buenos falsos valientes, se fueron en amagues nomás.

Los cronistas coinciden extrañados en que los perros nativos de América eran mudos. Instrumentos de caza, es probable que hayan sido adiestrados para no espantar a las presas. El quiltro y el tregua, especies chilenas, compartían esa rara cualidad hasta que la contigüidad y mestizaje con perros europeos les inspiró el ladrido.

Para indicar un imprevisto, en Los Toldos se dice: “me agarró sin los perros”.

En Bahía Blanca cojer se dice pirobar. Al parecer se trata de un inesperado brasileñismo. Según el Dicionário do Palabrão de Mário Souto Maior, en el Nordeste brasilero llaman peroba al pederasta, y perobar al acto de copular. Me gusta imaginar que su uso actual en la falsa capital del Sur proviene de los cautivos capturados en Carmen de Patagones en 1827 durante la guerra con el Brasil, en su mayoría africanos esclavizados traídos de Salvador Bahía, la Bahía Negra, muchos de los cuales se integraron, a cambio de su libertad, al ejército argentino al mando del Coronel Estomba que fundó Bahía Blanca un año más tarde.

En Bahía Blanca se dice de alguien melindroso que es muy jeringa.

Concha peluda. No se dicen estas dos palabras juntas sin que se produzca un sobresalto. Su conjugación repone lo ominoso, aquello de lo que no se puede hablar. Sería el título correcto de El origen del mundo, el cuadro de Courbet que escandalizó a su época.

Gustave Courbet, comunard de la primera hora, organizó junto con otros artistas la demolición de la columna de Austerlitz erigida a la gloria de Napoleón. Símbolo fálico del poderío imperial que emulaba los obeliscos dinásticos robados a Egipto, había sido emplazada en la Vendôme por el fantoche brumario de su sobrino redundante. Aquella acción fue, en cierto sentido, una performance avant la lettre.

Courbet, el que pinta vaginas y destituye falos.