“La semana se me escurrió como arena entre los dedos.” La frase hecha reproduce casi literalmente las ganas de permanecer en esas playas cálidas, el sueño por fin concretado del empleado de la inmobiliaria y la maestra. Ella sacude la lona en la dirección de la briza aún caliente. Él, un muchacho de unos treinta y pico, recoge las ojotas y la espera. Regresan a la cabaña alquilada a un conocido de la tía de ella, por una semana.
La ducha compartida se lleva la sal de los cuerpos ardidos por el sol y el deseo. Después terminan de armar los bolsos, casi listos la noche anterior, y suben al auto. Tararean las canciones en porteñol al ritmo de la voz melodiosa de Gal Costa.
Al iniciar una subida en la ruta, el auto se desliza imprevistamente. Él lo detiene en la faixa adicional. Una cubierta está baja. “Pinchamos”, informa sin estridencias, con decepción. Al pie del morro, se prepara para cambiarla. “¿Sabés cómo hacerlo?” Pregunta ella, desde su asiento de acompañante, guardando el mate que ya está frío. “Creo que sí”, contesta el muchacho, preparado para mostrar su capacidad de resolver situaciones imprevistas. “Cuidado con los dedos, Manu, a mi papá le pasó una vez que se agarró el índice con el gato”, alerta ella mientras dibuja el patrón de desbloqueo en su teléfono. “¿Querés hacerlo vos?” El tono y la voz reprimieron por enésima vez una respuesta. “Por lo menos hacé algo, no te quedés ahí sentada y alcanzame la tuerca de seguridad.” “¿La tuerca de seguridad? ¿Y dónde está?” “Donde está siempre: en la guantera.” Ella suelta el celular y busca la pequeña bolsa de tela, saca la tuerca y se la entrega a su novio, su handy man, el hombre de su cama, el compañero elegido.
Mientras el criquet intenta elevar el coche, él ordena: “¡Salí del auto!” La réplica llega antes de poner un pie en la tierra colorada: “¿Te podés calmar? Estoy harta de tus gritos, de tus ninguneos, de tu maltrato. ¡Basta! ¿Entendiste?” Él pelea contra la tierra que se hunde blanda, bajo la base del cricket, la rueda siempre a la misma altura, las gotas de sudor resbalando hasta sus cejas, colándose en su ojo izquierdo, borroneando la visión. “¡La puta madre!” El grito espanta unas palomas que cogotean sobre un ipé, orgulloso sol destacado sobre el fondo verde, brillante y húmedo. El pulgar es una masa informe de nervios, de sangre, de grasa. El reproche de ella retumba en la espesura de trinos: “¡Te lo dije!”
Cuando el sol se desploma hasta un nuevo día, después de dejarle los últimos reales al tipo en mameluco del auxilio, reanudan la marcha. Bajo el vendaje sanguinolento, erguido como un pene adolescente, el dedo gordo rehúsa apoyarse en el volante. Ninguno habla. Los dos rumian rencores. El mate no alcanza, Gal Costa sobra.
Ella dibuja el patrón de desbloqueo, explora Google fotos. “Esta”, piensa: la línea del horizonte recupera un cielo sin nubes. Él sonríe desde la arena lamida por las olas de un mar azul intenso. A cococho sobre su espalda, la sostiene por las piernas, blonda etérea que mira a la cámara a través de sus lentes oscuros. El abdomen de él muestra las marcas de decenas de kilos de pesas, cientos de giros rusos y miles de hollow hold. Envuelta por un biquini mínimo, ella dibuja con sus labios carnosos una sonrisa amplia. Los dientes blanquísimos, parejos, perfectos.
Selecciona la foto y la sube. Con el fondo de “Balancé”, la imagen permanece por el tiempo que puede leerse al pie: “En Canasvieiras, a todo sol!”
Desde mi cama, en mi monoambiente, en Rosario, deslizo un pulgar hacia arriba y le doy un “me gusta”. El rito se completa con un corazoncito que me devuelve la pantalla casi de inmediato: ellos se muestran felices en sus vacaciones. Yo me asomo a su vida virtual y se los hago saber.
Instagram ha cumplido su rol.