TEXTO: Joel Álvarez
FOTOS: Alejandra Morasano
Una palabra tras otra palabra tras otra palabra es poder, dice la escritora canadiense Margaret Atwood. Tras los dichos del presidente Javier Milei, que afirmó frente al Foro de Davos que "la ideología de género constituye lisa y llanamente el abuso infantil", las palabras en respuesto fueron éstas: "La vida está en riesgo. Al clóset no volvemos nunca más".
Con esa consigna, al menos 80 mil personas propias y ajenas de la comunidad LGBTIQ+ salieron a la calle en la ciudad de Buenos Aires, según cifras oficiales. Participaron artistas como Lali, María Becerra y Taichu, que saludaron desde un balcón de la Avenida de Mayo, o como la cineasta Lucrecia Martel, que marchó entre la multitud y se dejó fotografiar. La manifestación se extendió también a Mar del Plata, Rosario, Córdoba, Mendoza y La Plata, con réplicas en otras ciudades del mundo como Montevideo, Santiago, San Pablo, Nueva York, París, Madrid y Roma.
"Hay que ir. Hay que ir con el disgusto, hay que ir con la fiesta, pero hay que ir", había pedido la activista travesti Marelene Wayar unos días antes de la manifestación masiva. Y fuimos. No necesariamente con las ganas de estar marchando otra vez por lo mismo, mucho menos bajo el rebote violento del sol contra el asfalto porteño de los primeros días de febrero, pero sí con la certeza de que el silencio no es una opción.
En paralelo a los dichos aberrantes de Milei, el Gobierno avanza en un proyecto legislativo para eliminar lo que los funcionarios de traje y corbata llaman "todo tipo de discriminación positiva". Esto implicaría el fin del DNI no binario, la derogación del cupo laboral trans –que establece un mínimo del 1% de los cargos y puestos del Estado Nacional para la comunidad travesti trans– y la tipificación del femicidio, reconocido en las legislaciones de todos los países de América Latina, salvo Haití y Cuba.
El Gobierno también pretende recortar los fondos para la lucha contra el VIH y está en contra de la Educación Sexual Integral (ESI), que ven como un método de diseminación de la "ideología de género". Frente a ricos y poderosos, en el foro económico suizo, Milei dijo: "Son pedófilos". La retórica oficial ignora convenientemente un dato: el acceso a derechos salva vidas. Ocho de cada diez niños en la Ciudad de Buenos Aires que denunciaron abusos pudieron hablar por primera vez gracias a una clase de ESI. Y la mayoría de los abusadores son varones heterosexuales, según datos de UNICEF. Por esto, entre otras cosas, marchamos ayer.
Pero claro que al Gobierno no le importa. El objetivo es instalar un relato y la técnica es la fragmentación: dispersar, dividir, atomizar. Ricos contra pobres, blancos contra negros, gays contra heterosexuales. Javier Milei no inventó la estrategia, pero su gobierno la ejecuta con precisión quirúrgica. El discurso del "fin de los privilegios" corre el eje del debate y establece una retórica del despojo: saca a las personas del centro y las reduce a abstracciones, a números, a una "ideología" erradicable por decreto. Y mientras tanto, el retroceso: se clausuran políticas públicas que salvaron vidas, se reinstalan discursos que creíamos sepultados, se normalizan violencias que hace unos años eran intolerables. Una palabra tras otra palabra tras otra palabra es poder.
Lo que esconde el desmantelamiento de políticas públicas es un dolor difícil de articular porque es inseparable del desmantelamiento de proyectos de vida. Es un intento de forzar a miles de pibes y pibas a un clóset del que sus hermanos mayores tuvieron que salir a los golpes. Es devolverle la connotación peligrosa y problemática al deseo. Es condenar a la población a un mundo adulto sin aire y sin respiro, como si su orientación sistemática a la productividad y la estandarización –de ideas, de cuerpos, de deseos– no bastara ya para hacer trizas todo rastro del espíritu.
Es, también, negar la identidad de un país que un día de julio, hace no tanto, estuvo entre los primeros del mundo en aprobar la legislación del matrimonio igualitario. Es volver a un país en el que no se puede hablar, no se puede caminar, no se puede besar sin miedo. Es volver a un país que lame las botas de acero de los Estados Unidos, y adula a sus presidentes y redobla sus apuestas, como la de Trump, que dijo que a partir de ahora sólo reconocerá "dos géneros: el masculino y el femenino". Es volver a un país en el que te pueden prender fuego la casa, como le pasó a una pareja lesbiana y su hija en Cañuelas, sólo por ser una pareja lesbiana y tener una hija. Es volver a un país de supervivientes, no de personas.
Por esto, entre otras cosas, marchamos ayer. Lo explica en pocas líneas la escritora y activista uruguaya Cristina Peri Rossi en su poema Proyectos: "Podríamos hacer un niño / y llevarlo al zoo los domingos. / Podríamos esperarlo / a la salida del colegio. / Él iría descubriendo / en la procesión de nubes / toda la prehistoria. / Podríamos cumplir con él los años. / Pero no me gustaría que al llegar a la pubertad / un fascista de mierda le pegara un tiro".
Queda confiar en la noción estúpida de que los tiempos políticos son como un péndulo y estamos en la hora más larga y más cruel. Queda hablar entre nosotros. Queda hablar con los demás. Queda enhebrar una palabra tras otra, tras otra, tras otra. Queda romper el vidrio, aunque nos sangren los nudillos. Queda tomar el péndulo por la fuerza y hacerlo girar hasta el centro. O hasta el otro extremo. O hasta donde haga falta. Queda marchar.