El sábado amanecí con mucha energía, con el corazón palpitante por la anticipación. Era el día de la primera Marcha Federal Antifascista y Antirracista, un acontecimiento que prometía ser histórico y así lo fue. Había hablado con Susy Shock y acordamos encontrarnos con Marlén Wayar en MU, el periódico de lavaca. Desde allí, la idea era salir juntas, empezar el recorrido unidas en la lucha. Al llegar, fui invitada por Claudia Acuña a marchar con las travestis históricas y con la gente de El Teje, quienes trabajan incansablemente con infancias trans. A medida que me acercaba al punto de encuentro, podía sentir la energía del lugar; era un espectáculo de colores vivos y diversidad. Todes lucían remeras con frases de orgullo, carteles que proclamaban toda clase de respuestas: “Orgullo de ser”, “Miley no es mi ley”, “La homofobia tiene cura: la educación”, “Tener una vida digna no es un privilegio, es un derecho”, “Que no nos roben la palabra libertad” eran solo algunas. Desbordaban los arcoíris y los pelos teñidos de lila, que añadían una seña distintiva a la jornada. El día fue un quiebre para muches. El mensaje era claro: no vamos a permitir que el presidente de la nación o cualquier otra persona nos diga cómo debemos vivir nuestras vidas. Un grito de protesta que recuerda las luchas pasadas, pero que también expresa un firme rechazo a la normalización de la violencia y la discriminación. Las memorias de aquellos que sufrieron en manos de la dictadura y las violencias sistemáticas en democracia estaban latentes en cada marcha, en cada paso firme de quienes exigen el respeto a sus derechos.

"No aflojen, estamos con ustedes", eran las palabras alentadoras que resonaban desde diferentes generaciones: abuelos y abuelas, tíxs, hermanxs, padres, madres y vecinxs de todas partes formaban un mar de apoyo incondicional. Este no fue solo un evento de un colectivo específico; fue la marcha de todxs aquellxs que se sienten estafados por las medidas económicas que benefician únicamente a los más ricos. El clima de descontento se multiplicó en reclamos que abarcaban la lucha contra las injusticias sociales. La indignación por los despidos masivos de miles de personas, el desmantelamiento de espacios de memoria cruciales en la historia nuestro país, la desfinanciación de las vacunas contra el VIH, la precariedad en la entrega de alimentos y la represión sistemática a los jubilados y la intención expresa de quitar la figura del femicidio del código penal fueron solo algunos de los temas destacados en las pancartas y consignas de manifestantes. “El hartazgo es colectivo”, proclamaban con fuerza y firmeza, dejando claro que no había espacio para la indiferencia.

La calle se convirtió en un campo de batalla contra la injusticia, un lugar donde todas las voces se unieron en un clamor singular que dejó de lado divisiones y diferencias. "Ni un paso atrás", se coreaba en medio de la multitud, un testimonio de la determinación de quienes han luchado y seguirán luchando por los derechos ganados con tanto esfuerzo a lo largo de las décadas. Las leyes que han logrado establecerse no son solo palabras en papel; son victorias eternas de aquellos que se negaron a rendirse.

En nuestra columna, el entusiasmo de la juventud era contagioso. Las más jóvenes, con su alegría y fervor, alentaban a las travestis más viejas, que, con arrebatos de energía, gritaban consignas y cantos. Sus rostros reflejaban indignación, una ira que se desarrolló a lo largo de años de batalla. Estas travas, que durante tanto tiempo han marchado pidiendo por sus derechos y por la reparación histórica que merecen después de años de persecución y violencia, eran el corazón y el alma de la marcha. Comenzamos a caminar juntas. Al principio, las más viejas lideraban con fuerza, gritando “¡Basta!” y levantando sus voces en contra de un sistema que las ha hecho sufrir tanto. Los testimonios de quienes fueron víctimas de agresiones, humillaciones y violencias a lo largo de la historia se entrelazaban con un mensaje de esperanza y desafío. "Ya fuimos expulsadas de nuestros hogares, de las escuelas, los hospitales; nos pegaron, insultaron, nos metieron presas y nos violaron. Eso ¡se acabó!", "¡Al calabozo no volvemos más!", resonaba en el ambiente como un mantra de resistencia. Sin embargo, en sus rostros podía ver también las marcas del sufrimiento; los años de vida en la calle, el peso de la violencia y la vulnerabilidad se evidenciaban en cada línea de su piel. Las cicatrices de años de prostitución y las consecuencias del deterioro físico, en especial con el uso de la silicona líquida, las acompañaban constantemente.

El calor era abrasador, y a medida que avanzábamos por Avenida de Mayo, notaba el agotamiento en sus expresiones. Pamela, una de las que llevaban la bandera de las “históricas”, me comentó su preocupación: «La Mimi no puede más. Tiene las piernas negras por la silicona líquida, ya no puede caminar». Su voz reflejaba una tristeza profunda, una realidad que no se podía disimular. La Mimi, una de las figuras emblemáticas de la lucha, decidió abandonar la marcha. En ese instante, comprendí plenamente el significado de lo que estábamos haciendo. Era injusto que después de tantos años de pelea, todavía tuviéramos que volver a salir a defender lo que ya habíamos conquistado. La imagen de Mimi abandonando la marcha se convirtió en un símbolo de lo que estaba en juego: la salud, la dignidad, la vida misma. Ella debería estar en su casa cuidando su bienestar, no marchando bajo el sol tórrido. A pesar de su ausencia, las jóvenes sabían que su sacrificio y el de tantas otras no podían ser en vano. Se atrevieron a cargar con la historia, con el dolor de las viejas, sabiendo que cada paso que daban era un paso hacia adelante, una reivindicación de los derechos y la memoria de quienes han peleado antes que ellas.

Así, bajo el peso de la historia y la determinación del presente, continuamos la marcha. Las risas y los gritos de alegría se entrelazaban con las lágrimas de dolor; era un recordatorio de que cada una de nosotras, ya sea joven o mayor, tiene un papel en esta lucha. Y mientras las generaciones se unían en este camino, la luz del cambio brillaba con más fuerza. Este movimiento no solo era una pelea por el futuro, sino también un homenaje a todas las que pusieron su cuerpo antes, un compromiso de que su resistencia no sería olvidada y que su legado seguiría vivo en cada paso que dábamos.

Argentina está en un momento crítico, y esta marcha no solo sirve de recordatorio, sino que también es un llamado a la acción y a la unidad. Es un gesto contundente y necesario para seguir construyendo un país donde cada individuo, sin importar su identidad de género, orientación sexual o raza, pueda vivir libremente y sin temor. El eco de esta histórica jornada aún resuena, asegurando que, sin importar los obstáculos, el reclamo por la dignidad y los derechos humanos continuará, porque hay vidas en juego y la lucha es por ellas.