Papá ha tenido los amigos más extraños. Una vez me contó que había perdido muchos, en parte por nuestras mudanzas y en parte también por la indignación de mi madre cada vez que él nos contaba alguna de las historias que traía de sus encuentros con ellos. 

Ella le decía: No sé por qué contás las hazañas de esos tránsfugas adelante de la nena. Para no pelear, él fue dejando de ver a algunos, pero con los del colegio insistió. Se habían reencontrado cuando nos instalamos en su ciudad natal y se reunían cada tanto, pero especialmente a fin de año. “La Juntada de las Fiestas”, le decían a esa reunión. Venían de otras ciudades, hasta de otros países, para no perderse ese encuentro. 

A mi madre no le gustaban esos amigos tampoco, pero papá igual cada año iba a verlos. Con el amigo astronauta, sobre todo, insistió hasta el final.

Mirá, prefiero no saber, le decía ella cuando él nos contaba sus historias, pero escuchaba hasta el final y hacía alguno de sus gestos de asco mal disimulados. 

Me ha quedado esa costumbre: cuando quiero que se sepa que algo no me gusta pongo mala cara pero a la vez miro en otra dirección o me pongo a hacer algo en otro lugar, lavar los platos, contestar un mensaje, algo fácil y rápido que deje el gesto en una sombra pero que permita, aunque sea por un segundo, que se entrevea mi desacuerdo. También he copiado otras cosas de ella, cosas mucho peores.

El amigo astronauta de papá trabajaba en la NASA. Casi veinte años colaboró en un proyecto que no terminaba de concretarse: lo preparaban para instalar una estación espacial en Marte. Le contaba a papá –y él después contaba en la mesa, frente al ceño de mi madre– que para todas las misiones espaciales preparaban tres equipos, no uno solo. Cada astronauta tenía dos suplentes listos hasta último momento. 

A él siempre le tocaba ser uno de esos reemplazantes, pero el día llegaría, y de eso mi padre estaba seguro, el día llegaría que su amigo pondría pie en Marte y pasaría a la historia. Y no solo eso: como era un buen amigo, le había prometido que si finalmente, tras tantos estudios y ensayos, se instalaba una colonia allá y se podía visitar desde la Tierra, él con sus influencias le conseguiría un lugar en la nave.

Mamá torcía la boca y levantaba los platos, todo a la vez. Yo no me perdía palabra de las aventuras que cada año el amigo de papá contaba en la única reunión a la que iba, la Juntada de las Fiestas. Papá decía que aprovechaba las vacaciones en Estados Unidos para ver a su familia argentina y que se hacía un ratito para ver a los muchachos. 

Mamá lo miraba de costadito y se ponía a tejer. Le pregunté a papá dónde vivía su amigo y me dijo que se iba mudando según la misión, pero siempre estaba en bases militares. Entonces mi madre se mordía el labio inferior y se levantaba a preparar café. Le pregunté si le pagaban bien y dijo que sí, que allá tenía siempre una casa a su disposición y dos autos y los pasajes pagos para ver a la familia. 

Yo tendría siete, ocho años cuando le pregunté si algún día lo podíamos visitar y si yo también podría ser astronauta. Seguro que sí, dijo él –ella resopló y fue a atender el timbre–, algún día podemos ir, pero mirá que el pasaje es carísimo. ¿Y puedo ser astronauta? Vaciló. Le preguntaría a su amigo cómo se podía hacer, pero seguro que sí, seguro que sí.

Supongo que papá habrá pensado que con el tiempo la idea de ser astronauta se me pasaría y que empezaría a pensar en otra profesión, pero cuando cumplí nueve pedí una torta de Apolo 11 y cuando cumplí diez quise una enciclopedia sobre la historia de la navegación espacial que había visto en la vidriera de la librería del centro. En la tele solo miraba Viaje a las estrellas. Pasaba el resto del tiempo con mi libro.

Dejá de meterle ideas estúpidas a la nena en la cabeza, escuché una noche. 

Mis padres no sabían, pero todo lo que hablaban en su dormitorio se oía en el mío cuando no había tránsito. No son ideas estúpidas, dijo él. No sé por qué siempre criticás a mis amigos. No los critico, dijo ella, solo que no les creo nada. Y este tránsfuga seguro, seguro que los está cuenteando. ¿Alguien alguna vez vio una foto de él en traje espacial o lo visitó en su casa de la base militar? Eso es imposible, le contestó papá, porque son cosas confidenciales. Mamá se rio. Son inventos, dijo.

La posibilidad de que la carrera del amigo de papá fuera una mentira no me dejó dormir esa noche ni la siguiente. Había llegado a mis doce años convencida de que ese hombre me abriría en algunos años las puertas de la NASA y que mi talento me llevaría a Marte, a Júpiter, al techo del cielo. Sería una pionera, una oficial Uhura, hasta una Capitana Kirk. ¿Era posible que el amigo de papá estuviera mintiendo y que él no se diera cuenta?

Cuando vuelva tu amigo de Estados Unidos, le dije, podemos invitarlo a comer para que nos cuente todo de su trabajo. Estábamos en la mesa y papá tenía los ojos fijos en el partido de fútbol. Dale, lo invitamos, dijo. 

Sí, hagamos eso, dijo mamá casi riendo, yo también quiero escucharlo. Me guiñó un ojo y siguió comiendo. Claro, lo invitamos y así nos cuenta bien, contestó él, más serio que lo habitual, casi con el tono de cuando se enojaba.

Esperé todo el invierno y toda la primavera a que llegara el momento de conocer a quien me mostraría, como me gustaba pensar, los secretos del universo. Pero se acercaba Navidad y papá no decía nada de su amigo. Una vez vino a darme las buenas noches y le pregunté si ese año se haría la Juntada de las Fiestas. Contestó que sí, aunque no tenían fecha de encuentro todavía. 

Me dio un beso en la frente como siempre, pero algo en su voz me sonaba raro, como si no tuviera ganas de hablar conmigo. Yo también lo quiero escuchar, dijo mamá. Nos había estado escuchando desde la puerta. Cerró los ojos, sacudió apenas la cabeza y se fue hacia el baño. 

Papá miró el piso un rato largo y también se fue del cuarto, creo que a asegurar las ventanas, como cada noche. Hacía meses que pasaba eso: se hablaban solo conmigo delante; el resto del tiempo se evitaban. En la mesa conversaban nada más que de cuestiones de la casa y de mi escuela, pero cuando papá llegaba no se saludaban con un beso como antes, y cuando ella se iba a dormir más temprano tampoco le daba las buenas noches. 

Sin decir palabra, apagaba la luz de la cocina y nos dejaba a los dos en penumbras mirando Viaje a las estrellas. Desde mi cuarto tampoco los oía conversar. Ahora a la noche el silencio era total.

Mirando por la ventana esa noche me pregunté si el silencio en el espacio estelar sería así de aterrador.

El amigo de papá no vino a comer ese año, ni siquiera supe si había llegado a la ciudad. Algo pasó que no me contaron. Papá empezó a dormir en otro lado. Para Navidad fuimos con mamá a lo de los abuelos y después en Año Nuevo fui con papá a lo de los otros abuelos. 

¿Ustedes se separaron?, les preguntaba a los dos cada vez que podía, a ella en casa y a él cuando pasaba con el auto para llevarme al club, y me decían que no, que era algo temporal, que tenían cosas que pensar.

 

Vos seguí entrenando, nena, me decía papá, así corrés carreras y sos una nadadora famosa. Yo no entendía por qué las cosas habían cambiado de pronto. Es que yo quiero ser astronauta, no nadadora, le dije una tarde antes de bajarme del auto. Y quiero conocer a tu amigo de la NASA. 

Él me miró por más tiempo de lo habitual. Vi que dudaba. Empecé a bajarme del auto despacio, esperando su respuesta. Al final se decidió. Yo no estoy tan seguro de que mi amigo nos haya estado diciendo la verdad, nena. 

Cerré la puerta con un golpe fuerte, como a él no le gustaba. ¡Cómo que no estaba seguro! ¡Cómo podía decir algo así! Me mentían, me mentían todo el tiempo. A través de la ventanilla fruncí los labios con bronca y, sin darle tiempo a ver el gesto, di media vuelta y caminé hacia la pileta. 

Era temprano y no había llegado nadie todavía. El sol me ardía en los hombros. Hacía mucho calor y no había nada de viento. Solo se oía el ruido de mis sandalias primero sobre la tierra seca de la entrada, después sobre las piedritas del camino que llevaba al vestuario. 

El silencio era enorme, pesado, casi tan imposible de soportar, casi tan monstruoso y sombrío como el del espacio exterior.