Desde Barcelona
UNO Uno de los deportes no más peligrosos (pero sí más inconfesables) que practica Rodríguez es el de colarse en bautizos y bodas y funerales. No es nada original. Hay algún cuento de Cortázar sobre el asunto, hay una película con Owen Wilson & Co. (¡y Christopher Walken!) acerca de la cuestión. Y hay una tercera subespecie del asunto que es la más común/menos arriesgada de la (in)disciplina: la de dejarse caer --como paracaidista que desconoce el objetivo y alcance de su misión-- en presentaciones de libros. Allí, todos son bienvenidos. Y, si son desconocidos, mejor aún: porque el autor enseguida se ilusionará con la idea de que se trata de lectores a conocer y no de quienes están allí para vaciar copa gratis after-discursos y conversaciones. Pero esta presentación es rara: porque Rodríguez no la buscó sino que la encontró por azar en uno de esos nunca del todo bien ponderados centros-cívicos municipales mientras averiguaba horarios de una clases de yoga a las que jamás iría. Y lo que se presentaba era un libro cuyo autor se llamaba Bengt Oldenburg y estaba ausente en todas partes (falleció hace poco menos de un año) pero omnipresente allí, en el día en que hubiese cumplido nada más y nada menos que 98 años. Y el libro se titulaba --con mezcla perfecta de gracia y elegancia, en una preciosa edición coordinada/financiada por familia y amigos-- Hasta aquí. Oyendo eso en boca de la editora Julieta Lionetti (su pareja de medio siglo) y de Federico Oldenburg (uno de sus dos hijos con la periodista Elizabeth Checa, el mayor; el menor pero no por eso más pequeño, Ernesto, vive en Argentina), Rodríguez no pudo sino decirse: "Perfecto: me he colado en un cumpleaños y en una presentación del libro al mismo tiempo". Y la velada mejoró aún más para él cuando se informó que --además de copa de vino para brindar-- se brindaría el obsequio del libro en cuestión a los asistentes.
Salud.
DOS Y, claro, Rodríguez no sabía quien era o había sido Bengt Oldenburg; pero allí, enseguida, se enteró de que fue alguien con una de esas vidas de novela, de libro. Nacido en Helsinki, Finlandia, en 1927, pero una cosa es nacer y otra es vivir. Y Oldenburg nació allí sólo para irse de allí y coronarse como uno de esos reyes nórdicos y nómades del arrival y departure dando vueltas al menudo para que en verdad el mundo orbite a su alrededor mientras se reía del supuesto rigor de signos cardinales. Así, abracadabrante y mágica existencia y ahora lo vez y ahora no y ahora vuelves a verlo en otra parte y haciendo otra cosa. Así, lo que escucha Rodríguez en su presentación le recuerda más a personaje decimonónico de novela de William Boyd (Rodríguez acaba de leer la recién aparecida El romántico) que a curriculum muy vitae de persona que se las arregló para atravesar casi todo el siglo XX y cuarta parte del XXI. A saber: influyente cronista cultural en muchos medios de Buenos Aires (ciudad a la que llegó en los dorados '60s) durante las décadas que pasó allí y responsable de la edición local de Vuelta (y también firma en Le Monde y GHT y El País y Expressen y Diario 16), estudiante en La Sorbona, sociólogo, historiador del arte y antropólogo cultural, catedrático, traductor ("No es en la escritura mal llamada creativa donde uno aprende a penetrar en los secretos del inconsciente. Esto ocurre en la traducción", supo postular), editor, autor de teatro y --last but not least-- activo participante en defensa de los derechos humanos en tiempos oscuros y plomizos y por la que fue condecorado y agradecido por el gobierno chileno en memoria de todo lo que supo bien hacer cuando ejerció como Vicecónsul en la embajada de Suecia en Santiago y quién da/dio más... Rodríguez escucha todo eso y se dice que --para cierto privilegiado tipo de vidas vividas por tipos privilegiados a los que les ocurrieron y se les ocurrieron tantas cosas-- la muerte no es más que, apenas, una tan poco ocurrente nota al pie.
TRES Y Rodríguez sale de allí luego de un par de copas de tinto y vuelve a casa caminando y hace frío y con las manos en los bolsillos de su abrigo donde, también, viaja su ejemplar de Hasta aquí. Y, claro, Rodríguez se dice (con ese regocijo malsano que suelen experimentar aquellos que quieren escribir y no pueden) que, seguramente, Hasta aquí tenía que ser malísimo. Además, en la presentación se explicó que el libro era un reordenamiento de entradas y salidas en un blog crepuscular que Oldenburg había decidido amanecer en sus últimos años. Y el que el blog --escuchó por ahí Rodríguez-- se titulase Queequeg (nombre del príncipe tatuado y polinesio devenido ballenero a bordo del Pequod del viajero Melville, supone que Oldenburg no podía sino identificarse con semejante mutación tan radical) le hacía no temer sino regocijarse ante lo mejor de lo peor.
Pero no: Oldenburg vivió bien y escribió muy bien.
CUATRO Y los breves textos sueltos/encadenados que acaban componiendo una suerte de autobiografía elíptica en venturosas aventuras donde se prefiere la epifanía íntima a la hazaña pública ("otra vez me había dejado conmover por las realidades de la vida", se lee) le recuerdan a Rodríguez a cómo escribía y describía (como contaba y se contaba lo que cuenta) otro extranjero profesional y viajero sin brújula pero con pluma y pies bien plantados en el mapa de la tierra: Bruce Chatwin. Así, Hasta aquí también podría titularse Hasta el infinito y más allá. Porque en sus páginas Bengt Oldenburg parece partir para llegar a todas partes pero, a medida que se avanza (y se suceden los nombres de ciudades y de lugares como si se extrajesen conejos de galeras o se abriesen candados supuestamente inviolables) se va comprendiendo que de lo que aquí se trata es de otra cosa. Lo que ambiciona Oldenburg --y lo que consigue-- es aquello a lo que llega Rodríguez en las últimas páginas del libro luego de un "Me acordé de la poderosa voz que me había despertado de un sueño, y cuyo eco parecía llegar hasta allí". Y allí, a donde finalmente se llega, es a la salida de una tan precisa como emocionante postal de infancia que lo explica todo. Allí, Oldenburg es un niño iniciando una educación coincidente con los primeros disparos de la Segunda Guerra Mundial. Allí, el pequeño Oldenburg se inicia en el arte de salir disparando y disparado. Allí empieza todo para que Hasta aquí termine, magistralmente, con un "Cuando atracamos en el muelle, repleto de gente, no sabía, aunque lo sentía que flotaba en un espacio totalmente desligado de lo que había sido mi existencia hasta entonces. No esperaba nada que no fuera inmediato. Pronto aprendería hasta que punto iba a ser necesario".
Maravilla. Maravilloso.
CINCO Después, Rodríguez busca fotos de Bengt Oldenburg on line y además, también, ¿será posible?, allí tiene el aire de atemporal galán de cine europeo. Y a Rodríguez no le extraña que todas estén un poco movidas, que salga movido y con el aire de quien quiere salir de cuadro para irse a otra parte. Y esa noche Rodríguez empezó y terminó Hasta aquí y se acordó que es el ataúd con el cuerpo de Queequeg el que salva de ahogarse a Ishmael al final de Moby-Dick y que, sí, hay libros salvadores y, sí, que Bengt suena a ven, a ve, a ver.
En la presentación de Hasta aquí --que se presentará en marzo en Buenos Aires-- Rodríguez escuchó de reojo/reoído al hijo de Oldenburg decir que las últimas palabras de Oldenburg fueron, acertada e inevitablemente viajeras, "Me estoy yendo"; y a la compañera de Oldenburg precisar que Oldenburg había dejado bien claro que no quería sitio donde se visite su cuerpo ni monumentos que lo honren.
Pero Hasta aquí --aquí vuelve-- es ese lugar donde visitarlo.
Y es monumental.