Las diferencias pueden resultar una frontera insalvable o la excusa para sorprenderse ante nuevos saberes, personas e ideas. En tal caso, el andar positivo o negativo que tomará ese encuentro dependerá de las personas que lo propician. Un desafío que Miguel Ángel Solá y Maxi De la Cruz debieron afrontar cuando el productor Gustavo Yankelevich los convocó para protagonizar Mi querido presidente, la comedia que de jueves a domingo se presenta en el Teatro Apolo (Av. Corrientes 1372). Al fin de cuentas, ambos provenían de generaciones y formaciones distintas: mientras Solá cuenta con un largo trayecto en teatro como actor dramático, el uruguayo De la Cruz sustentó su promisorio ascenso desde el humor televisivo y la comedia de enredos. Una serie de contrastes que, sin embargo, ambos supieron aprovechar para potenciarse mutuamente y hacer de Mi querido presidente una de las cinco obras más vistas de la cartelera porteña en lo que va de 2025.

Si siempre es difícil salir de la zona de confort, mucho más lo es si no se lo intenta. Tal vez fue esa premisa la que llevó a que la dupla menos pensada no solo se haya hecho realidad sino que además se saque chispas arriba del escenario, en un duelo actoral que lleva con fina armonía la obra escrita por los franceses Mathieu Delaporte y Alexandre de la Patelliere (Le prenom) y dirigida por Max Otranto. Una comedia disparatada, a la vez que reflexiva, que cuenta el tenso encuentro entre un prestigioso psiquiatra (Solá) y el flamante presidente de la Nación (De la Cruz), que a horas de brindar su discurso de asunción sufre de una extraña picazón en su nariz cada vez que lo repasa. La necesidad de resolver ese inconveniente físico (¿y psíquico?) que lo podría dejar en ridículo ante todo el pueblo, obligan a la máxima figura institucional del país a aceptar ser “tratado” por un profesional del que desconfía de sus métodos.

La obra puede verse de jueves a domingos en la sala de Corrientes 1372

“A Mi querido presidente no la puedo definir como un divertimento, porque si bien hay muchas risas, aborda cuestiones bastante profundas que salen a relucir en ese diálogo”, reflexiona Solá, ante la atenta mirada de De la Cruz en la entrevista con Página/12. “Uno se puede reír de dolores fuertes también, porque es lo que a ellos les pasa en su encuentro: o sea, les va viajando la vida. En esa búsqueda a la solución para el tic nervioso que tiene el presidente se emprende un recorrido a su infancia, rebuscando sobre su propia existencia, que es un poco la de todos nosotros, con sus pesares, sus traumas, sus mochilas históricas que condicionan nuestro ser… Y acá tenemos a un presidente que no entiende bien a dónde lo quiere llevar el psiquiatra y que se pone un poco nervioso porque lo único que desea es que pueda dar su discurso sin hacer papelones”.

Obviamente, hasta Mi querido presidente -que antes de estrenarse en Buenos Aires tuvo el año pasado una pequeña temporada en Uruguay- Solá y De la Cruz no habían trabajado juntos. Ni tampoco se les había cruzado por la cabeza alguna vez hacerlo. Pero a veces la vida se empeña en que las cosas sucedan. De hecho, su primer contacto ni siquiera fue presencial: fue una tarde de mayo de 2024 cuando se contactaron por Zoom para repasar la obra, con Solá en España y De la Cruz de este lado del mundo.

“El primer ensayo que hicimos fue por Zoom. Y ahí Maxi me maravilló, me pareció maravilloso todo lo que hizo. Así que enseguida acepté trabajar con él”, recuerda Solá sobre esa rara manera de vincularse. “Yo sí lo conocía -aclara De la Cruz- pero nunca me hubiese imaginado, ni en mis sueños más locos poder trabajar con él. Y conocernos a través del Zoom fue, repasando la letra, lo más raro que me pasó en mi vida profesional. Es más: desde la producción, me habían sugerido que lo llamara el día anterior a Miguel, así nos íbamos conociendo y preparábamos la lectura de la letra para el día posterior. Pero no me animé a llamarlo, no me daba… me daba cagazo.”

-¿Qué te atemorizaba? ¿El miedo a trabajar con alguien a quien admirás?

Maxi De la Cruz: -El respeto que le tenía. Y fue peor, porque me terminó llamando él a mí. Quedé como el más maleducado de todos. Me sinceré y le dije: “no te llamé porque no me animé”. Cortita. Y, bueno, me hizo sentir muy cómodo. Y ese Zoom fue, para mí, una prueba. Yo entregué todo, di lo que podía y más.

Miguel Angel Solá: -Le caían las gotas de sudor de la frente, no sabés lo que fue… Daba vueltas, compenetrado… Yo miraba todo ese desarrollo en la pantalla y me preguntaba “¿a dónde me escondo?”. (risas)

M. D. C.: -Quería demostrar que estaba dispuesto a todo con tal de trabajar con Miguel. Porque esta obra fue como una gran conjunción de cosas. Lo primero fue la convocatoria de Gustavo para hacerla y laburar en la productora. Ese fue el primer paso de susto. Después, cuando me dieron el libro, también fue un shock, porque nunca habría hecho una obra así. He hecho comedias, pero siempre netamente humorísticas y como parte de un elenco en el que entraba y salía y tenía un respiro. Y a todo eso se le sumó que iba a estar el hombre. Fue como una avalancha de cosas. Entonces, ese momento de la lectura era muy importante, porque estaba Miguel desde España y el director y los productores mirando.

-Y vos, Miguel, ¿qué pensaste cuando lo conociste a Maxi en el Zoom?

M. A. S.: -Me pareció un actor maravillloso, un actor con unas posibilidades inmensas, sin límites. Porque es bueno en la comedia, pero también sabe husmear en lo profundo. Es un actor muy particular. Lo amo. Me encanta venir a trabajar con él, me divierto con él, me divierto en el camarín. No paramos nunca. En el camarín repasamos letra, jugamos momentos de la obra. ¿Qué nos falta? ¿Qué no hay aquí? ¿Qué podemos agregar? Porque, como toda obra, hay que transitarla con los cuerpos. Todo el tiempo una obra va pasando por los cuerpos de cada uno. Y además, si no están los espectadores, no viste todo. Creo que una buena interpretación requiere que los actores logremos respirar con los espectadores. Y en Mi querido presidente eso está pasando. Y no pasa muchas veces.

-¿Qué significa lograr respirar con ellos?

M. A. S.: -Que respiramos con ellos, que estamos en una sintonía armonizada. Entramos y salimos con ellos de cada situación que propone la obra. Se sienten acompañados. No forzamos nada. No tenemos que hacer ninguna cosa rara ni ningún subrayado. La cuarta pared solo se rompe para jugar, nada más.

-Y Miguel, así como para Maxi la obra le representó un desafío, supongo que en un punto para vos también lo fue, ya que volvías a hacer comedia y a actuar en la Argentina después de muchos años.

M. A. S.: -Hice algunas comedias… y hasta se reían mucho conmigo. Hice Los Mosqueteros del rey, El diario de Adán y Eva, que también tenía toques de comedia.

-Poca, igual, en comparación con lo dramático.

M. A. S.: -Lo que pasa es que yo salí de Equus y el gran público me empezó a conocer como “actor de teatro”. Me transformo en alguien “importante” a los 26 años, eligiéndome como uno de los cinco mejores actores argentinos. Hubo una formación y una pretensión sobre mí desde muy joven. Me traían los textos y yo elegía qué hacer en función de si la obra me iba a dejar trabajar tranquilo o no. Hasta que conocí a Manuel González Gil (dramaturgo y director), que hicimos una dupla de amistad y profesional genial. Él sabe cómo llevarme y yo sé cómo entenderlo.

-Pero no era un prejuicio suyo hacia la comedia, sino encasillamiento de los productores.

M. A. S.: -Sí, qué se yo... Mi querido presidente fue una locura de Gustavo (Yankelevich), incentivado por Marcela Lasalvia, que le dijo, “llámalo, llámalo”. Gustavo le preguntó: “¿pero me va a dar bola?”. Y cuando me llamó, me entusiasmó la idea. Y después apareció Maxi y me mataron. Ya estaba regalado. En muchos sentidos, esta propuesta me ayudó a vivir, ¿sabes?

-¿Por qué?

M. A. S.: -Porque me sentía muy apocado, ya no tenía entusiasmo… Yo soñé con una sola obra, que fue Galileo Galilei, pero ya se me pasó la edad. 

-No había un pendiente.

M. A. S.: -Por ejemplo, a Shakespeare me gusta leerlo, pero no me gusta hacerlo. Para los clásicos tengo que tener muchas ganas. Hice el Marco Antonio en España, de Julio César, de Shakespeare, pero lo tuve que hacer en español, entonces me quitaron las ganas… Y esta obra fue algo hermoso. Es insólito. Disfruto mucho estar arriba del escenario. Después, me quedan las carcajadas revoloteando por el cuerpo. Pero el disfrute está ahí arriba. Lo que me divierto con este tipo es alucinante. Entonces me dan ganas. Mirá que veo mal, no tengo equilibrio, estoy cada vez más viejo... ¿eh? (risas)

-No se nota. Porque además es una obra que propone un duelo entre dos personajes y dos actores, sin otro acompañamiento que la letra y sus interpretaciones.

M. D. C.: -Es una obra que necesita mucha concentración. Estamos muy atentos los dos, estamos cada uno al servicio del otro. Los dos ahí. Porque si no, no puede ser disfrutable. Y si no se la está disfrutando y no se produce nada químico, es muy difícil. Primero, nos estamos disfrutando. Yo lo estoy disfrutando a él arriba del escenario, como un espectador por momentos. Y después nos reímos, nos tentamos. Si surge es porque la pasamos bien y es algo que nos pasa por dentro. Pero la obra siempre dura lo mismo, o sea, el texto siempre manda. Sí, es verdad que nos pasa que descubrimos que la gente también nos va marcando el camino y no siempre se ríen en el mismo momento. Cada función es distinta.

-¿Cuán importante es la confianza en el otro para poder expresar lo mejor que uno puede dar arriba del escenario?

M. D. C.: -Nosotros, antes de empezar cada función, nos damos un abrazo y nos decimos al oído “confío en vos”. Siempre. Confiamos 100%. Estamos los dos ahí, estamos entregados. Podemos disfrutar la obra porque hay confianza en el otro.

M. A. S.: -Yo elijo con quién trabajo. Yo los veo y me doy cuenta… Pero a esta altura de mi vida tengo la oportunidad de elegir con quiero trabajar y con quién no.

-¿Y no te arrepentiste de Maxi?

M. A. S.: -¿De Maxi? ¡Me lo llevo a casa!

-¿Es posible el hecho teatral si no se tiene confianza en los compañeros?

M. A. S. : - Sí, hay gente que se lleva muy mal y hacen éxitos. En una época, lo común era cuidarse del otro. Pero, por suerte, yo he vivido casi siempre rodeado de buena gente y talentosa... En Equus, Duilio (Marzio), por ejemplo, era un compañero extraordinario. Pero también me han tocado pocos y pocas de los otros. Y ahí uno tiene que trabajar y tratar de que se termine todo lo mejor y antes posible.

-En 2024 hicieron la obra en Uruguay. ¿Son públicos muy diferentes el argentino y el uruguayo? ¿Notaron algún cambio?

M. A. S.: -Sí, pero relacionado al cambio de escenario. Acá la hacemos en un teatro. En el Apolo la gente se concentra. En Uruguay la hicimos en un salón muy grande de un hotel, con sillas, y la atención de la gente se dispersaba. La primera butaca estaba muy lejos del escenario, a cinco metros y a altura. Y así y todo, funcionó bárbaro.

-Cambia la sala, ¿cambia todo?

M. D. C. : -Sí, cambia. Son otras sensaciones las que uno tiene arriba del escenario. Es otro oído, otra vista. Es muy diferente. El lugar hace al teatro. En un teatro las butacas forman parte de la escenografía. Siento que estamos mucho más cerca. Y acá el público reacciona mucho más a algunas situaciones. Sobre todo a las de Miguel. Siento que la obra genera más risas en Argentina que en mi país.

-En la cartelera porteña, las obras más populares son desde hace años las comedias. La gente se vuelca mucho al género. ¿Tienen alguna hipótesis al respecto?

M. A. S.: -La tendencia hacia la comedia es un fenómeno del mundo occidental, no solo de la Argentina. La gente tiene la necesidad de reírse. En Uruguay descubrimos que nos divertíamos como locos y mirá que la hacíamos en ese salón adaptado del hotel, no en un teatro. Ni escuchábamos las risas... Pero nosotros nos divertíamos. Gritábamos solos, nos reíamos solos.

M. D. C.: -La gente necesita reírse y venir al teatro a disfrutar. Pero este tipo de obras, que además de la carcajada te despierta alguna reflexión, es muy disfrutable para los espectadores. La risa es el colchón para que pasen cosas más o menos fuertes en esa charla entre el presidente electo y el psiquiatra.

M. A. S.: -Claro, no es una obra abrumadora de información y complejidad. Los temas que tocan son profundos en algún punto, pero con desahogos permanentes de humor. La gente explota.

M. D. C.: -Creo que en ese punto la gente disfruta mucho del remate o la salida de Miguel. Son sensacionales. Fuimos encontrando el humor de la obra a medida que la hicimos, en las situaciones cotidianas que se dan en esa charla entre dos tipos que se necesitan para lograr sus objetivos pero que en principio parecen desencontrarse en el diálogo. Fue difícil encontrarle el tono del humor. Y Miguel sorprende con el contraste entre el psiquiatra que por momentos se pone firme y asusta, y por otro tiene salidas humorísticas sensacionales. 

-Un aspecto interesante de Mi querido presidente es que plantea una lucha por el poder de la palabra, del diálogo, de conducir esa charla ente dos personajes. Porque por un lado esta el presidente, que en términos institucionales es el hombre más poderoso del país, con toda su soberbia y postura de fortaleza; y por otro el psiquiatra, que en la sesión es el que ostenta el poder. Dos roles que vuelven dificultoso el diálogo.

M. A. S.: -Los seres humanos somos lo que somos en nuestra soledad. Y el presidente se da cuenta de que está solo y de que públicamente no está siendo él. Que por algo ese tic solo emerge cuando tiene que decir ese discurso que no siente pero que debe hacer. Una picazón que desaparece cuando tiene que recitar una poesía o cualquier otra cosa. Y eso mismo nos pasa a nosotros, con nuestras elecciones. ¿Cuántas veces no nos damos cuenta de que estamos haciendo la vida que quieren los demás y no la que queremos nosotros? Eso también debe sentirlo el espectador.

-Parecería que los seres humanos actuamos todo el tiempo, algo a lo que ustedes están acostumbrados a hacer arriba del escenario. ¿Creen que vivimos en un mundo con cada vez más puestas en escena y menos autenticidad?

M. A. S.: -Sí. Lo que pasa es que en la vida eso se refleja como una mentira. El trabajo nuestro, actoral, es transformar ficciones en verdades, que es otra cosa. Entonces, si la vida nos muestra un escenario muy cambiante y no para hacernos mejores a nosotros, donde todos mienten, estamos en un problema grande. Todos se echan en cara que mienten, unos a otros. Toda la historia está centrada en las mentiras que dice el otro y en la descalificación de lo que el otro hace. El problema está en cómo desemmascaramos las mentiras para poder vivir mejor. Porque desde el escenario nosotros no podemos hacer mucho.

-¿Pero no creés que el teatro ayuda a visibilizar problemáticas y a brindar herramientas para solucionar cuestiones sociales?

M. A. S.: -El teatro sirve para despertar preguntas. Preguntas internas. Y que a veces no tienen respuesta. El problema grave que tenemos es que los que tienen la mentira comprada tienen una pistola en la mano, o tienen el gas Sarín... O tienen, en definitiva, la manera de hacernos callar. He hecho mi vida, mi carrera pensando que todo lo que se hacía culturalmente era transformador. Pero si la cultura no está apoyada por la sociedad, no existe nada de transformador en la cultura. Si la gente se suma a apoyar la cultura, entonces es otra cosa. Pero si la gente no se suma, la cultura no tiene valor en sí misma, porque no está representando a nadie. Sí, creí mucho, pero ya soy una persona grande…

-¿Estás descreído?

M. A. S.: -Porque yo no luché para ver esto. Yo luché por otra cosa. Con “luché” quiero decir que puse el pecho, mi trabajo. El hoy no me expresa. Y a mí me gustaría que me expresara. Me gustaría morirme sintiendo que me expresó. Un poquito, aunque sea. Poder ver el reflejo de lo que va a pasar dentro de muy poco, o al menos dentro de 500 años…