Cuando se dialoga con uno mismo, hay cierta clase de preguntas que sólo parecieran admitir como respuesta una sonrisa hecha con restos de dos signos de interrogación. Qué beben los que no leen como yo es el título del primer libro de cuentos que publica Luis Mey, autor de más de cuarenta novelas y en cuyo basamento se encuentra la Trilogía Desgarrada, conformada por Las garras del niño inútil, En verdad quiero verte, pero llevará mucho tiempo y Los abandonados. “Yo nunca me dediqué tanto a nada después de encontrarme con este juego de escribir cada día. Y leer, mucho. La educación creativa es absolutamente fragmentaria. Todo lo demás se gesta a su alrededor”, dice Luis Mey. “Para mí que vivimos en un documental que filman desde el espacio como nosotros filmamos la sabana africana. Borges, por supuesto, lo decía mejor: ‘qué Dios detrás de Dios la trama empieza’. Pienso en el epígrafe de Salinger para sus Nueve cuentos: ‘Conocemos el sonido de dos palmas cuando chocan, pero, ¿cuál es el sonido de una sola?’. Algo de eso me atraviesa. Yo ya puse mi palma, ahora el lector y la lectora tienen que poner la suya. No solamente para que haya lectura, sino escritura; porque desde ya, tanto ellas como ellos, crean en su lugar lo que las escritoras y escritores escribimos”.

Esto último resulta esencial para entender la propuesta de Qué beben los que no leen como yo (título del libro; pero de ningún cuento) que se abre como un abanico de significaciones sugeridas, breves guiños como guias luminosos, libres de toda imposición como un cielo despojado de prejuicios capaz de hacerte sentir la ilusión de haber creado una nueva y propia constelación. “Cada tanto me permito que lo fantástico, lo distópico o lo que se me ocurra, supere porcentualmente a la necesidad espiritual de bajar, o subir, a la página, alguna vivencia o circunstancia, ya sea duradera o efímera”, dice Luis Mey. “Muchas veces, lo más parecido a mi supuesta verdad de lo vivido se impone a cualquier género y se dirime por lo lúdico, cosa que me genera paranoia, porque sé que atacan sistémicamente lo lúdico, es decir el pintar y equivocarse, o el escribir mal y practicar hasta que la experiencia genere un artista poderoso que no cambia lo lúdico artístico por los casinos ni el amor por lo prostibulario”.

Una de las motivaciones, según Luis Mey, que subyace a la escritura de los cuentos presentes en Qué beben los que no leen como yo es la necesidad de mantener atentos los sentidos. “Y los sentidos son sabios, saben qué está pasando, son instinto. Entonces ¿qué es lo más hermoso que podemos robarle a esta época? Por lo pronto, parar un poco. Mirar”. Tensar lo suficiente la mirada para que se convierta en contemplación con la fuerza de aquel consejo entre Maupassant y Flaubert -observar el árbol hasta que deje de ser un árbol- para desnaturalizar ciertas herencias presentes en los vínculos sociales. Y con uno mismo. Dicho de otra manera: muchos de los personajes de estos cuentos se ven vivir como si despertaran de una borrachera descomunal; pero, al mismo tiempo, ebrios de una lucidez aplastante, sujetando su propio licor como un prisma, se asoman al borde del abismo de sus propias circunstancias como quien está a punto de poner en palabras una revelación que amenaza siempre con caer sobre lo inefable.

“A los dos días de conocernos por Tinder yo sabía que ella no era una ella sino un él, que estaba preso en algún penal donde no podía usar el celular a cualquiera hora y que, de todos modos, el juego me gustaba”, dice el narrador en el cuento “La legitimación”, algo así que como una especie de advertencia para las lectoras y lectores de que, en todo juego, participan por lo menos dos, incluso cuando se juega solo. Lo mismo sucede en “No podemos ponernos burocráticos” donde un sorpresivo llamado telefónico instala en el presente un proyecto casi olvidado, cansado ya de esperar en el pasado: adoptar una mascota. A la realidad le gustan las simetrías y los meros anacronismos, es cierto. Y a Javier, el hombre que se había anotado con Marina, su ex pareja, en una larga lista para adopción, le cambian la mascota y así se desbarata la noción del tiempo y los planos de una misma realidad. En “Qué beben los que no leen como yo” hay un deliberado trabajo que podría compararse con la música, tonos narrativos, melodías que, a falta de otras palabras, deben ser agrupadas en torno al humor hasta el límite del absurdo, el sarcasmo y la ironía. Entre los más logrados se encuentra “El abandono real”, cuento verdaderamente notable que se desarrolla en torno a una relación compleja entre un padre que manipula a su hijo y lo agrede psicológicamente con una frase recurrente: “Vení, hijo. Vení. Es ahora”. Sin importar el día o la hora ni mucho menos lo que sea que estuviera haciendo el hijo antes del llamado telefónico (hay mucho protagonismo de conversaciones telefónicas en el libro; melodías aquellas que tal vez apelen a no querer aceptar una dolorosa e irrevocable realidad, el miedo que nos provoca una voz), lo importante es lo que termina sucediendo y las disparatadas conversaciones que tienen padre e hijo en cada uno de esos encuentros.

No hay casi revelación, por mínima que sea, que no cargue con el reflejo de la crueldad y la sospecha. Es lo que parecieran saber los personajes de estos cuentos, sobre todo cuando se trata de relaciones de pareja, y no sólo amorosas o su reverso, acaso porque, como escribió el gran poeta, con el número dos nace la pena, en Qué beben los que no leen como yo hay encuentros fatales que sobreviven a accidentes de tránsito, como en el cuento que abre la serie, “Levitación completa”, donde un micro de larga distancia vuelca en plena ruta y dos sobrevivientes van a encontrarse mucho tiempo después de manera bastante más que enigmática para un proyecto de escritura en común, un guion, vale decir la ficción como si no hubiera otro lugar en el mundo para dirimir culpas o saldar deudas pendientes por incomprensión, gran momento de soledad esto último que Luis Mey aborda con maestría cuando la temática es la comunicación entre las personas vista desde una perspectiva utópica, por no decir imposible. De ahí lo enfático más que un interrogante sin respuesta posible. Sin aires de solemnidad ni superioridad alguna, Qué beben los que no leen como yo, reflexiona sobre la singularidad que tienen ciertos seres de estar en el mundo mientras otros, simplemente, pasan sin haber aprendido a jugar.