A Luisina, por devolverme en su palabra al camino de la escritura

Gustavo se presentó el primer día de clases. Me vino a felicitar porque algunas de mis palabras lo habían conmovido. También lo acompañaron Juan José, Daniel, Francisco, Celeste y Charo.

Cada viernes, el mismo grupo al iniciar y al terminar la clase venía a saludarme y a agradecerme por ciertas lecturas. Así fue durante todo el ciclo lectivo. Año complicado, cruel. Durante esos encuentros posteriores a la clase, me fui enterando de ciertas cuestiones de su cotidianeidad. 

En esas charlas, entre recomendaciones de libros, series y películas, me enteré, por ejemplo, de que Gustavo había perdido a su mujer a causa de una enfermedad que se la llevó en tres meses, y eso lo sumió en una profunda depresión. 

A medida que avanzaban los días me iba anoticiando de retazos de esas vidas y también se inmiscuían un poquito la mía. La transferencia que se forjó con el grupo fue maravillosa, al punto de no poder evitar las lágrimas el último día de clases.

Debo reconocer que las personas que se inscriben en la Universidad luego de jubilarse se tornan un poco mis predilectas. Me intriga saber qué ignotos recorridos los llevan hoy a estudiar aquello que alguna vez desearon. 

Así supe, por ejemplo, que Juan José emigró desde Venezuela con su familia y decidió volver a estudiar la carrera de la cual ya estaba graduado en su país. O Daniel que, luego de ejercer la medicina toda la vida, ahora encontraba un gran vacío que iba a llenar con palabras, con lecturas, en fin, con poesía.

 

De Gustavo también supe que, luego de ejercer toda la vida el oficio de carpintero; y atravesando el dolor del duelo, se había anotado en Filosofía para volver a empezar. Para seguir construyendo aquello que había quedado pendiente. Pero esto lo fui pensando y reconstruyendo mucho después. 

Tal vez, la revelación de lo que significaba para él estar en aquel pupitre la supe cuando llegó contento con un papel en la mano, emocionado. Era el certificado que acreditaba su 5to año comercial. La inscripción databa de 1964, pero la fecha de cierre del ciclo acusaba julio de 2024. El tipo rindió la última materia que le queda pendiente. Ahora tenía secundario completo. 

Pero la noticia no vino sola. En los pasillos de la Facultad volvió a renacer el amor. Había conocido, pocos meses antes, a una mujer de su misma edad con quién estaba compartiendo sus días. Además, se irían a Bariloche a vivir aquello que representa un ritual tan anhelado por los estudiantes y que no había podido lograr en la década del sesenta. 

Con mucha timidez, Gustavo me contaba esto, y al mismo tiempo se disculpaba porque se iba a ausentar un par de viernes. Aquella deferencia de avisar me subyugó. 

Gustavo estaba libre en la materia, recién después de mitad de año logró tener su título secundario. Inconveniente insignificante para esta historia, en tanto que no reside allí el punto. 

La raíz de esto es que la Universidad, la facultad pública no solo salva a los jóvenes porque da movilidad social, también salva en otros terrenos y en otras edades. Salva porque pensar en la palabra nos permite salir del "agujero interior" (para decirlo junto con Federico). 

La Universidad me salvó a mí ayer y hoy. En esos jirones que se amontonan y gestan la coherencia de la memoria me veo a mí misma, asombrada, ingresando a la Facultad. Vienen como flashes las clases plagadas de humo y sabor a café que me ponían la piel de gallina. 

Las clases de Nené, Sonia, Analía, Héctor, Nora ¡¡¡NORA!!! Me recuerdo, también, escuchando embobada las lecturas de Saer, Sor Juana o Juan L -en el extinto mástil de la Facultad- al pibe que me volaba la cabeza. Y mucho antes, me recuerdo en el querido Nacional de mi Pergamino Natal viendo el brillo en los ojos de Claudia al hablar de Química, la pasión de Claudia D. al leer el Quijote y el infinito amor de Sergio por las artes plásticas. 

 Volviendo a la Facultad, me veo como una imagen fílmica, y siento la emoción en los huesos del día que mis amigos me embardunaron con huevo, y un profesor dijo con felicidad: “felicitaciones, colega”. 

La facultad me salvó a mí y también lo salvó a Daniel llenando algunos lugares durante su jubileo, a Juan José para sentirse en casa durante el exilio y a Gustavo porque lo devolvió a la vida, al amor y porque lo sacó de su agujero interior. 

Haciendo mías las palabras de mi analista: La Universidad no solo genera movilidad social ascendente, sino que asciende en todos los sentidos de la vida. La Universidad nos levanta. 

Recién, mientras venía cavilando en estas líneas, presencié una escena linda. Un chico lleno de huevo con un cartel que rezaba: me recibí, subido en la caja de una camioneta. Detrás un colectivero festejaba aquel triunfo con bocinazos rítmicos y felices. 

Porque cuando alguien se recibe, la felicidad es de todos, y eso es la Universidad. Es de todos. 

No dejemos que nos la arrebaten los amantes de la crueldad. 

Defendamos la comunión preciada que se genera en ese magno espacio. Aquellos que llegaron hasta sus puertas saben de lo que estoy hablando (charlas interminables que se trazan día tras días, cafés, lecturas, pensamiento, deleite por la palabra precisa). 

Si no comprendés de lo que hablo, te invito a conocerlo. Porque la Universidad pública es mía, es de Juan José, De Charo, de Celeste y, si no lo sabías, también es tuya.