Uno. Pronombre impersonal. Su uso para hablar generalizando, a diferencia de expresiones como “los hombres” o “la gente”, tiene la cualidad de involucrar al hablante en la generalización. No hay distancia sino empatía. El que pronuncia busca que se sepa que no está observando desde afuera, que es parte. Bien lo entendió Discépolo cuando le puso letra al tango de Mores, donde la generalización a través del uso del impersonal (“uno busca lleno de esperanzas”) es la puerta a una entrada radical del yo (“si yo tuviera un corazón”).

Por eso, cuando escuchamos al presidente Javier Milei en su conferencia de Davos decir que “si uno mata a la mujer se llama femicidio, y eso conlleva una pena más grave que si uno mata a un hombre sólo por el sexo de la víctima”, no sólo estamos ante el extracto de un argumento reaccionario y falaz: estamos en presencia de señas en el lenguaje que podrían entenderse como signo de época, definida hoy por la presencia de otro pronombre: el personalísimo yo. El ensayista francés Éric Sadin la articula como la era del individuo tirano.

“El referente principal según el cual uno se determina y el que se convoca en casi toda oportunidad es uno mismo. El ‘yo’ representa la fuente primera -y en general definitiva- de la verdad”, dice Sadin. Es interesante el contraste entre su mirada y otras como la de Byung-Chul Han. Para Han, la actual era digital tiene como consecuencia la producción de individuos narcisistas, enamorados de sí mismos, que sólo quieren escucharse a sí mismos. La técnica digital, nos dice, “se muestra como una máquina narcisista del ego”.

En cambio, Sadin plantea que presenciamos un nuevo posicionamiento de los individuos ligado al surgimiento de un nuevo ethos, cuya propuesta es la “búsqueda desenfrenada de la singularización de uno mismo con la única finalidad de desmarcarse de la masa”. Vivimos en la época de la proliferación del yo, pero de un yo para el que la experiencia -finalmente agotada- vale menos que la expresividad. No es narcisismo, sino “el goce de poder expresarse sin obstáculos”. Algo así como un yo todo el tiempo, en todas partes y al mismo tiempo, pero que necesita manifestarse a cada momento sobre casi todas las cosas.

¿Por qué Milei no usa la fórmula “cuando un hombre mata a una mujer”? ¿Por qué elige el pronombre impersonal? ¿Lo elige? La fórmula “cuando un hombre…” hipotetiza en abstracto, produce un efecto de verdad que da la teorización sobre un hecho. El uso del impersonal lo involucra como parte de esa generalización, como cuando alguien dice que “uno, al enamorarse, hace pavadas” y se reconoce dentro de ese colectivo de enamorados que se comportan como tontos, con la diferencia de que aquí el tema son los femicidios.

No es que Milei se autodeclare como femicida, más bien pareciera comprometerse con un hipotético sujeto que proclama: “yo no soy un asesino, pero si alguna vez llegara a matar a una mujer tengo derecho a que me juzguen como si matara a un hombre, cosa que en principio tampoco haría”. En el uso del pronombre impersonal se manifiesta ese otro signo de época que es la dificultad de narrar por fuera de la propia experiencia.

Milei juega en la ambigüedad del impersonal. A ese uno que puede matar a una mujer o a un hombre, en el discurso de Davos le continúan el que “plantea estas cuestiones”, el que “argumenta que la Tierra ha tenido ya cinco ciclos de cambios bruscos de temperatura” o el que es “tildado de racista, xenófobo o nazi”. El mecanismo es en apariencia contradictorio: a la vez que generaliza, singulariza. Cada uno de esos uno es él y somos todos.

En tanto presidente de la Nación y representante del pueblo argentino ante el mundo, Milei encarna a cada una de esas figuras (y no se trata de un análisis psicologista). Encarna discursivamente porque se posiciona como su espejo. Difícil afirmar que esa posición sea deliberada, que haya un uso maquinal y estratégico. Quizás sea otro síntoma, otro producto de. Hoy la comunicación opera, sobre todo, en el orden de la identificación: “ese soy yo”, “esto dice exactamente lo que me pasa o siento”.

La identificación como mecanismo preponderante en la comunicación habla del triunfo de la lógica digital. Es la velocidad contra la pausa. El scrolleo contra la atención. El titular contra el argumento. El puro decir contra la escucha. Es, en palabras de Sadin, la “afirmación sin freno de uno mismo y la deslegitimación de la palabra del otro”. La palabra del otro sólo me interesa en tanto me confirma. La pregunta crucial para una comunicación política y socialmente significativa es cómo construir los mecanismos de interpelación para saltar esa valla de la identificación y lograr diálogos virtuosos y nuevos enunciados.

No es menor detener el análisis en el detalle (porque es sabido dónde vive el Diablo) del uso de un pronombre en medio de una parrafada de violencia explícita; es, por el contrario, de vital importancia en términos de lo que hoy compete al campo de la comunicación, porque en esa unidad mínima se juega una forma que actualmente se constituye como hegemónica en términos de construcción de sentido y de subjetividades.

La batalla cultural es una disputa constante por esa construcción de sentido, que se da en todos los ámbitos y a toda hora -porque la significación no se interrumpe nunca-, y sus triunfos más sólidos no necesariamente son los que se articulan en grandes discursos, sino en esas pequeñas cristalizaciones que hacen base en nuestra lengua cotidiana y que pasamos por alto. Desandar esos sedimentos es complejo, pero necesario y urgente. Ya también lo escribió Discépolo: “uno sabe que la lucha es cruel y es mucha”. Y hay que darla.

*Licenciado en Ciencias de la Comunicación