1976. Nazco el 29 de mayo en la clínica 25 de Mayo, en Avellaneda. Nazco un sábado a las 7 de la tarde. Todos los sábados de mi vida a las 7 de la tarde me angustio.

1977. Me bautizan en una iglesia de San Justo, donde vive mi madrina, la hermana de mi mamá. Tengo puesto un trajecito de terciopelo azul y mi pelo es del color del polvo de ladrillo. En una foto de ese día estoy siendo alzada por mi papá que está igual a José Ignacio Rucci.

1981. Cumplo 5 años. Mi tía, modista, me hace un vestidito blanco con volados. Me visten con el vestidito y con sandalias blancas. Me molesta el vestido y me molestan las sandalias. No es la ropa que quiero usar. Apuran las fotos para que me pueda cambiar. Me saco todo y me pongo un pantalón de gimnasia y zapatillas. En la foto salgo con el vestidito. La foto no es lo que soy.

1981. En la peluquería pido que me hagan el corte taza, que me queda perfecto gracias a la textura lacia como la crin de un caballo. Ese corte lo tengo vigente durante preescolar y primer grado. Las ondas en el pelo llegan unos años más tarde, con la democracia.

1981. Entro al baño, me bajo la bombacha, me pongo un puñado de algodón adentro. Busco tener relieve en ese lugar. Mi mamá abre la puerta, mira, se espanta. Me grita que me saque eso, que está mal. Que nunca más vuelva a.

1982. Voy al cine por primera vez con mi papá. Me lleva a ver E.T. al cine San Martín de Avellaneda, donde ahora hay un bingo. Recuerdo que me aguanté las ganas de llorar hasta que E.T se despide de Elliot y le dice estaré aquí mismo señalando el cielo. En ese momento no soporté más y se me cayó una lágrima del ojo izquierdo. Con los años pienso que qué suerte que haya existido una película como E.T. para que l*s niñ*s pudiéramos sentir amor hacia un ser completamente extraño. Con los años también me pregunto por qué me aguanté llorar.

1982. Vuelvo al cine San Martín a ver La magia de Los Parchís. Un mago vive en un teatro con su nieta, donde Los Parchís van a dar conciertos. Los recitales ayudan al mago a recuperar la confianza en sí mismo y a darle un mejor nivel de vida a su nieta. Ya me había fijado en Tino, y durante la película no le saco los ojos de encima, a él y a su overol rojo. En ese momento creía que me gustaba, con el tiempo me di cuenta de que quería ser él.

1983. Octubre. Domingo, día de sol, elecciones en Argentina. Mi papá hace asado, somos aproximadamente 12 personas en la mesa. Todos adultos, menos mi hermana y yo. Todos ya habían ido a votar. Una parte votó a Luder, otra parte votó a Alfonsin. Igual están todos contentos, fue un almuerzo familiar en donde se materializó una energía genuina de comienzo. A las seis y media de la tarde cruza un vecino, Eliseo, súper alfonsinista y abraza al mismo tiempo que verduguea a mi tía por haber votado a Luder. Tengo 7 años, escucho la palabra democracia. No voto hasta 1995, lo hago por la fórmula Bordón - Chacho Álvarez.

1983. Estoy parada arriba del inodoro, me apoyo en la tapa amarilla para que mi mamá me seque con un toallón. Estoy recién bañada y mientras me seca, me pregunta qué quiero para Papá Noel. Le digo que el equipo de Independiente todo rojo con el escudo bordado en la remera. Lo digo mientras me miro al espejo lleno de vapor y no me veo, me adivino. Mi mamá me pregunta si estoy segura y le digo que sí. Entonces empezá a escribirle la carta, me dice. El 25 de diciembre a las 12 de la noche me dirijo al árbol de navidad y rompo el paquete envuelto en papel de regalo color metalizado y toco la tela de piqué y saco la remera con el escudo de cuerina y saco el short de algodón con las tiras blancas al costado. El 3 de diciembre de 2024 aterrizo en Buenos Aires, me cambio y voy a la inauguración de la muestra Cosas nuestras: objetos, tesoros y documentos de la vida trans en Brandon y me encuentro con una camisetita chiquita de Independiente de piqué exhibida que dice en un cartelito que es de Andrés Mendieta. Le saco una foto y me quedo mirándola, me apoyo en el vidrio que la separa de mí, me apoyo como si estuviera en la barra de un bar y veo pasar una parte resumida de la historia de mi vida. Al otro día, Andrés, que vive afuera y a quien no conozco, me escribe y me cuenta que su abuelo la mandó a hacer cuando nació. Me dice: Soy de Formosa y como te imaginarás era imposible encontrar algo de merchandising. Nos emocionamos juntos y nos prometemos un abrazo en algún momento.

1984. Tengo muchos problemas en los dientes. Voy prácticamente una vez por semana al dentista durante años. Me sacan una cantidad incalculable de muelas. Mis padres no le consultan nada al odontólogo de la obra social que toma la decisión de arreglar sacando. Simplemente esperan afuera del consultorio y cuando salgo no dicen nada. Como me atiendo en el policlínico que está enfrente de la Plaza Dorrego, me enamoro de San Telmo, de las ferias de ropa en donde venden vestidos de los años veinte y sombreros. Suelo tener la boca hinchada y me duele de noche. Tomo Novalgina en jarabe.

1985. Mi mamá hace filete de merluza. Me llevo un bocado a la boca y me dice “cuidado con las espinas”. Le pregunto por qué tiene espinas. Me dice que porque es un animal. No me cierra comer eso, dejo de comer carne quince años más tarde. Cada vez que me preguntan por qué, digo que no es claro, que no sé, pero es por las espinas.

1987. Todos los veranos voy con mi tía a una quinta en Florencio Varela. Lo único que hago es jugar a la pelota con los chicos de la quinta y del barrio. Juego de 11 a 2, paramos para comer, y volvemos a jugar de 5 a 8. Es una de las épocas más redondas de mi vida, una época casi sin nubarrones, aunque un día la pelota sale fuera de la quinta, pasa la ligustrina, corro a buscarla y veo el cielo naranja del atardecer antes de cruzar la zanja y me angustio por todo lo que va a dejar de ser. Mi tía se ocupa de mí, me mira. Hablamos como dos personas adultas, aunque ella tiene 45 años y yo 10.

1988. Terminamos séptimo grado y nos vamos de viaje de egresados a Córdoba. Algunas chicas se besan por primera vez con algunos chicos en la pista de El Molino Rojo y de Keops, los dos boliches a los que nos llevan. La segunda noche, la de Keops, me siento en un reservado con una Seven Up y me pongo a llorar y es la primera vez que siento con nitidez que me entristece que las cosas se acaben.

1989. Primer año del secundario. Me doy cuenta de que me gusta una chica, Lorena. Después me doy cuenta de que me gusta otra, Marina. Después me doy cuenta de que me gusta otra, Gisela. No le cuento a ninguna y me pregunto qué me pasa. Sufro mucho, me doy cuenta de que es algo que no puedo contar porque no caería bien. Tengo 12 años. Pienso que soy la única persona en el mundo así.

1989. Saco una entrada para ir a ver a Sandra y Celeste. Miento en mi casa, digo que me voy a la casa de una compañera y que seguramente me quede a dormir. Teatro Opera, fila 16. Todas mujeres. Le tiran cartas a Sandra, le agarran la mano a Celeste. A la salida, un grupo de chicas me pregunta si estoy sola y si quiero ir a un bar con ellas. Las sigo, llegamos a Balcarce y Humberto Primo, para entrar hay que subir un escalón enorme. Cuando estamos subiendo sale Ilse Fuskova y nos saluda. No entiendo nada de lo que hablan, no comprendo la jerga, no abro la boca, no pregunto. Siento que floto, que soy feliz y que la vida va a ser complicada.

1990. Una chica publica en el correo de lectores de una revista que quiere conocer chicas que gusten de chicas. Deja su dirección completa. Todavía recuerdo su dirección, el código postal y el teléfono de su abuela. Le mando una carta y me contesta. Se llama Carolina. Vive en Villa Pueyrredón y yo en Avellaneda. La primera vez que nos vemos nos encontramos en Esmeralda y Corrientes y la segunda vez en City Hall, el boliche de Nazca y Mosconi que está cerca de su casa. Entro al boliche, la encuentro rápido y al rato salimos a dar una vuelta. En la esquina de Terrada y Griveo nos damos un beso y me doy cuenta de que mi casa es la boca de una mujer. Nos vemos algunos sábados al mes por la tarde, en el parque donde estaba el Italpark. Un día un colectivero nos sigue 3 cuadras diciéndonos de todo, pidiéndonos que subamos. Tengo 14 años, ella 16.

1991. Mi familia descubre las cartas que nos mandamos con Carolina y digo la verdad. Enloquecen y me llevan a terapia. Me quieren curar. El doctor Cosentino me tranquiliza y me dice que soy chica, pero que si me gustaran las chicas de manera definitiva no sería algo que estuviese mal. Me pregunta si cuando pienso en Alain Delon, pienso en que me gusta o pienso en que me gustaría ser él. Aunque la referencia de Alain Delon me parece un poco vieja, la capto perfectamente porque había visto sus películas. Le respondo que me gustaría ser él. Me acuerdo de Tino de Los Parchis.

1992. El 16 de marzo tomo cocaína por primera vez y me acuerdo porque se hizo 17 de marzo y yo seguía tomando en la pieza de la casa de un amigo y en la tele aparece un urgente y el urgente era el atentado a la Embajada de Israel. Empiezo a tomar con disciplina, con constancia y con ganas. Empiezo a tomar como si fuera a un gimnasio. Tomo para endurecerme, tomo porque en mi casa está todo mal y tomo porque así siento que me olvido de que me gustan las mujeres. Tomo en la esquina, tomo en los baños de las estaciones de servicio. Tomo los sábados y tomo los martes. Tomo porque genera un tipo de angustia que tapa otra peor. Tomo porque toman mis amigos, tomo porque me divierte y tomo porque me pega bien hasta que en un momento me empieza a pegar mal. El hermanito de una vecina pasa corriendo y me grita drogadicta. Me impacta un poco, tengo 16 años, el nenito tiene 8. Siento que nunca voy a poder ser feliz. Lo único que quiero es ser mayor de edad y poder irme de mi casa.

1993. Me anoto en un taller de escritura los jueves a las 7 de la tarde. Quintino Bocayuva y Avenida Independencia. De Sarandí tomo dos colectivos: el 98 y el 96. Para volver hago lo mismo y a veces tomo solamente el 85 pero no muchas veces porque me deja en una calle fea. El primer día mientras espero en la puerta, aparece una chica de pelo corto, una remera con el logo del disco Wish de The Cure pantalones ajustadísimos y borcegos. Silvina, me dice, que tal. Silvina le digo, hola. Me enamoro, ahí, en la puerta, me enamoro a un metro de ella, me enamoro en 10 minutos. Busco ser su amiga y espero que se separe del chico con el que sale y unos años más tarde, una noche después de fumar mucho porro y ver la segunda parte de Las alas del deseo, ¡Tan lejos, tan cerca!, cogemos. La película dura como dos horas y media, lo nuestro de esa noche mucho más. Después de eso me dice que no le gusto y deja de hablarme por dos años. A los dos años la encuentro en el festival Monsters of Rock en la cancha de Ferro, me abraza y se queda conmigo.

Tomamos el mismo taxi para seguir hablando y me invita al sur a irme de vacaciones con ella. Le digo que no tengo plata, que me voy de vacaciones a la puerta de mi casa. A los seis meses nos vemos de nuevo. Nos damos un beso eterno en el reservado de Bunker y vamos a su casa. Nos vemos durante 17 años sin haber estado ni un solo día de novias. Hay años en donde no nos vemos, hay otros donde nos vemos una o dos veces. Hay años donde nos vemos unos meses. Hay años donde queremos hacer las cosas bien, ponernos a salir y no nos sale.

1996. Me enamoro de un hombre. El único varón del que me enamoro de grande. De chica me enamoré con locura de Rodrigo. Este hombre lo único que hace es pintar. Adoptamos dos gatos. Estamos algunos años y nos separamos. Al año se enferma y vuelvo para cuidarlo otro año. Le acaricio la cabeza mientras llora y leemos un libro sobre bioenergética. Estoy empezando a salir con una chica. A él lo cuido y lo inyecto, con ella tengo sexo y cada tanto me siento en el bar de Entre Ríos y Avenida Belgrano para llorar sola en paz antes de buscar la medicación de mi ex en el Hospital Italiano.

1997. Me anoto en el CBC de Avellaneda. Me anoto en Ciencias de la Comunicación, después me paso a Letras, después a Filosofía. Después Psicología, después Letras de nuevo. Empiezo Letras, me da inseguridad que no vaya en orden histórico la carrera, me paso a filosofía porque las materias se llaman “historia de” y así. Me quedo ahí, en las historias.

2001. Trabajo en la escuela de cerámica de Avellaneda y el municipio entra en cesación de pagos. El director de la escuela destraba la situación seis meses más tarde y me pagan con patacones. Estudio Filosofía en Puán y pago los apuntes con patacones. Trabajo en el subsuelo de la Bond Street y de modelo vivo. El 19 de diciembre llego temprano a la plaza porque estoy cerca. Veo morir a un hombre en las escalinatas del Congreso. Al otro día voy de nuevo.

2003. Adopto a Poxi, una perrita mestiza, negra y chiquita. Vive 17 años.

2005. Vuelvo a jugar al fútbol después de quince años. Mónica Santino organizó una escuela de entrenamiento para chicas en Yerbal, Caballito, me enteré y fui. Veinte años más tarde, en 2025, está lleno de chicas que juegan al fútbol y está lleno de canchas donde se juega fútbol mixto. Multiplicar es la tarea.

2008. Rindo el último final de la carrera. Estética. Mi familia no sabe qué carrera estudié ni de que me recibo.

2009. Conozco a una chica por chat. Es hermosa. Salimos unos años. Nos hacemos amigas hasta hoy. Ojalá que para siempre.

2010. Empiezo a escribir de nuevo. Se sanciona el matrimonio igualitario. Vemos con Eme a Massive Attack.

2012. Me invitan a jugar un torneo relámpago en las canchitas que están metidas en el Parque las Heras. Juego con unas chicas que hasta hoy son mis amigas. Salimos subcampeonas.

2012. Se aprueba la ley de identidad de género.

2013. Me enamoro de una poeta al leer dos de sus poemas. Después la conozco y me enamoro más. Estuvimos juntas casi cuatro años. El año pasado, siete años después de separarnos, escribió un libro sobre nosotras. Lo leí arriba de un colectivo volviendo de Venado Tuerto.

2015. En las paredes del palier del edificio donde vivo alguien talló la palabra lesbiana y mi nombre. Pido ayuda a mi vecino buena onda y a su novia, les consulto qué hacer. Estoy acostumbrada a que en la calle o en el subte me miren con extrañeza, como si no fuese una persona legible, pero no a esto. Empiezo a entrenar un deporte de combate.

2016. San Telmo. Estoy caminando tranquila, pensando en mis cosas como casi siempre y bajo a la calle porque la vereda está precintada, camino dos o tres metros, pasa un hombre en bicicleta y me insulta. Frena en la esquina y le pregunto quien es para insultarme. Baja de la bicicleta, la apoya en el cordón y se me viene encima. Le pregunto si es capaz de pegarle a una mujer. Me mira de arriba abajo y me dice vos no sos una mujer. Insisto, estoy relativamente acostumbrada a que me miren con cierta extrañeza, como si no fuera una persona totalmente legible, pero no estoy acostumbrada a que me quieran pegar.

2017. Publico mi primer libro de poesía. Un periodista que lo lee escribe una reseña en la que dice: hay detrás de esos poemas una autora que dice que sufrió menos de lo que sufrió. Tiene razón.

2017. Conozco a alguien en nuestro espacio de trabajo. Me gusta como camina, nos encontramos en la cocina y le pregunto si el agua para el mate le gusta caliente o no tanto pero las palabras no salen como si le hablara a cualquiera. Empezamos a vernos y me hace unos regalos increíbles. De todas, fue la que mejor regaló. El último regalo es un libro de Olivia Laing sobre el lugar del suicidio de Virginia Woolf, To the river. Yo no sé si fui tan buena regalando, di de otra manera.

2018. Mi familia no me pregunta nada sobre mi vida, salvo si tengo trabajo, desde 1990. Cada vez los veo menos. Han hecho lo que pudieron. Yo también hago lo que puedo. Todos hacemos lo que podemos.

2020. Vivo con dos amigas. Me veo con alguien que conozco antes del encierro y nos dejamos de ver cinco meses después. A los cuatro meses conozco a otra mujer y salgo con ella más o menos dos años. Se muere Poxi, mi perra de 17 años. Veo setenta y ocho películas italianas. Veo por quinta vez Nos habíamos amado tanto, vuelvo a encontrarme con la frase vivir como se nos antoja cuesta poco, porque se paga con algo que no existe: la felicidad. Una conocida me pide una lista, de ahí que sé la cantidad.

2022. Publico otro libro pero no de poesía. Se lo dedico a mis padres, intento darme paz. Lo consigo en parte. Termino con Cristina, mi analista durante 13 años, y comienzo terapia con Alicia. Ellas son dos de las mujeres de mi vida.

2023. Me voy de viaje dos meses, entre abril y junio. Antes de irme, aparece mi ex para lo que ella considera “darme tranquilidad”. Hace todo lo contrario. Me hace daño. Siento que me estoy despidiendo de un tipo de amor. En octubre muere mi papá. Lo lloro tarde, lo lloro en la calle, lo lloro mientras lavo un plato o cuando estoy sentada en el sillón. El día que lo despedimos en el cementerio de Lanús, me escriben desde Colombia para invitarme a presentar mi libro recién publicado allá.

Le cuento a mis amigas que no me dejan un segundo sola. Vamos a la cancha de Independiente y nos sacamos una foto en el playón. A la tarde voy a comprar una torta de ricota porque necesito algo dulce y despejarme.

2024. Trabajo todo el año, la plata alcanza cada vez menos. En el subte hay olor a pis. No regalo la calle, voy caminando y vuelvo caminando de cualquier parte a cualquier hora, sean las 3, 4 o 5 de la mañana. A veces pienso que nada me define más que mi relación con la calle y con Buenos Aires. Me paro de cabeza sin ayuda. En los últimos años aparecieron en mi vida cuatro personas sabias que me guían. El amor es eso, pienso. Escribo poemas largos, de tres o cuatro carillas. Me voy de viaje al norte del país. Vuelvo y me tomo un tren a Mar del Plata. Escribo y corrijo.

Salgo a ver el mar. Hago silencio y confío.

2025. Escribo, doy un taller intensivo por la mañana. Tomo licuados de banana. Intento ser menos nocturna y más generosa. Soy una mujer grande. El sábado marcho con mis amigas, con ex amigas, con gente que nunca fue amiga, con gente que quiero, con gente que no quiero tanto, con gente que conozco y con gente que no conozco. No es un deber ni un deseo marchar pero no quisiera que nadie se sienta fuera del mundo como me sentí tantas veces, sola y sin saber muy bien qué hacer.