Mi primer contacto con David Lynch debió ser en la pantalla de I-Sat o en la emisión de Twin Peaks que emitía Canal 9 con presentación de Alejandro Romay. De una u otra manera, fue un acercamiento sin orientación o referencia. Nadie me advirtió lo que estaba por pasar. Y lo primero que recuerdo de esa experiencia es el desconcierto. Qué está pasando acá. Porque la dinámica de Lynch consiste en tomar puntos de partida reconocibles de la cultura –Hollywood, el noir, la road movie- para deformar esos elementos pop y transformarlos en el resto diurno de un sueño (o una pesadilla) inquietante. Relatos que muestran alteraciones crecientes en su estructura hasta que uno se encuentra sumergido en los resplandores incongruentes de un inconsciente ajeno. La gran pregunta de su cine es, creo, quién está ahí: quién narra: quién descompone la progresión narrativa: quién interviene.
Pienso que ese ingreso caótico a la cultura, sin jerarquías ni comentarios previos, sin contexto, fue la forma más productiva de encontrarme a Lynch. Como acercarme a un objeto extraño que resplandecía en la serie de consumos de cine Clase B y música grunge y noise con los que me eduqué sentimentalmente en el Conurbano a finales de los años ‘90. Algo que rompía la comodidad de lo legible. Mi relación con el cine, hasta entonces, había sido nítida, podríamos decir que tranquilizadora. Todavía no había percibido, si se quiere, la presencia de un autor detrás de las historias que se me contaban. Como si el cine fuera un evento impersonal.
Entonces, digamos, una noche de sábado el adolescente que yo era en esos años podía hacer zapping por las decenas de canales del cable hasta dar con algo que capturara su atención. A veces un videoclip en MTV, a veces un partido de fútbol, a veces una película ya empezada que proponía acción, monstruos, cierta forma leve de erotismo o comedias románticas que funcionaban, al fin y al cabo, como cuento de hadas: inicio, nudo, desenlace. En esa práctica nocturna comprendí la gramática de los géneros pulp mucho antes de leer a Lovecraft o a Chandler. Y esa provisión de gestos estandarizados que alimenta el cine de Hollywood fue la acumulación originaria que me permitió, llegado el momento, comprender que Lynch estaba usando íconos de la cultura de masas para mutarlos en anomalías.
Con el correr de los años, su película que más veces volví fue Carretera perdida. Creo que lo que me atrae, eso que me hace verla una y otra y otra vez, es su estructura partida, rota en dos, desarticulada. El misterio de cómo se conecta esa primera parte con lógicas retorcidas del cine noir, la sexualidad árida de Fred y Renee, la vigilancia imposible sobre la intimidad de la casa; y la segunda parte donde Pete y Alice funcionan como espejo de la pareja anterior y son perseguidos por el mafioso señor Eddy. En varios puntos críticos de la historia el espacio-tiempo parecen colapsar, como en la escena donde Mystery Man está en dos lugares al mismo tiempo, ríe en dos puntos de Hollywood Hills, plegándose y multiplicando los planos: ¿estamos, al mismo tiempo, en el mundo real y en el inconsciente de Fred? ¿En el presente y en el futuro? ¿En la vigilia y en el sueño? ¿O son, simplemente, dos historias contiguas? Las preguntas se multiplican y se acumulan en el cine de Lynch. Pero él ejerce una forma de interrogar que no espera respuesta.
En la segunda parte, después del asesinato de Renee, el reemplazo en la celda de Fred por Pete, el vacío explicativo que se esconde en ese proceso, parece reiniciar la película y, sin embargo, algunos elementos del mundo anterior se repiten, insisten, como significantes sobre los que se sobreimprime y se reorganiza una nueva historia. Algo que tiene que ver con el peligro y la sexualidad, con la potencia perdida de Fred, con los decorados del mundo onírico. Algo que no termina de articularse y que, sin embargo, parece insinuar que el sentido está ahí, cerca, escondido, atrapado en el desorden arbitrario de las secuencias y las imágenes.
Y ese adolescente que fui, que miraba películas empezadas en las noches calurosas del Conurbano, sin contexto ni advertencias, aceptó no entender. No había leído a Freud ni había pensado siquiera en el desdoblamiento psíquico. Abordaba los libros, el cine, la música con algo cercano a la inocencia. Pensaba, en ese entonces, que lo que vale es una buena historia. Y lo que Lynch me ofrecía eran retazos, fragmentos desacoplados que yo tenía que volver a montar si es que quería acercarme a algo parecido a una totalidad.
Por eso, me pregunto ahora, ¿por qué alguien puede sentirse atraído por algo que no entiende? ¿Qué hay de sexy en la incomprensión? Hace unos días, leyendo las memorias de Beatriz Sarlo, me encontré con una respuesta posible: “La incomprensión de Mallarmé es un punto de resistencia que quizá nunca superaré, pero que permanece allí, como un ofrecimiento y una deuda pendiente”. La hipótesis de Sarlo es que no entender es mejor que entender. Y esa subversión del sentido común me resulta reconocible. Porque lo que ese adolescente agradecía de lo que estaba viendo en la pantalla era la generosidad del ofrecimiento. La exigencia. La multiplicación de puntos de resistencia donde Lynch se negaba a cerrar el sentido de lo que estaba narrando. No era condescendiente, no me subestimaba ni pretendía capturar mi atención con golpes de efecto. Contaba una historia en el mismo registro desordenado que, para mi, ya entonces, tenía la experiencia. Y la promesa de ir, poco a poco, restituyendo un orden, una forma fragmentada de sentido, fue lo que me hizo creer que ahí, en el cine o en la música o en la literatura, había algo a develar, un secreto que yo podía extraer para escapar de la enajenación y la tristeza.
Juan Mattio integró la redacción de la revista Sonámbula y fue parte de Synco, observatorio de ciencia ficción, tecnología y futuros. Su novela Tres veces luz (Negro Absoluto, 2016) obtuvo una mención en el premio Casa de las Américas. La segunda, Materiales para una pesadilla (Negro Absoluto, 2021), ganó el premio Medifé/Filba a mejor novela argentina publicada durante ese año, y acaba de ser reeditada por Caja Negra. La sombra de un jinete desesperado (Godot, 2023), es su primer ibro de ensayos. Es parte del colectivo cultural Fantasmas del Futuro.