Las lágrimas del flaco fueron la confirmación de que algo no había estado bien. El flaco nunca lloraba. Lo habían recontra cagado a piñas mil veces. Ojo, el también repartía. Pero se la bancaba. No derramó lágrimas, aunque sí mucha sangre, la vez que Nando, un pibe de la secundaria, le rompió la nariz de manera irreversible, cuando mi amigo se hizo el lindo con Érica, nuestra bella Érica, la más linda del curso desde siempre y para toda la eternidad.

Esa mañana, cuando el flaco volvió, intentó –inútilmente– ocultar su rostro todo colorado e hinchado por detrás de sus palmas. La seño Gabriela, con solo una mirada, le explicó que no podía permanecer en clase en modo misterio.

Yo me sentaba al lado. Sentí los ojos de la seño. También, la del resto de los compañeros del aula. Todos vieron lo inédito y una angustia generalizada, aunque invisible, recorrió el salón. El flaco estaba desconsolado. Yo traté de enfocar para otro lado, medio aparatosamente, como para dar el ejemplo y que otros me imitaran. No creo que haya sido por eso, pero, por suerte, unos segundos después la situación se fue descomprimiendo y la cara del flaco empezó a recuperar su tono y su grosor.

Ni bien sonó el timbre del recreo nos contó la humillación. Mirta no solo lo sacó del aula, jalonándolo del brazo de manera brusca, lo que ya era demasiado para una escuela pública de una democracia que había cumplido 10 años. Mi viejo me contaba que, en la escuela primaria en su época, le hacían juntar la punta de los dedos y lo golpeaban con una regla, o le daban golpecitos de nudillos en la sien, cuando la autoridad lo consideraba adecuado. Pero aquellos eran tiempos de milicos cada dos por tres.

Cuando Mirta cerró la puerta de nuestro salón, con un sonoro portazo, lo metió en el baño de hombres, abrió el grifo, se enjabonó la diestra, tomó de los pelos la cabeza del flaco con la zurda y le metió el jabón humectado en la boca, frotándolo frenéticamente contra su lengua. Repitió la secuencia no menos de tres veces. Le lavó la boca con jabón. Literal. Ante la impotencia y la angustia profunda de mi amigo que no atinó a reaccionar.

Lo único que había hecho fue decir una mala palabra, medio inocentona, con pésima fortuna. Cuando empezaba a decir “Pelotuda” en voz clara y sin la lluvia de ninguna otra voz, Mirta, la directora del Normal hacía ingreso al salón para informar vaya uno a saber qué.

Fue la advertencia. Tal vez no la mensuramos lo suficiente. Mi amigo del alma, Ezequiel Palos, el flaco, estaba apuntado.

Con el flaco nos habíamos propuesto dejar huella en nuestro séptimo grado, el último que íbamos a estar juntos porque cada uno iba a rumbear para una secundaria diferente. Habíamos planificado pequeñas travesuras, nada grave. Un chasco en un cigarrillo de la seño para que le explotara cuando hiciera un pucho en sala de profesores, alguna bombita de olor que se nos caía de un bolsillo sin querer en al aula de sexto, algún hámster que se evadía de nuestras mochilas sin pedir permiso y se le ocurría pasear por el baño de las chicas. Pavadas. Eso sí, siempre fuimos los dos.

Sin embargo, Mirta lo tenía cruzado al flaco Palos. A mí me miraba con desprecio. Al flaco, con odio. Esa era la distancia. Y así todo no nos dimos cuenta que se nos estaba yendo de las manos.

Mucho no ayudaba el desempeño educativo del flaco, a decir verdad. Yo zafaba. Nunca me costó mucho la escuela y sin estudiar iba en piloto automático. El flaco no. Tenía muchas virtudes. Era gracioso, pintón, tenía buena labia, jugaba bien al fútbol y a todos los deportes en general. Pero con los libros no se le daba.

Nunca nos imaginamos que algo de todo eso iba a desembocar en lo que nos enteramos unas semanas antes de egresar.

“De más está decir que Ezequiel Palos no egresa”. Así lo largó la turra de Mirta al finalizar una jornada en la que estábamos empezando a delinear el acto de fin de curso. En un registro neutro, informativo. Primero fue el silencio. Después el alboroto. Empezamos a cantar “IN-JUS-TI-CIA/ IN-JUS-TI-CIA”. El salón quedó hecho un hervidero. La seño Gabriela, pobre, no sabía qué hacer. Le pedíamos explicaciones a ella y ella, claramente, no las tenía. La decisión era pura y exclusivamente de la directora.

Decidimos planear medidas para alcanzar la reversión de la resolución. Pedimos reunión con la directora, pusimos una mesa en un pasillo de la escuela y repartimos volantes denunciando la arbitrariedad. Hicimos sentadas y abrazos a la escuela. El impulso inicial fue perdiendo inercia y al terminar el curso no nos quedaba nafta. El flaco Palos no egresaría.

Eso sí, al viaje de egresados lo llevamos igual y la pasamos de 10. Pero la expulsión del flaco o su repitencia, no estaba del todo claro, era un mojón que nos recordaba en todo momento que no podíamos ser absolutamente felices.

Con ese sentimiento a flor de piel, en el trayecto de vuelta desde La Falda, le propuse al flaco, no una revancha, un desquite. Por algún lado había escuchado una consigna que me había quedado rebotando en algún resquicio de mis neuronas. Si no hay justicia hay escrache. Le propuse al flaco que pusiéramos un pasacalles en contra de Mirta en el frente de la escuela o en su barrio. Pintemos con aerosol, retrucó el flaco. Y ahí se armó.

Unos días después, ya sabiendo que al flaco lo habían hecho repetir y lo habían expulsado de la escuela, las dos cosas, en la mañana de un lunes de enero compramos un pomo de pintura en aerosol negra en una ferretería del centro y fuimos los dos hasta la escuela. Era receso de verano y no había un alma en las inmediaciones. Él pidió ser el que escribiera. A pesar de haber sido el de la idea y de haber insistido bastante, él me dijo que tenía que ser él porque él era el perjudicado directo. Era muy razonable, con lo cual mi rol fue el de campana.

Cruzamos los dos hasta el frente blanco, inmaculado, de la escuela. constatamos que nadie aparecía. El flaco destapó el aerosol y escribió en letra grande y precisa “MIRTHA”. Me agarré la cabeza y le dije: Sin “H”. Era tarde ya. Pero hubo unos segundos de disgusto y zozobra. Lo apuré para salir de la quietud que nos había provocado el yerro. Me pareció escuchar un ruido de adentro de la escuela y lo conminé: Dale, boludo terminá y rajemos.

Crucé de vereda para tratar de ver toda la zona y descartar la existencia de ojos curiosos. Nada por aquí por allá. Me tranquilicé. Volví a mirar hacia la escuela y lo vi al flaco orgulloso, como posando con su obra. Parecía que esperaba que le sacara una foto. Me gustó verlo así, después de las que habíamos pasado. Sentí que habíamos acertado con el desquite.

Desvíe la mirada del flaco para contemplar su obra y mi corazón se precipitó: MIRTHA SORRA.

 

Quise llorar. Pensé en gritarle que lo corrigiera rápido, que intentara la “Z” de alguna manera. Pero ya era tarde. El flaco ni se dio cuenta y yo no se lo dije. Para adentro pensé, tal vez, no le venga mal cursar un año más la primaria. Corrí hasta su lado y lo abracé: Vamos, quedó hermoso.