El cuento por su autor
Me gusta pensar que el cuentista tiene cabeza de embudo. Del cúmulo de vivencias captadas por los sentidos, lo que ve, lo que siente y escucha, obtiene algunos elementos pregnantes, cargados de sentido. Materia prima dispuesta a trabajar. Del mismo modo que una de las leyes del sueño, la mente de embudo opera por condensación. De modo que los elementos seleccionados, tienen una múltiple, rica y vasta subrogación. Dependerá de la pericia y oficio del cuentista sacarles el jugo.
La segunda operación necesaria, emula también la segunda ley onírica: el desplazamiento, la capacidad de poner a operar esos elementos simbólicos obtenidos, sometiéndolos a combinaciones, alternancias y deformaciones (tanto como amerite), con el fin de construir una historia de valor literario.
En este sentido, en el origen hay dos elementos centrales constitutivos en este cuento. El primero, la pantalla de una lámpara de pie en la casa de una amiga devota de la Virgen de San Nicolás. Cada 25 de septiembre ella compraba un pasaje a esa ciudad hasta lo que fue el campito y más tarde el templo inaugurado en 1995. Para cuando el Vaticano aprobó como ciertas las apariciones en 2016, mi amiga ya era atea. Pero eso es otra historia.
El otro elemento germen fue la pregnancia emocional que dejó en mí la primera lectura (porque vendrán otras en diferentes momentos de la vida) del cuento “La última noche” de James Salter, donde una mujer enferma de cáncer terminal pide a su marido y a una amiga que la ayuden a morir.
Hay también retazos de memoria: el granito de una casa funeraria, la médium invitada a un streaming, aquella heladera doble puerta de una familia rica. El trabajo con ellos fue procurar darle a ese ínfimo valor, un valor novedoso, entramándolos para que aporten contenido. Porque al final, lo único que importa es que la historia funcione y eso requiere traicionar las circunstancias a favor de la historia.
Dos metros bajo tierra
Cuando Mariela ya no se levantó de la cama empecé a acompañar a Rolo a esa casa. La primera vez, ni bien entramos, señaló la lámpara del comedor con la M de María, un trazo amarronado similar a una quemadura de cigarrillo, sobre la tulipa de tela. Después se metió por el pasillo hacia la habitación de ella, pero antes cerró la puerta divisoria. Era un pacto tácito, no debíamos pasar ese límite. Así que yo lo esperaba en el sofá del playroom donde él dormía cuando se quedaba a cuidarla; un lugar de revista, con baño, kitchenette y un home theatre, prácticamente un departamento de lujo. Los padres de Mariela eran de los pudientes de la ciudad, más que un apellido, una carta de presentación. Para nosotros, pibes de barrio, la estadía en esa mansión a la vista de nadie, eran vacaciones pagas. Salvando las circunstancias.
Tirados en el sofá doble mirábamos películas hasta que sonaba el timbre que Mariela tenía sobre el respaldo de su cama. De un salto, Rolo se acomodaba la ropa, el mechón sobre la frente y salía disparado. Yo mientras abría la heladera que los padres abarrotaban para él y hacía sándwiches sobre una bandeja. La heladera de acero inoxidable era un Titanic comparada con la añosa Siam de casa. Podía encontrar desde un Balcarce, frutillas frescas y carnosas, hasta hormas de queso y chocolate en rama. Porque una vez conocido el diagnóstico, los padres de Mariela se mudaron del campo a esa casa en la ciudad para que Mariela estuviese cerca de los médicos. Y mientras ellos iban y venían al campo o viajaban a Buenos Aires por tratamientos alternativos, dejaban a Rolo, confiaban en su cara de ángel pálido, un hijo para ellos. Él me decía eso a mí, y que yo era su consuelo, su confidente.
Pero un día que Rolo tardó más de lo habitual, salí al living, crucé la puerta del pasillo y avancé hacia las habitaciones. Mariela bebé, Mariela de comunión, Mariela en retratos enmarcados bajo una luminaria cálida como solo había visto en los museos. Un gesto de familia de hija única y rica, pensé porque en casa éramos cinco y nos pasábamos los guardapolvos unos a otros. Me acerqué a su puerta impregnada de olor a medicinas con su inicial en madera lustrada; las voces de los dos se alternaban con ruidos secos. Cuando ya no escuché nada, volví. Nunca le pregunté a Rolo si Mariela sabía de mí. Yo sí sabía cómo la vestía y desvestía, que sus omóplatos bajo la piel fina y amarillenta eran dos aletas de tiburón y que la peluca del mejor lugar de Buenos Aires colgaba del telgopor sin nariz. Cuando en el último tiempo Rolo aprendió a pasarle morfina, lo cuestioné, era apenas un novio de la adolescencia, nadie a nuestra edad estaba preparado para algo así. “Yo sí”, dijo Rolo. Y que la acompañaría hasta el final.
Una tarde volvió al sillón con un libro casero de tapas azules, tipeado a máquina y lo abrió sobre sus rodillas. Eran mensajes que la Virgen le dictaba a una mujer cada vez que se le aparecía. Rolo impostó la voz: “La humanidad pende de un hilo, si ese hilo se rompe muchos serán los que no tengan salvación”. Después hizo silencio y me miró.
“No te creerás estas pelotudeces”, dije riéndome.
“No seas así”, dijo.
La Virgen de San Nicolás era furor por esos años, se le aparecía a una mujer del pueblo. Su patio delantero, por más que se vaciaba cada día, vivía alfombrado de cartas con ruegos; cientos de peregrinos viajaban días para llegar. Aun así, ningún obispo ni el mismo Papa se la jugaban en certificar el milagro. Hasta allí fueron los padres con Mariela cuando recién habían recibido el diagnóstico y todavía parecía una chica sana, a no ser por esos dolores intermitentes que los médicos confundieron con el desarrollo y la práctica de equitación. Fue después de esa visita que la tulipa apareció marcada con la eme y, rebosantes de esperanza, sus padres lo atribuyeron a la Virgen.
Aquel día que se apareció con el cuaderno discutimos con Rolo sobre el milagro y la ciencia, aunque en el fondo era por esa situación en la que estábamos. Al final, me fui cerrando la puerta de un golpe deseando que Mariela escuchara y que él tuviera que confesarle mi existencia. Pero a los pocos días ella necesitó internación domiciliaria y yo dejé de ir.
***
Pegado al cajón, Rolo no dejaba de acariciarle la mejilla. Mariela era una muñeca antigua descansando en una gran caja, envuelta para regalo. Evité pensar en esos labios y ojos, seguro, pegados con La Gotita, la nariz rellena de algodón; y que Rolo ahí tan cerca, podría llegar a oler el formol. Juntos en aquel sofá de ricachones habíamos visto completa Six Feet Under así que sabíamos de alistar cadáveres.
“Viste qué carita serena”, me dijo cuando ya todos le habían dado sus condolencias y se habían ido y nosotros nos sentamos en el cantero de mármol negro en la puerta de la funeraria. La noche era calurosa y húmeda, casi no pasaban autos. Me paré de un salto y le dije, “salgamos un rato de acá”.
Caminamos dos cuadras hasta el arroyo, cruzamos el puente colgante de madera que crujía bajo nuestros pies. Nos detuvimos a la mitad y agarrados de la baranda de cable. El agua era un pozo oscuro y la correntada lo único que se oía. Rolo dejó caer los brazos al vacío, inertes. Le pregunté si recordaba al compañero de primaria al que se lo había tragado un remolino. Dijo que sí, pero que ahora era Mariela la que estaba muerta y que eso era lo único importante.
***
Anoche volvimos a hablar con Rolo de ella. Fue después del llamado del escribano pidiendo firmar los documentos pendientes para la sesión de la casa. Los padres nunca dejaron de estar presentes. Cada vez que nos visitaban en nuestro departamento de recién casados, Mariela terminaba siendo el centro, qué edad tendría si viviera, qué hubiese estudiado y, con esas aplicaciones que hay ahora, los tres cabeza a cabeza mientras tomaban café le daban vida a la cara de ella tal y como se vería hoy. El padre era reservado, la madre no. Decía cosas como: deberían retapizar las sillas, les puedo recomendar a alguien, o: Qué bien les vendría un ambiente más. A Rolo lo llenaban de regalos, cuando volvían de un viaje caían con ropa de marca, relojes, whisky del free shop. Una vez nos invitaron a ir con ellos al Caribe. Todo tiene un límite, dije, y no fuimos.
Sí fuimos a la sesión con la médium. Yo más por curiosidad que por otra cosa. Fue de lo más incómodo. Mientras hacía garabatos en un cuaderno y entornaba los ojos para recibir los mensajes que Mariela mandaba desde la luz, la médium dio mensajes especiales para cada uno, menos a mí. Mariela había trascendido y tenía una cabellera frondosa. “Presume de su pelo, me deja verla así”, dijo la médium moviendo la cabeza. Los padres miraron a Rolo arrobados: eran una familia. “Ella está con ustedes”, dijo la mujer, “les dice que las señales que creen ver son reales”. La madre habló de colibríes, el padre de la música aleatoria pero significativa de su radio. Lo miré a Rolo, pero él no me miró por más que me di cuenta de que sabía que lo miraba. A la vuelta, ya solos en la camioneta, hice chistes sobre la situación, pero claramente no estábamos en la misma frecuencia. Y esa nube espesa que se formaba entre nosotros cada vez que ella aparecía, se mantuvo durante todo el camino de regreso.
Al llegar a casa, no logré accionar el control remoto del portón, aún no le tenía la mano. Rolo me lo sacó de un tirón y lo hizo él. Es que habíamos terminado de remodelar la casa por completo: en el lugar de los dormitorios ahora había un único espacio con vista al jardín, y los dormitorios los llevamos a una planta alta. El playroom era un lavadero con cuarto de planchado y despensa. Todavía quedaba un container con escombros en la vereda. De noche, visto desde lo alto de nuestra habitación, era un gigante dormido. Tenía que volver a reclamar a la municipalidad que se lo llevaran.
Para ese entonces también estábamos resignados a que yo no quedaría embarazada. Así que cuando entramos al garaje y Rolo apagó la marcha, fue como si leyera mi mente.
“No podés culparla de todo lo que nos pasa”, dijo dejando caer las manos del volante a sus rodillas.
Levanté la voz por el barullo mecánico que hacían las poleas del portón; mientras pensé que íbamos a tener que hablar con el arquitecto, no podía ser que algo nuevo funcionara tan mal.
“Por qué no te casaste con ella entonces”, dije.
Rolo hizo silencio; después se bajó de un salto, sostuvo la puerta y me miró.
“No me casé con ella porque se murió”, dijo, y dio un portazo.
La Ranger nueva se sacudió tanto que temblé.
Y me dije que quizás esa, fuera la señal para mí.