El cuento por su autor

No sé en qué estaba pensando. Nunca podría decir concretamente eso. Responder esas preguntas: ¿En qué pensás? ¿En qué pensabas? Tantas cosas a la vez, tan simples y bobas, tan complicadas. ¿Por qué uno agarra y se pone a escribir sobre un tipo que decide hamacarse hasta romper un récord mundial? ¿Qué lo lleva a uno a hacer eso? Hay a la vez, en eso que uno hace, fatalidad y capricho. En escribir un cuento, digo. En inventar a Fabricio y al coreano y a su hamaca y a sus higos y a una chica y a su loro y a esas frases que dice su mamá. Capricho porque lo cierto es que nada de lo que en el cuento pasa, nada de lo que de repente existe y está, tiene en el fondo otra razón que la arbitrariedad y el antojo. Fatalidad porque, una vez escrito, el cuento es también algo que yo dije, que desenrosqué en mi pensamiento y puse en orden, que tuve que hacer, que fatalmente soy.

Siento que algo así pasa en este bamboleo de hamaca, en este tiempo dedicado a hacer lo que el personaje hasta entonces no había hecho. En irse y dejar y saltar a otra parte y ver el brillo de una idea cualquiera más brillante esa vez y separarla de las otras y subirse a ella para, apartarse algún tiempo de lo demás o, podría ser, para no bajarse nunca. No estoy seguro de en qué estaba pensando Fabricio cuando decidió hacer lo que hizo, pero, con la cosa hecha, no hay ahora para él otro destino posible. Tampoco para mí.

El récord mundial de hamaca

1. Lo que dicen los otros

Dicen que hay un montón de cosas para hacer antes que eso. Que por estar solo siempre tiene dando vueltas ideas raras en la cabeza. Que la gente con anteojos es extravagante. Que es como su mamá. Que no está bien que todos tengan en su familia el mismo gesto. Ese. De laucha resfriada. De bebé nacido viejo. Que en el colegio no hizo amigos. Que nunca le supo pegar ni con los pies, ni con un palo, ni con las manos a una pelota. Que en su casa hay humedad. Que hay basura. Que huele a flores podridas, dejadas sin cuidado, y a pis de gato. Que, una vez en un campamento, lo vieron aullarle a la luna. Jugar a eso. Que es una pavada lo que quiere hacer. Una locura. Que le hace mal al pueblo ese alboroto inútil. Pero también, que hay que entenderlo y ser piadosos. Que hay que apoyarlo. Que uno no es quién para andar juzgando. Ni a él ni a nadie. Que eso es ser mal educado. Mala gente. Y ellos, dicen, no son así. Son personas buenas.

2. Lo que piensa Fabricio

Fabricio piensa que las ideas son como los higos. Ovoides y con pancitas dulces y moradas. En una idea hay jugo, hay carne y cáscara. De ver a los higos crecer en la higuera se le ocurrió. Sentado en esa sombra pasó horas pensando y pensó: ese gusto y esa forma, esa dulzura de alimento. Y pensó: son como los higos las ideas. Crecen y maduran y hay que pelarlas y abrirlas para alimentarse del jugo y de la pulpa azucarada.
De todas las ideas, la idea de la hamaca se hizo notar porque tenía un gusto más dulce que el más dulce de los higos. Un mediodía, terminando de comer ensalada de fideos fríos, viendo cómo se movía igual que siempre el brazo mecánico de la embolsadora, sin parar nunca y balanceándose, de atrás hacia adelante, entre los higos habituales, las ideas de siempre, apareció el recuerdo del vaivén cadencioso de la cuna, cuando las manos de la abuela, de sus padres, lo mecían para trasladarlo al sueño; redondo y poroso, lleno de luz frutal el recuerdo, fue envolviéndose sobre sí mismo, abriéndose paso entre los otros higos y se hizo idea redonda. Sin terminar la ensalada, dejándola suelta nomás en el banco del patio, al lado de las máquinas, Fabricio supo algo. Sin saludar a nadie, se fue para siempre del trabajo. Algunos se enojaron con él por desconsiderado. Otros ni se dieron cuenta de que había estado ahí todo ese tiempo y, mucho menos de que, antes de terminar sus tareas, antes de cumplir su horario, había salido sin marcar tarjeta por el portón de atrás y había cruzado seis calles corriendo y sin mirar, para llegar hasta la plaza.

3. Lo que dice la mamá de Fabricio

La mamá de Fabricio dice que no hace falta que te quieran todos para ser bueno.

4. El lugar en el que queda la plaza

La plaza, la iglesia, el reloj. Dispuesta así, la arquitectura perezosa y obvia de los pueblos. En ese lugar también, la peatonal San Martín, que empieza en Belgrano y termina en Rivadavia. O en Sarmiento. Ahí donde confluye la desidia de todas las planificaciones estatales del mundo, un circulito cargado de arena entre los eucaliptus que desde el cielo se vería, si por ahí pasara alguna vez un avión, una avioneta, igual a la tapa de un alfajor de maicena. En ese lugar queda la plaza. Porque, aunque se le dice a todo, por comodidad y pereza, para nombrar el conjunto, la plaza son, nada más, los cinco juegos. El arcoíris de pasamanos, la línea de subibajas, el tobogán, la calesita con manivelas y las tres hamacas. No los árboles, ni los bancos verdes de madera, no la estatua de la virgen reverdecida por la lluvia y la caca de las palomas, los caminos rojos de piedra. Ese es el alrededor, ese es el lugar en el que queda la plaza. Y hasta ahí fue Fabricio a una hora plana y sin gente; a sentarse en la hamaca del medio.

5. La prueba que hay que hacer

La idea de Fabricio sobresale porque se muestra simple. Ofrece reglas claras. Sentarse en la tabla de madera, tomar con las manos las cadenas, balancearse. Es algo que puede hacer. Semanas, un mes a lo sumo, no más: el tiempo necesario para ganarle a todos.
Hace los movimientos previos, prueba el balanceo, el aire, la flexibilidad, la resistencia. Una vez entrado en calor, baja de la hamaca y se aleja. Cuenta los pasos. Cuatro. Respira tres veces. Toma el aire por la nariz y exhala por la boca, igual que les vio hacer a los clavadistas antes de emprender la carrera corta, armar con el cuerpo un impulso y una flecha, caer con gracia al vacío. Camina hasta la hamaca y busca los testigos necesarios. Dos nenes y una señora con los brazos cargados de bolsas. Sirven. Fabricio le avisa a la señora que son las cuatro y veintiséis, que por favor se acuerde cuando le pregunten. La señora lo mira, pero hace como si no lo viera; les dice a los nenes que no corran cerca de las hamacas. Los nenes siguen tirándoles piedritas a las palomas. Fabricio empieza a hamacarse.

Se enteró, hay un coreano. Un tipo que ya es viejo, pero que desde 1979 mantiene invicta la marca de hamacado: tres semanas encima de una madera blanca colgada de un cerezo. Al coreano le tiene que ganar Fabricio si quiere ser el campeón del mundo. Sin verlo, sin tocarlo, dejarlo en la lona. Mantenerse así, pendulando, es el modo de hacer lo que hay que hacer, de llevar a la práctica su idea.

6. Maneras de hamacarse

Después de un rato, todo se vuelve aburrido. Es un problema humano. Aburrirse. Los animales, con eso, no parecen tener inconveniente. Fabricio tuvo dos perros, un gato y un loro mudo. No mudo del todo. Un loro que silbaba. Mientras se hamaca, piensa en lo que ellos hacían. Todos esos días iguales. Más que nada, los del loro. Parado en el poste de metal, escarbándose las plumas o hundiendo el pico en el pote de semillas. Silbando a veces para estar ahí, para hacer algo. Los animales sueltos, los de la selva, tienen rutinas todavía más opas. Porque son rutinas para sobrevivir, rutinas de trepar lianas y esquivar pantanos para comerse a los otros, para no ceder a las ganas que los otros tienen de comérselos. Esconderse, atacar, dormir alerta y a medias, armar nidos. Lo que en documentales y películas se ve excitante y vertiginoso, es, en el fondo, un modo de repetirse. Un hábito, una costumbre. En ese orden impuesto, sin la virtud animal del reflejo puro, aflora el tedio. Después de un tiempo, todo se vuelve soso. Y, como es normal, él, un hombre cualquiera, no un animalito, se aburre.

Por eso ahora, lo que parecía divertido, excepcional, se le hace opaco. Los mocasines perpendiculares apuntando al cielo, la copa de los árboles, su sombra en la arena, los mocasines perpendiculares apuntando al cielo, la copa de los árboles, su sombra en la arena. Por eso ahora, prueba soltar una mano, por eso prueba girar en el eje de la columna, empujar el aire con una sola pierna, hamacarse con el torso, volver el cuerpo duro y recto como una estaca. Sube también las rodillas y ensaya la posición de loto: se acuclilla, canta y se contonea igual que los gorriones cuando se sacuden el agua podrida de los charcos. Tratando de entretenerse así, nota que pierde velocidad, que corre el riesgo de frenar. No son tantas las maneras posibles de hamacarse: tiene que asumir que habrá en eso también un orden impuesto, una rutina. El cielo, la copa de los árboles, su sombra en la arena. El cielo, la copa de los árboles, su sombra en la arena.

7. Cuando llega la chica

Fabricio no lleva la cuenta de las horas y los días, pero, en algunos ratos, se empuja hacia la frente los anteojos con el dedo índice y pregunta: “¿Cuánto va?”. Así puede saber que, cuando llega la chica, van seis noches. No días, que son más laxos, menos contundentes. Él pregunta cuánto va y la chica le dice que van seis noches. Fabricio le dice gracias, porque la escucha, pero además, mueve la cabeza, ladea el cuerpo y la ve. Antes de que se vaya, antes de que pase, la cara de la chica es un gesto. Ni condescendiente, ni de indiferencia. Algo puesto en su cara para Fabricio. Y puesto bien, porque ese gesto se le queda estampado en la frente a Fabricio; detrás de la marca rasposa que le deja el marco de los anteojos. Y eso es todo lo que pasa, cuando llega la chica.

8. Lo que dice la mamá de Fabricio

La mamá de Fabricio dice que, antes de enamorarse, ella era ella y que después fue otra cosa. La mamá de Fabricio dice que eso le pasa a todo el mundo cuando se enamora. Y dice también que es una pena.

9. Cuando llega el inspector de récords mundiales

Tiene maletín y traje, comitiva. Una chica que saca las fotos, otra que les sonríe a todos y reparte cupones para una rifa. Sortean la última edición de los Récords Guinnes en tapa dura y con láminas satinadas. A Fabricio le dan un ejemplar gratis. En el libro ve la foto de Sultan Kosenm, el hombre más alto del mundo, rodeado de mujeres que le llegan a la cintura; la de Ramón Campayo, un español que sostiene en alto uno de sus sesenta trofeos como campeón mundial de memoria; la de la Señora Vassilet, una rusa con cara de perdiguero que entre 1829 y 1872 había engendrado sesenta y nueve hijos. Ve otras fotos: pasteles gigantescos y chicas con el cuerpo anudado como el moño de un regalo. Pasa páginas de eso, busca la cara del coreano. Mientras hojea el libro, el inspector de récords mundiales con un metro retráctil mide las cadenas y los caños que sostienen las hamacas, con un cronómetro temporiza las flexiones de las rodillas de Fabricio. Las secretarias hacen preguntas y anotan, le piden que por favor mire hacia un costado, después hacia el otro, con la vista clavada en un punto lejano, como si estuviera tratando de ver un avión que volara lejísimos. Le sacan fotos. Se junta gente, toda la gente, y se arma un ruido de fiesta. Al inspector, delante de Fabricio, todos le hablan bien de él. Escucha la palabra “Héroe”, la palabra “tesón”, la palabra “orgullo”. Las secretarias (con su mono azul, con sus ojos de ciervo, con su pelo veteado reglamentario), juntan a la gente alrededor de la hamaca para sacar una foto: atrás de Fabricio, sus familiares, los viejos y las viejas, las madres con los bebés colgándoles del antebrazo; adelante, los chicos y los hombres jóvenes acuclillados como futbolistas, los perros revoloteando. A Fabricio le parece que lo agarran distraído cuando la sacan, en la mitad de un gesto insulso, pero los del Guinnes opinan que la toma está perfecta así. El inspector le dice que esa foto va a publicarse en el libro del año próximo. Le da una palmada en los hombros, un apretón de manos, una tarjeta con letras doradas en relieve. No deja un hueco para preguntar por el coreano. Se lleva el libro también, el libro gratis, se va con las secretarias y la gente se dispersa. Entre los que quedan, nenes casi todos, viejas chusmas, aparte de lo demás, está la chica. Le dice que van ya cuatro semanas, dos días y nueve horas cuarenta. Le dice que si quiere puede bajarse, que ganó. Le dice que ya puede hacer lo que quiera. Como Fabricio no le contesta, se sienta en la hamaca de al lado y se balancea sin decir nada ella tampoco.

10. Lo que Fabricio le dice a la chica para que se quede

Cuando está por dar el saltito breve que la devuelva al suelo, Fabricio le dice a la chica que él, una vez, hace mucho, la había visto en un cumpleaños. Él debía haber tenido ocho o nueve años y ella alguno menos. Era el cumpleaños de uno de los Gutiérrez seguro, porque estaban en el club y hacía calor y habían decorado todo con luces redondas y guirnaldas. Era a la tardecita y habían estado tratando de cazar ranas con unos palos. Se dio cuenta de que era ella porque aquella vez también, como ahora, había notado que lo miraba sin otra intención, y porque, además, a esa edad ya tenía un nido de rulos como ahora, así de colorados y encendidos en el pelo.
La chica no se acuerda de aquella vez, aunque se enlaza los bucles entre los dedos y reconoce que a Fabricio lo tiene visto. No de aquella vez, pero sí de otras.
Para conversar, en vez de saltar, en vez de irse a su casa o a juntar piedras, la chica se queda ahí, al lado de Fabricio, ella también agarrando las cadenas, estirando y recogiendo las piernas, hamacándose.

11. Lo que dice la mamá de Fabricio

La mamá de Fabricio dice que es bueno tener una actividad. Cualquiera que sea. Porque no es sano estar ocioso, hace mal a la cabeza y al cuerpo. Pudre lo que uno es. Marchita.

12. Los límites de la felicidad

Son fáciles los días encima de las hamacas. Con la chica llegaron ya incluso a más que besarse. Si se dan las condiciones del clima y la intimidad, no va a pasar mucho tiempo hasta que terminen con el cuerpo lo que empezaron conversando. Proyectan un futuro; enumeran vidas posibles en pleno bamboleo. Con lo que pueden y saben, se cuentan todo. El aburrimiento que le daba a Fabricio la embolsadora, lo que lo apena de las siestas y la metáfora frutal con la que jerarquiza sus ideas. Lo que dice su mamá. El placer que le da a la chica sentarse en las terrazas de casas ajenas a masticar chicle y tomar Coca-Cola, que en la escuela no había tenido ningún apodo, que los que estudian en la universidad le parecen pretenciosos.
Son fáciles los días encima de sus hamacas. La gente, como no está ahí, no molesta. La novedad ya se agotó. Son irrelevantes. Son el tedio de lo dado. Como es irrelevante el sol, como es irrelevante una sábana, un estómago. Los saben ahí, no importan.

Son fáciles los días encima de sus hamacas. Son suyos. Entremezclar las sombras, chocar despacito las tablas de madera, enredar las cadenas, subir y bajar hasta dormirse sin usar los párpados. Ir pasando así las horas, lánguidas y blanditas, hasta que un día la chica le pregunta a Fabricio: “¿Cuándo nos bajamos?”.
Y nada más es sencillo. Porque entre todas sus formas posibles, esa es la que encuentra para ellos, el límite de la felicidad.

13. Un final posible

Fabricio le dice a la chica que no es todavía el día de suspender el hamaqueo, que cuando tengan que parar, van a darse cuenta.
Parece que se normaliza la situación. Parece que son ellos de nuevo. Pero, entre que Fabricio contesta esa vaguedad y se hace cierto ese día exacto e inventado no pasa casi nada de tiempo. Del invierno a la primavera, pongamos, de un miércoles a un domingo. Ese día, que era cualquiera, pero ahora es uno, aparece, llegado de su pueblo al pie de un volcán, el coreano del récord. En zapatillas sin cordones, el coreano, con remera beige anodina, con jeans grises gastados, de unos doscientos años, veinte o treinta y cinco, dependiendo de lo que uno decidiera mirarle. Si es el pelo, copioso, abundante, grisáceo, no del todo negro, los ojos fuertes, se puede pensar en la mediana edad, en la plenitud de las fuerzas, pero si se recorren las venas azules de los brazos, los dedos anudados, el cuello replegado como un strudel de manzana, el hombre podría haber salido de la Biblia. Llega en una camioneta de campo. Antes de ser él, es un sonido. Se baja enfrente de la plaza y, sin saludar, se para al lado de Fabricio y de la chica para verlos hamacarse un rato. Pasa siete minutos mirándolos y calculando en un susurro la secuencia de las oscilaciones. Con cinco dedos de una mano y dos de la otra, les deja en claro el hecho. Después, despliega un pañuelo celeste encima de la tablita de madera verde, se sienta en la hamaca libre y empieza a balancearse. Silba una canción, algo que nadie en el pueblo había escuchado nunca. Podría sonarle, piensa Fabricio, de algún lado. Pero no. Es algo de su país, seguramente, ajeno. Una canción que nadie sabe quién inventó y que en su país cantan todos.
Es el momento de dar juntos el salto chiquito que los devuelve al suelo. Acelerados por las nuevas circunstancias: caminan, están ociosos de nuevo, enfrentan el mundo, siguen sus vidas. En ese pueblo o en otro lugar tienen una casa con pasto al fondo, al final de una galería en donde cuelgan la ropa mojada y en el pasto plantan una higuera que cada verano, pasados los años, les da unos frutos gordos y amarillos. Redondos. En sus ramas, se apoyan a veces cotorras, a veces pájaros negros, a veces tucanes salvajes de los que salen en las enciclopedias. Las ramas del árbol son débiles y no se les cruza por la cabeza jamás colgar en ellas una hamaca.

14. Un final verdadero

Puede ser que lo más probable pase. No siempre es así, pero sucede. Fabricio se acomoda los anteojos apretándolos contra el entrecejo, se aclara la garganta con una tosecita idiota y baja la mirada hacia la arena cuando la chica le pide definiciones. Quiere dejar pasar el momento incómodo, hacerse el tonto. Pero la chica insiste hasta obligarlo. No va a bajar. Ni ahora, ni nunca. ¿Ni siquiera por ella? ¿Ni siquiera para seguir estando juntos en otros lados, en otra vida? No. Ni por eso, ni por otras cosas. Está bien así. Así sigue.
La chica se va, y hay al principio un dolor enorme, calambres en el estómago cuando el cielo es verde, cuando cae la lluvia. Después, nada. Fabricio en la hamaca, envejeciendo. Pensando a veces en el coreano que no conoce nunca, ese ex campeón sin cara para siempre, en la higuera y su sombra, en los días en la fábrica, en los animales y sus hábitos. No feliz, pero en paz, satisfecho, como quien silba para sí mismo su canción preferida, hace lo único que puede hacer: dibujar ese vaivén simétrico en el aire. Y ese surco de viento leve es su vida hasta que un día se queda quieta la hamaca y Fabricio, el récord mundial, el héroe de su pueblo, con el ruido tonto de un pájaro doméstico que se cae de un palo, como un fruto maduro que se desprende de una rama, vuelve a tocar el suelo y se muere.