Es la gran plaza que burbujea en mi espíritu hasta volverme manco de entendimiento, y entonces escribo con la otra mano pulsando del revés, la zurda. Llegamos hasta las rejas de la Casa Rosada que se agitan y blanden por los que ahí se agolpan con el megáfono, entre las columnas de la izquierda, la bandera Palestina flameando y un símbolo inmenso y sórdido de una esvástica tachada. Transponemos y nos dejamos abrazar por las arengas que se esparcen en voces de auras de ausencia; también merodeamos en el sol del verano de Buenos Aires, agitando y cantando los mantras que nos habitan en los corazones, a donde vayan los iremos a buscar, como a los nazis les va a pasar, a donde vayan los iremos a buscar. Llegamos envueltos en el sudor de una fragua que no empieza o todavía no termina; en este instante de esplendor bailamos al compás de tamboriles y tambores africanos. Aquí sangro, lucho, pervivo. Solo sentimos que esta emoción de compartir la vida se escurre suavemente entre las manos y poliniza aquí mismo la Plaza Grande que nos vio nacer.
A dos cuadras, mi Colegio. Tengo el recuerdo fresco de la jornada de Paz, Pan y Trabajo, convocada por Ubaldini y la CGT en 1982, que terminó en una carnicería entre tantas. Pero ese día no fueron las fuerzas del cielo ni la milicada, sino las fuerzas ciudadanas y la transversalidad de los que estábamos odiosos y cansados. Salimos a ocupar esta misma plaza, a coparla, a agolparnos en ella, a respirar con ella. Recuerdo que fuimos sacados del Colegio, no por la puerta principal de Bolívar, por el gran portal, sino por una puerta casi oscurantista de la calle Moreno. Perdón, querido Mariano Moreno, por semejante blasfemia, pero así fue, nos hicieron tomar el buque igual que a vos. Cuatro de la tarde de ese turno tarde bajo la consigna de que volviéramos a nuestras casas. Muchos de nosotros dimos la vuelta, giramos por Perú y nos arrebolamos en la Avenida de Mayo, algunos también por Diagonal Sur, y hacia la Plaza fuimos. Y allí entendimos lo que es libertad. Respirar lo social es libertad, no el oxímoron que nos proponen desde la “libertad avanza”. Las libertades no avanzan, se ejercen; no se presumen, se disfrutan; no se pregonan solamente, se sienten. En ese lugar hubo destrozos, persecuciones, la montada y sus palos aleccionadores, camiones hidrantes y la vidriera de Modart fragmentada y en llamas. Ese día de marzo tuve que correr de los bastones y de los caballos, de los carros hidrantes, de las botas y de las pezuñas roñosas de milicos que rondaban de civil. Salí indemne por pura precaución o salvaguarda de supervivencia, papá me había enseñado a no tenerle miedo a la cana y moverme rápido. Sin embargo, envolví mi blazer con el escudo del colegio en el bolsito que llevaba junto con mis cosas, mis ajuares y mis protecciones ilusorias del Buenos Aires, me saqué la corbata también, me puse de a pie como los demás. Se hizo de noche y el fuego seguía intacto, no solo en las calles sino también en el alma. Ahora también hay fuego y vítores y sol escaldando nuestras almas, estoy seguro de que esa pequeña comunión de entre épocas y distancias me devuelve otra vez a los dieciséis, o como cantaba Violeta Parra a los próximos diecisiete, estoy así, creciendo y careciendo un tiempo.
Hoy estamos otra vez aquí, las calles empolvadas, las paredes tachonadas de grafitis y consignas, las puertas abiertas y las balconadas sumergidas en selectas multitudes que allí se agolpan y se estiran mirando la marea que pronto pasa entre la Plaza del Congreso, por la Avenida hasta la Plaza de Mayo. También está Lali vitoreada en Avenida de Mayo al 700, fiesta caliente en la vereda. No hay mejor consigna que nombrar y reconocer a los agoreros del fascismo, decir antifascista, antirracista y diversidad para poder marchar. Esta es nuestra erótica en la adversidad.
Estoy aquí también por aquel día en que papá salvó a Juan José, lo rescató de la pesada del 76 en un punto que aún hoy es para mí secreto o reservado, lo dispuso para que pudiera cruzar desde la ribera oscura al Uruguay. Papá sabía más de lo que nos decían. La compañera de Juan José esa noche fue chupada, cacheteada y lastimada y tal vez vejada, nunca nos lo dijo, y a la mañana siguiente la dejaron desnuda, completamente inerme en el Camino de Cintura, y le dijeron caminá, ni se te ocurra darte vuelta a mirar. Ella pensó que la mataban y caminó humillada, desnuda por el costado de la ruta. Escuchó entonces el rechinar de los neumáticos del Falcon que se alejaba en dirección contraria a toda velocidad.
Para mí es perfectamente lógico que cantemos Milei basura, vos sos la dictadura, es perfectamente lógico saber que detrás de su obsecuencia para con el poder de una derecha recalcitrante y ultra no hay más que añejos intereses del siglo XIX en la estética y en la voracidad que luego abrazara el nazismo y los fascismos. Esa salvaje y banal obscenidad por la apropiación de los cuerpos, ahora desplazados hacia una cierta voluptuosidad de lo mediático, que no es otra cosa que una imposición del voyeur a través de una cerradura que nunca responderá del todo a su incansable criterio morboso.
Hoy bailo, hoy canto, hoy río, cuelo mi amargura en cada uno de estos pasos y miro a los míos, a mis conciudadanos, a mis iguales y también mis diferentes, y puedo sonreír y decidir que el rumbo que elegí hace tantos años no era equívoco, salvo por los tropiezos inevitables. En la noche calma escribo estas palabras, vuelvo a inflamarme de emoción dispar y visceral, me pongo en llamas de candor y de agradecimiento. Estoy vivo, la marcha no ha terminado, recién comienza.
Cristian Rodríguez es psicoanalista.